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– Sí, desde luego -replicó el coronel Hamilton-, Confirme el ascenso definitivo a cabo de Trumper y ponga en libertad al soldado Prescott inmediatamente.

Tommy regresó al pelotón aquella tarde.

– Me has salvado la vida, Charlie.

– Sólo dije la verdad.

– Lo sé, y también yo, pero la diferencia es que ellos te creyeron a ti.

Charlie, acostado en su tienda por la noche, se preguntaba por qué el capitán Trentham estaba tan decidido a desembarazarse de Tommy. ¿Cómo era posible que un hombre se arrogara el derecho de enviar a otro a la muerte, sólo porque había estado en prisión?

Pasó un mes antes de que les ordenaran marchar hacia el Mar ne, más al sur, y preparar un contraataque contra el general Ludendorff, planeado para el domingo veinte de julio. A Charlie se le puso el corazón en un puño al leer las órdenes; sabía que las probabilidades de sobrevivir a dos ataques eran remotas. Consiguió pasar la hora a solas con Grace. Esta le confesó que se había enamorado de un cabo galés, que había pisado una mina y estaba ciego de un ojo.

Amor a primera vista, insinuó Charlie.

Era la medianoche del miércoles 17 de julio de 1918, y un ominoso silencio reinaba en la tierra de nadie. Charlie dejó dormir a los que pudieron hacerlo, y no despertó a nadie hasta las tres de la madrugada. Como cabo de pleno derecho, tenía que preparar un pelotón de cuarenta hombres para la batalla, todos bajo el mando supremo del capitán Trentham, al cual no se le había visto el pelo desde el día en que Tommy fue puesto en libertad.

A las tres y media, un teniente llamado Harvey se reunió con ellos detrás de las trincheras. Todo el mundo se encontraba ya en alerta de batalla. Resultó que Harvey había llegado al frente el viernes anterior.

– Es una guerra de locos -dijo Charlie, después de las presentaciones.

– Ah, no lo sé -dijo alegremente Harvey-, Me muero de ganas por darles su merecido a esos alemanes.

– A los alemanes no les queda la menor esperanza, mientras sigamos produciendo cabezas huecas como ése -susurró Tommy.

– A propósito, señor, ¿cuál es el santo y seña esta vez? -preguntó Charlie.

– Oh, lo siento, me había olvidado por completo. Caperucita Roja -dijo el teniente.

Todos esperaron. A las cuatro calaron las bayonetas, y una bengala roja iluminó el cielo a las cuatro y veintiuno, algo detrás de las líneas. El aire se llenó de silbidos.

-¡Tally Ho! [6] -gritó el teniente Harvey.

Disparó la pistola al aire y saltó de la trinchera, como si fuera a la caza de un zorro perdido. De nuevo, Charlie le siguió a pocos metros de distancia. El resto del pelotón les imitó, chapoteando en el barro que cubría la tierra yerma, carente de árboles que les protegieran. A la izquierda, Charlie divisó otro pelotón que les precedía. La inconfundible silueta del capitán Trentham cerraba la marcha, pero el teniente Harvey continuaba en cabeza. Saltó con elegancia sobre la alambrada y se adentró en tierra de nadie. Le proporcionó a Charlie la curiosa seguridad de que cualquiera podía sobrevivir a tal estupidez. Harvey prosiguió su avance, como si fuera inexpugnable o le protegiera un hechizo. Charlie supuso que debía morir a cada paso que daba, sobre todo cuando vio al teniente saltar la alambrada alemana y abalanzarse sobre las trincheras enemigas, como si fueran la meta de una carrera celebrada en su escuela privada. El hombre se internó veinte metros más antes de que una lluvia de balas le derribara. Charlie se encontró delante de todo y empezó a disparar contra los alemanes cuando asomaban las cabezas fuera de sus agujeros.

Nunca había oído de nadie que hubiera alcanzado las trincheras alemanas, y no estaba muy seguro de lo que debía hacer a continuación. Además, a pesar del entrenamiento, todavía le costaba disparar mientras corría. Cuando cuatro alemanes, con sus respectivos rifles, aparecieron a la vez, supo que jamás iba a averiguarlo. Disparó al primero, que se desplomó sobre la trinchera, y entonces vio que los otros tres tomaban puntería. De repente, se dio cuenta de que disparaban una lluvia de balas desde detrás de él, y vio que los cuerpos caían como patos de madera en una barraca de feria. Comprendió que el ganador del Trofeo del Rey seguía en pie.

