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Mientras el avión sobrevolaba en círculos sobre Londres de la forma acostumbrada, Charlie miró por la ventanilla oval y contempló el serpenteante Támesis.

Pasaron otros veinte minutos y ahora veía frente a él las dos hileras de luces de la pista de aterrizaje. En seguida vio la bocanada de humor al tocar tierra las ruedas, y el avión se dirigió hacia la puerta asignada. Finalmente se abrieron las puertas del avión a las ocho y veintinueve minutos.

Cogió el cuadro y corrió todo el trayecto hasta el control de pasaportes, luego la aduana. No se detuvo hasta ver una cabina de teléfonos, pero como no tenía monedas para hacer una llamada local, tuvo que llamar a través de la operadora con cobro revertido. Un momento después escuchó a Becky.

– Becky, estoy en Heathrow. ¿Dónde está Harrison?

– En viaje de regreso desde Tewkesbury. Espera estar en su oficina alrededor de las nueve y media, a las diez a más tardar.

– Bien, entonces iré directamente a casa. Debería estar contigo en cuarenta minutos.

Colgó de un golpe el receptor, miró su reloj y vio que no tenía tiempo para llamar al doctor Miller. Corrió a la acera notando entonces la brisa fría. Stan le esperaba junto al coche. Con los años, el ex brigada se había acostumbrado a la impaciencia de Charlie y le condujo sin tropiezos por las afueras de Londres sin hacer caso de la limitación de velocidad hasta llegar a Chiswick, donde hasta una moto habría sido detenida por exceso de velocidad. A pesar de la lluvia torrencial tuvo de regreso a su jefe en Eaton Square a las nueve y dieciséis.

Charlie estaba a medio camino de su narración a una callada Becky de todo lo que le había sucedido en Australia, cuando llamó Harrison para decir que ya estaba en su oficina en High Holborn. Charlie le dio las gracias y le transmitió los saludos de su sobrino y le pidió disculpas por estropearle el fin de semana.

– No se habrá estropeado si las noticias son positivas -dijo Harrison.

– Guy Trentham tuvo más descendencia.

– No creo que me haya hecho venir de Tewkesbury para contarme los últimos detalles del Internacional de cricket en Melbourne -dijo Harrison-. ¿Hombre o mujer?

– Mujer.

– ¿Legítima o ilegítima

– Legítima.

– Entonces puede reivindicar sus derechos sobre la propiedad en cualquier momento antes de la medianoche.

– ¿Tiene que hacerlo ante usted en persona?

– Eso es lo que estipula el testamento -dijo Harrison -. Sin embargo, si está en Australia puede hacerlo con Roberts Trevor, ya que a él le he dado…

– No, está en Inglaterra y la tendré en su oficina antes de la medianoche.

– A propósito, ¿cómo se llama? -preguntó Harrison-. Lo pregunto para poder preparar los papeles.

– Cathy Ross -dijo Charlie-. Pero pídale a su sobrino que se lo explique todo porque no tengo tiempo disponible -añadió colgando antes de que Harrison pudiera contestar.

Corrió al vestíbulo en busca de Becky.

– ¿Dónde está Cathy? -le preguntó.

– Fue a un concierto en el Festival Hall. Mozart, creo que dijo, fue con un nuevo galán de la city.

– Muy bien, vámonos -dijo Charlie.

– ¿Vamos?

– Sí, vámonos -dijo Charlie prácticamente gritando y ya en la puerta.

Ya había subido al coche cuando se dio cuenta de que no tenía chófer. Se bajó y volvió a la casa encontrándose con Becky que casi corría en sentido opuesto.

– ¿Dónde está Stan?

– Probablemente cenando en la cocina.

– Muy bien -dijo Charlie pasándole las llaves-. Tú conduces, yo hablo.

– Pero ¿a dónde vamos?

– Al Festival Hall.

– Qué divertido -comentó Becky-, después de todos estos años, y yo sin saber que te gustaba Mozart.

