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– ¿Tal vez le gustaría comprobar su grupo sanguíneo usted mismo? -dijo Charlie.

Esta vez el señor Harrison alzó las dos cejas: hasta ahora ninguna de las dos partes había hecho referencia a los grupos sanguíneos.

– Un grupo sanguíneo, podría añadir yo, sir Charles, que comparte la mitad de la población mundial.

Birkenshaw se estiró las solapas de su chaqueta.

– Ah, ¿así que ya lo ha comprobado usted? -dijo Charlie con expresión triunfal-. Entonces es que debe de haber alguna duda en su mente.

– No hay ninguna duda en mi mente respecto a quién es el heredero legítimo de la propiedad Hardcastle -dijo Birkenshaw, y luego se volvió a señor Harrison-, ¿Cuánto tiempo se supone que hemos de continuar esta farsa? -a su pregunta le siguió un exasperado suspiro.

– Todo el tiempo que le lleve a alguien convencerme de quién es el heredero legítimo de la propiedad de sir Raymond -dijo Harrison con voz fría y autoritaria.

– ¿Qué más quiere? -preguntó Birkenshaw-. Mi cliente no tiene nada que ocultar, mientras que la señorita Ross al parecer no tiene nada que ofrecer.

– Entonces tal vez usted pueda explicar, Birkenshaw, a mi entera satisfacción -dijo Harrison-, por qué la señora Ethel Trentham hizo pagos regulares durante varios años a una tal señorita Benson, directora del orfanato de Santa Hilda de Melbourne, al cual, creo que todos aceptamos ahora, asistió la señorita Ross entre mil novecientos veinticuatro y cuarenta y cinco.

– No tuve el privilegio de representar a la señora Trentham, ni en realidad a la señorita Benson, de modo que no estoy en situación de dar una opinión. Tampoco, señor, lo está usted, si es por eso.

– Tal vez su actual cliente conozca el motivo de estos pagos y querría ofrecer una opinión -insistió Harrison.

Ambos miraron a Nigel Trentham que apagó calmadamente los restos de su cigarrillo, pero continuó sin hablar.

– No hay ningún motivo para suponer que mi cliente deba contestar ninguna pregunta hipotética -sugirió Birkenshaw.

– Pero si su cliente se muestra tan reacio a hablar en su nombre -dijo Harrison- eso sólo me hace más difícil aceptar que no tiene nada que ocultar.

– Eso, señor, es indigno de usted -dijo Birkenshaw-. Usted más que nadie sabe muy bien que cuando a un cliente lo representa un abogado, se sobreentiende que puede no querer hablar necesariamente. De hecho, ni siquiera era obligatorio que el señor Trentham asistiera a esta reunión.

– Esto no es un tribunal de justicia -dijo Harrison bruscamente-, En todo caso, sospecho que el abuelo del señor Trentham no habría aprobado esa táctica.

– ¿Niega usted los derechos legales de mi cliente?

– Naturalmente que no. Sin embargo, si debido a esa renuencia a hablar me veo incapaz de llegar a una decisión, puede que tenga que recomendarles a ambas partes que se resuelvan este asunto en un tribunal de justicia, como lo estipula claramente la cláusula veintisiete del testamento de sir Raymond.

Otra cláusula más de la que no sabía nada, pensó tristemente Charlie.

– Pero un caso así podría tardar años sólo en llegar a los tribunales -hizo notar Birkenshaw-. Además, podría acabar con grandes gastos para ambas partes. No puedo creer que ese haya sido el propósito de sir Raymond.

– Puede que así sea -dijo Harrison-. Pero al menos eso aseguraría que su cliente tuviera la oportunidad de explicar esos pagos trimestrales ante un jurado, esto es, si él supiera algo sobre ellos.

Por primera vez Birkenshaw pareció dudar, pero Trentham continuó sin abrir la boca. Continuó allí sentado, fumando otro cigarrillo.

– Un jurado también podría considerar que la señorita Ross no es otra cosa que una oportunista -sugirió Birkenshaw cambiando de política-. Una oportunista que, habiendo dado con un buen cuento, se las arregló para venir a Inglaterra y hacer calzar hábilmente los hechos con sus propias circunstancias.

