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Charlie reflexionó sobre este comentario mientras comía su bocadillo.

– Me pregunto qué puntos flacos míos le estarán señalando sus asesores.

– Tu mal genio -dijo Daphne-. Siempre has tenido mucho genio. No les des ocasión de que lo aprovechen.

A la una, Daphne y Arthur se fueron para dejar en paz a Charlie. El les dio las gracias, se quitó la chaqueta, se echó en el sofá y durmió profundamente durante una hora. A las dos, Jessica lo despertó y él le sonrió sintiéndose como nuevo: otro legado de la guerra.

Volvió a su escritorio y repasó una vez más sus notas antes de salir de su oficina y caminar por el corredor hasta tres puertas más allá para recoger a Cathy. Casi esperaba que ella hubiera cambiado de opinión, pero Cathy ya se había colocado el abrigo y estaba sentada esperándolo. Se dirigieron en coche a la oficina de Harrison, llegando una hora antes de lo previsto para que aparecieran Trentham y Birkenshaw.

El anciano abogado escuchó atentamente la presentación que Charlie hacía de su caso, asintiendo de tanto en tanto o tomando más notas, aunque por la expresión de su cara Charlie no tenía forma de saber lo que realmente pensaba.

Cuando Charlie llegó al final de su disertación, Harrison dejó la pluma sobre su escritorio y se echó atrás en su sillón. Durante un rato no dijo nada.

– Estoy impresionado por la lógica de sus argumentos, sir Charles -dijo finalmente, colocando las palmas de las manos frente a él sobre el escritorio-. Y, de verdad, por los datos que ha reunido. Sin embargo, debo decirle que sin la corroboración de sus principales testigos y sin un affidávit o de Walter Slade o de la señorita Benson, el señor Birkenshaw se apresurará a hacer notar que su tesis se basa casi completamente en pruebas circunstanciales.

»No obstante -continuó-, tendremos que ver lo que tiene para ofrecer la otra parte. Encuentro difícil de creer, después de mi conversación con Birkenshaw el sábado por la noche, que sus descubrimientos resulten una sorpresa total para su cliente.

El reloj de la repisa de la chimenea desgranó cuatro discretas campanadas y Harrison consultó su reloj de bolsillo. No había señales de la otra parte y pronto el anciano abogado comenzó a tamborilear con los dedos sobre el escritorio. Charlie comenzó a preguntarse si esto no sería una simple táctica de su adversario.

Finalmente aparecieron Nigel Trentham y su abogado cuando pasaban doce minutos de las cuatro, pero ninguno de los dos se sintió en la necesidad de pedir disculpas por su tardanza.

Charlie se puso de pie y el señor Harrison le presentó a Victor Birkenshaw, hombre alto, delgado, menor de cincuenta años, prematuramente calvo y con el poco pelo que le quedaba peinado por encima de la cabeza en delgados mechones grises. La única característica que al parecer tenía en común con el señor Harrison eran sus ropas, que por lo visto provenían del mismo sastre. Birkenshaw se sentó en uno de los dos sillones desocupados frente a Harrison sin dar señales de haber notado siquiera la presencia de Cathy en la habitación. De su bolsillo superior sacó una pluma, de su maletín una libreta y la apoyó sobre sus rodillas.

– Mi cliente, el señor Nigel Trentham, ha venido a reivindicar su herencia como heredero legítimo del fideicomiso Hardcastle -comenzó-, como estipula claramente la última voluntad y testamento de sir Raymond.

– El nombre de su cliente -dijo Harrison adoptando el tono más bien formal de la presentación de Birkenshaw-, permítame recordárselo, no aparece en el testamento de sir Raymond, y ahora surge una disputa sobre quién es el legítimo heredero. Por favor, no olvide que sir Raymond me pidió convocar esta reunión en caso de que surgiera la necesidad, para que yo arbitrara en su nombre.

– Mi cliente -volvió a intervenir Birkenshaw-, es el segundo hijo del difunto Gerald y de Ethel Sybil Trentham y nieto de sir Raymond Hardcastle. Por lo tanto, después de la muerte de su hermano mayor, Guy Trentham, con seguridad tiene que ser él el legítimo heredero.