Becky subió al coche y se instaló tras el volante mientras él corriendo daba la vuelta para sentarse junto a ella en el asiento delantero. Salió el coche y Becky condujo con destreza por entre el tráfico nocturno mientras Charlie continuaba su relato de los detalles de sus descubrimientos en Australia, explicándole lo urgente que era encontrar a Cathy antes de la medianoche. Ella lo escuchaba con atención sin interrumpir.

Ya cruzaban el Westminster Bridge cuando Charlie acabó su historia con un «¿Alguna pregunta?», pero Becky seguía en silencio. Charlie esperó un momento y por último preguntó:

– ¿No tienes nada que decir?

– Sí -dijo ella-. Que no cometamos con Cathy el mismo error que cometimos con Daniel.

– ¿A saber?

– No decirle toda la verdad.

– Tendré que hablar con el doctor Miller antes de pensar siquiera en correr el riesgo -dijo Charlie-. Pero el problema más inmediato es asegurarnos que presente su reclamación a tiempo.

– Sin contar con el problema más inmediato aún de dónde esperas que deje el coche -dijo Becky girando a la izquierda por Belvedere Road para continuar hacia la entrada del Royal Festival Hall con sus líneas amarillas dobles y sus letreros de «No aparcar».

– Justo delante de las puertas de entrada -dijo Charlie, y ella obedeció sin objeción.

Tan pronto se detuvo el coche Charlie saltó fuera, corrió por la acera y pasó por las puertas de cristal.

– ¿A qué hora termina el concierto? -preguntó al primer uniformado que vio.

– A las diez treinta y cinco, señor, pero no puede dejar el coche allí.

– ¿Y dónde queda la oficina del director?

– Quinta planta a la derecha, segunda puerta a la izquierda según sale del ascensor. Pero…

– Gracias -le gritó Charlie ya corriendo en dirección al ascensor.

Becky acababa de alcanzar a su marido cuando llegó el ascensor.

– Su coche, señor -alcanzó a decir el portero, pero las puertas del ascensor ya se cerraban tras él.

Tan pronto se abrieron las puertas del ascensor en la quinta planta, Charlie saltó fuera, miró a su derecha y vio una puerta a la izquierda con el letrero «Director». Golpeó una vez antes de entrar. Adentro había dos hombres de esmoquin disfrutando de un cigarrillo y escuchando el concierto por un altavoz. Se volvieron a ver quién los interrumpía.

– Buenas noches, sir Charles -dijo el más alto incorporándose y avanzando hacia él-, Jackson. Soy el director del teatro. ¿Hay algo en que pueda servirle?

– Espero que sí, señor Jackson -repuso Charlie-. Tengo que sacar a una damita de la sala de conciertos tan pronto como sea posible. Es una emergencia.

– ¿Sabe su número de asiento?

– No tengo idea.

Charlie miró a su esposa que sólo meneó la cabeza.

– Entonces síganme -dijo el director saliendo a grandes pasos hacia el ascensor.

Cuando se volvieron a abrir las puertas se encontraron frente a frente al primer empleado que se habían encontrado al llegar.

– ¿Algún problema, Ron?

– Sólo que este señor ha dejado su coche en la misma puerta de entrada, señor.

– Entonces cuídeselo, ¿de acuerdo? -El director pulsó el botón de la tercera planta y preguntó volviéndose a Becky-. ¿Cómo va vestida la joven?

– Vestido rojo y esclavina blanca.

– Bravo, señora -dijo el director.

Salió del ascensor y los condujo rápidamente a una entrada lateral adyacente al palco de autoridades. Una vez dentro el señor Jackson quitó una pequeña fotografía de la reina inaugurando el edificio en 1957 y tiró de la ventana oculta de forma que podía observar al público por un espejo.

– Una precaución de seguridad en caso de que se presentara algún problema -explicó. Luego desenganchó dos pares de gemelos de debajo del apoyabrazos y se los pasó uno a Becky y otro a Charlie-. Si pueden localizar el asiento de la dama, alguien de mi personal la hará salir discretamente. -Se volvió a escuchar la música durante unos segundos y añadió-: Quedan diez minutos para que termine el concierto, doce a lo más. No hay bises programados para esta noche.