– ¡Y tan hábilmente! -dijo Charlie-. ¿No se las arregló perfectamente a la edad de tres años para inscribirse en un orfanato de Melbourne? Y exactamente en el mismo período en que Guy Trentham estaba en la cárcel local…

– Coincidencia -dijo Birkenshaw.

– … después de haber sido dejada allí por la señora Trentham, que luego gira un pago trimestral a la directora, pago que cesa misteriosamente cuando muere la señorita Benson. Tiene que haber habido algún secreto que guardaba.

– Circunstancial y, más aún, inadmisible -dijo Birkenshaw.

Nigel Trentham se inclinó hacia adelante y estaba a punto de hacer un comentario cuando su abogado le colocó firmemente la mano en el brazo.

– No nos dejaremos engañar por esas tácticas de matones, sir Charles, que sospecho son más comunes en Whitechapel Road que en la Lincoln's Inn.

Charlie saltó de su silla con el puño apretado y avanzó un paso en dirección a Birkenshaw.

– Cálmese, sir Charles -dijo secamente Harrison.

Charlie se detuvo de mala gana muy cerca de Birkenshaw, que no se arredró. Luego de un momento de vacilación recordó las palabras de Daphne respecto a su mal genio y se volvió a su silla. El abogado de Trentham continuó mirándolo desafiante.

– Como iba diciendo -dijo Birkenshaw-, mi cliente no tiene nada que ocultar. Y ciertamente no le parecerá necesario recurrir a la violencia física para probar su caso.

Charlie desempuñó la mano pero no bajó el tono de su voz:

– Lo que sí espero es que su cliente quiera dignarse a contestar al abogado cuando le pregunta por qué su madre continuó pagando grandes sumas de dinero a alguien del otro lado del mundo a la que jamás conoció. Y por qué un tal señor Walter Slade, chófer del Victoria Country Club, la llevó a Santa Hilda el diecisiete de abril de mil novecientos veintiséis acompañada de una niñita de la edad de Cathy y luego se marchó sin ella. Y apuesto a que si le pedimos a un juez que investigue la cuenta bancaria de la señorita Benson, descubriremos que esos pagos se remontan al día de cuando la señorita Ross fue inscrita en Santa Hilda. Ya sabemos que la orden de pago al banco fue cancelada la semana que murió la señorita Benson.

Una vez más Harrison pareció horrorizado ante la implacable osadía de Charlie y levantó una mano con la esperanza de detenerlo.

Birkenshaw, por el contrario, no pudo resistir una sonrisa irónica.

– Sir Charles, en ausencia de un abogado que lo represente, creo que debería recordarle unas cuantas verdades. Sin embargo, permítame dejar algo muy en claro: mi cliente, hasta ayer, jamás había oído hablar de la señorita Benson. En todo caso, ningún juez inglés tiene jurisdicción para investigar una cuenta bancaria australiana a no ser que crean que se ha cometido un delito en ambos países. Más aún, sir Charles, dos de sus principales testigos están tristemente en sus tumbas, mientras que el tercero, el señor Walter Slade, no va a hacer ningún viaje a Inglaterra. Y más todavía, usted no podrá hacerlo comparecer.

»De modo que volvamos a su afirmación, sir Charles -continuó-, de que un jurado se sorprendería si mi cliente no apareciera en la barra de los testigos a contestar en nombre de su madre. Sospecho que se sentirían asombrados al enterarse de que la principal testigo en este caso, la demandante, tampoco estaba dispuesta a subir al estrado a contestar en su propio nombre porque no tiene recuerdos de lo que tuvo lugar realmente en la fecha de que hablamos. No creo que usted pueda encontrar un solo abogado en la tierra que esté dispuesto a hacer pasar esa terrible prueba a la señorita Ross, si las únicas palabras que es capaz de decir en respuesta a toda pregunta fuera "Lo siento, no recuerdo". ¿O tal vez es posible que sencillamente no tenga nada creíble que decir? Permítame asegurarle, sir Charles, aceptaríamos muy gustosos ir a los tribunales, porque con ello se reirían de usted.

Por la expresión de Harrison, Charlie comprendió que estaba derrotado. Miró con tristeza a Cathy, cuya expresión no había cambiado en toda la hora.