– Según los términos del contrato, tengo que aceptar la reclamación de su cliente -convino Harrison-, A no ser que se demuestre que a Guy Trentham le sobrevivieron uno o varios hijos. Ya sabemos que Guy era el padre de Daniel Trumper…

– Eso jamás ha sido demostrado a entera satisfacción de mi cliente -dijo Birkenshaw anotando diligentemente todo lo que decía Harrison.

– Se demostró suficientemente a satisfacción de sir Raymond, tanto que lo nombra en su testamento dándole la preferencia sobre su cliente. Dado el resultado de la entrevista entre la señora Trentham y su nieto, tenemos todos los motivos para creer que a ella tampoco le cabía la menor duda de quién era el padre de Daniel. De otra forma, ¿por qué se molestó en llegar a un acuerdo general con él?

– Eso son simples conjeturas -dijo Birkenshaw-. Sólo hay un hecho cierto: el caballero del que hablamos ya no está con nosotros, y por lo que todo el mundo sabe no dejó hijos propios.

Aún no miraba en dirección a Cathy que escuchaba silenciosamente mientras la pelota iba y venía entre los dos profesionales.

– Con gusto aceptamos eso sin objeción -dijo Charlie interviniendo por primera vez-. Pero lo que no sabíamos hasta hace muy poco era que Guy tenía también una hija llamada Margaret Ethel.

– ¿Qué prueba tiene usted para hacer esa indignante afirmación? -preguntó Birkenshaw irguiéndose de golpe.

– La prueba está en la declaración del banco que le envié a su casa el domingo por la mañana.

– Una declaración, podría yo decir -dijo Birkenshaw-, que nadie sino mi cliente tenía derecho a abrir.

Miró en dirección a Nigel Trentham que estaba muy ocupado encendiendo un cigarrillo.

– De acuerdo -dijo Charlie-. Pero se me ocurrió que por una vez podría seguir el ejemplo de la señora Trentham.

Harrison pestañeó temiendo que su amigo estuviera a punto de perder la paciencia.

– Quienquiera que fuera -continuó Charlie-, incluso se las arregló para que sus nombres figuraran en los archivos policiales como su única hija sobreviviente y para pintar un cuadro que desgraciadamente permaneció en la pared del comedor durante veinte años a la vista de todos. Un cuadro que creo no podría ser reproducido por nadie sino por la persona que lo creó. Mejor que una huella dactilar, ¿no les parece? ¿O eso es también conjetura?

– Lo único que prueba el cuadro -replicó Birkenshaw-, es que la señorita Ross residió en un orfanato de Melbourne en algún período entre mil novecientos veinticuatro y mil novecientos cuarenta y cinco. Sin embargo, ella fue totalmente incapaz de recordar incluso el nombre del orfanato, o de su directora. ¿No es así, señorita Ross? -Se volvió a mirar a Cathy por primera vez.

Ella asintió con la cabeza pero no habló.

– Menuda testigo -dijo Birkenshaw sin tratar de disimular el sarcasmo-. Ni siquiera puede apoyar el cuento que usted se ha inventado en su nombre. Se llama Cathy Ross, eso es todo lo que sabemos, y a pesar de sus pretendidas pruebas no hay nada que la vincule a sir Raymond.

– Pero hay varias personas que pueden apoyar su «cuento» como lo llama usted -se apresuró a replicar Charlie.

Harrison levantó una ceja ya que ante él no había ninguna prueba que corroborara esa afirmación, aun cuando deseaba creer lo que decía sir Charles.

– Saber que residió en un orfanato de Melbourne no equivale a una corroboración -dijo Birkenshaw echándose hacia atrás un mechón que le había caído sobre la frente-. Repito, incluso si aceptáramos todas sus locas pretensiones de imaginados encuentros entre la señora Trentham y la señorita Benson, aun eso no probaría que la señorita Ross es de la misma sangre que Guy Trentham.