De pronto, se encontró en la trinchera enemiga, mirando cara a cara a un joven alemán, un aterrorizado muchacho aún más joven que él. Vaciló solo un momento antes de clavarle la bayoneta en la boca abierta. Arrancó la hoja y la sepultó en el corazón del muchacho. Después, continuó corriendo. Tres de sus hombres le precedían, persiguiendo a un enemigo en retirada. En aquel momento, Charlie divisó a Tommy a su derecha, subiendo una colina en pos de dos alemanes. Desapareció entre los árboles y Charlie oyó un solo disparo sobre el fragor de la batalla. Cambió de dirección y corrió hacia el bosque para rescatar a su amigo, pero sólo vio a un enemigo tendido en el suelo y a Tommy trepando a la colina. Un Charlie sin aliento le alcanzó cuando se detuvo detrás de un árbol.

– Has estado magnífico, Tommy -dijo Charlie, tirándose a su lado.

– Ni la mitad de bien que aquel oficial, ¿cómo se llamaba?

– Harvey, teniente Harvey.

– Al final, los dos nos hemos salvado gracias a su pistola -dijo Tommy, blandiendo el arma-. Más de lo que se puede decir sobre ese bastardo de Trentham.

– ¿Qué quieres decir?

– Se cagó de miedo al ver las trincheras alemanas, ¿vale? Se desvió hacia el bosque. Dos alemanes vieron al muy cobarde y le persiguieron, así que les seguí. Acabé con uno de ellos.

– ¿Dónde está Trentham, pues?

– Por ahí arriba -dijo Tommy, señalando la cumbre de la colina-. Se habrá escondido de un solo alemán, no lo dudes.

Charlie levantó la vista hacia la colina.

– ¿Y ahora qué, cabo?

– Hemos de seguir al alemán y matarle antes de que encuentre al capitán.

– ¿Por qué no nos volvemos a casita y dejamos que pille al capitán antes de que yo lo haga?

Pero Charlie ya estaba en pie y se dirigía hacia la colina.

Subieron la pendiente con parsimonia, protegiéndose tras los árboles mientras vigilaban y escuchaban, hasta que llegaron a la cumbre y a terreno despejado.

– Ni señal de ellos -susurró Charlie.

– Exacto, así que mejor volvemos detrás de nuestras líneas. Si los alemanes nos cogen, no creo que nos inviten a tomar el té en su compañía.

Charlie se orientó. Frente a ellos había una pequeña iglesia, muy parecida a las que había visto durante la larga marcha hacia el frente.

– Será mejor que antes le echemos un vistazo a esa iglesia -dijo Charlie-, pero no corramos riesgos innecesarios.

– ¿Qué cojones te parece que hemos estado haciendo durante la última hora? -preguntó Tommy.

Se arrastraron por el terreno descubierto centímetro a centímetro, hasta llegar a la puerta de la sacristía. La abrieron poco a poco, esperando una rociada de balas, pero el ruido más fuerte que oyeron fue el chirrido de los goznes. Una vez en el interior, Charlie se persignó, como hacía siempre su abuelo al entrar en la iglesia de Santa María y San Miguel de la calle Jubilee. Tommy encendió un cigarrillo.

Charlie examinó con cautela la pequeña iglesia. Ya había perdido parte del tejado, cortesía de un proyectil alemán o inglés, pero el resto de la nave y el pórtico permanecían intactos.

A Charlie le fascinaron los mosaicos que cubrían las paredes, con sus cuadraditos que componían retratos de tamaño natural. Rodeó lentamente el perímetro, mirando a los siete discípulos que habían sobrevivido.

Cuando llegó al altar se arrodilló y bajó la cabeza. La imagen del padre O'Malley se formó en su mente. Fue entonces cuando la bala le pasó rozando, estrellándose en la cruz de metal y derribando el crucifijo. Mientras Charlie se zambullía detrás del altar para protegerse, una segunda bala alcanzó a un oficial alemán en la sien. Se desplomó en tierra. Estaba escondido en el confesionario. Debió de morir al instante.

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[6] Señal del cazador al avistar el zorro. (N. del T.)