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– La presidenta desea saber si sería tan amable de pasar a verla antes de marcharse. Hay algo que necesita conversar con usted urgentemente.

Richard la acompañó hasta el ascensor de la planta baja y ella le agradeció nuevamente el mimar a una anciana.

Mientras el ascensor subía a regañadientes, otra cosa que habría que cambiar como parte del nuevo plan de remodelación, Becky iba pensando sobre qué querría hablar Cathy con ella, deseando que ojalá no tuviera que cancelar la cena con ellos esa noche, ya que sus invitados serían David y Barbara Field.

Hacía unos dieciocho meses que Cathy se había trasladado de Eaton Square a un espacioso apartamento en Chelsea Cloister, pero continuaban cenando juntos al menos una vez al mes. Además, siempre que se encontraban en la ciudad los Field o los Bloomingdale, ella también acudía a la cena con ellos. Becky sabía que David Field, que aún seguía en el consejo de la gran tienda de Chicago, se sentiría decepcionado si Cathy no podía cenar con ellos esa noche, especialmente cuando tenían previsto volver a casa al día siguiente.

Jessica la hizo pasar directamente al despacho de la presidenta, donde se encontró a Cathy hablando por teléfono, con el ceño fruncido, cosa no habitual en ella. Mientras esperaba que terminara su conversación, Becky miró por la ventana salediza hacia el banco de madera desocupado al otro lado de la calle y pensó en Charlie, que lo había cambiado por los bancos de cuero rojo de la Cámara de los Lores. Cathy colgó el auricular y preguntó inmediatamente:

– ¿Cómo está Charlie?

– Dímelo tú -dijo Becky-, Le veo ocasionalmente a la hora de la cena durante la semana e incluso en el desayuno algún domingo. Pero eso es todo. ¿Se le ha visto en Trumper's últimamente?

– No muy a menudo. Todavía me siento culpable por haberlo excluido de la tienda.

– No tienes ninguna necesidad de sentirte culpable -le dijo Becky-. Nunca le había visto más feliz.

– Me tranquiliza saberlo -dijo Cathy-, Pero justo ahora necesito el asesoramiento de Charlie sobre un asunto muy importante.

– ¿Cuál?

– Cigarros -explicó Cathy-, Me llamó por teléfono David Field esta mañana para decirme que su padre desearía doce cajas de su marca habitual y que no me moleste en enviárselas al Connaught, ya que él estará encantado de recogerlas esta noche cuando venga a cenar.

– Entonces ¿cuál es el problema?

– Que ni David Field ni en el departamento de tabacos tienen la menor idea de cuál es la marca habitual de su padre. Parece que Charles siempre se encargaba personalmente del envío.

– Podrías revisar viejas facturas.

– Fue lo primero que hice -repuso Cathy-. Pero no existe el más mínimo indicio de que alguna vez se realizara una transacción. Lo cual me sorprende porque, si no recuerdo mal, siempre que venía a Londres el anciano señor Field, regularmente se le enviaba una docena de cajas al Connaught. -Cathy frunció el ceño-. Eso era algo que siempre me pareció curioso. Al fin y al cabo, si lo piensas, él tiene que haber tenido un gran departamento de tabaquería en su tienda.

– Y claro que lo tenía -dijo Becky-, pero no tenía cigarros de La Habana.

– ¿La Habana? No te sigo.

– Allá por los años cincuenta la Aduana de Estados Unidos prohibió la importación de cigarros cubanos, y el padre de David, que venía fumando una especial marca de habanos desde mucho antes que nadie supiera nada de Fidel Castro, no vio motivo para que no le permitieran continuar dándose el gusto de lo que él consideraba no era otra cosa que su «puñetero derecho».

– ¿Cómo se las arreglaba Charlie entonces para solucionar el problema?

– Charlie solía bajar al departamento de tabaquería, coger una docena de cajas de la marca preferida del anciano, volver a su oficina, quitar las vitolas de cada puro reemplazándolas por una inofensiva etiqueta alemana, colocándolos luego en una caja Trumper's no identificable. También se aseguraba de tener siempre una provisión preparada para el señor Field en el caso de que se acabaran. Charlie consideraba que esto era lo mínimo que podía hacer para corresponder a la hospitalidad que nos han brindado los Field a lo largo de los años.

Cathy movió la cabeza en señal de asentimiento.

– Pero todavía necesito saber qué marca de cigarro cubano es no otra cosa que el «puñetero derecho» del señor Field.

– No tengo ni idea -confesó Becky-. Como dices, Charlie nunca permitió que otra persona se encargara del envío.

– Entonces alguien va a tener que pedirle a Charlie, o bien que venga a hacer el despacho él mismo, o que nos diga a qué marca es adicto el señor Field. De modo que ¿dónde puedo localizar al presidente vitalicio a las once y media de la mañana de un lunes?

– Yo apostaría que oculto en alguna sala de comité en la Cámara de los Lores.

– No, no está -dijo Cathy-, Ya he llamado a los Lores y me han asegurado que no lo han visto esta mañana, y más aún, que no esperan volver a verlo esta semana.

– Pero no es posible -dijo Becky-. Si prácticamente vive allí.

– Eso es lo que yo pensaba -dijo Cathy-. Y por eso llamé al número uno para pedirte ayuda.

– Esto lo resuelvo en un santiamén -aseguró Becky-. Si puede Jessica ponerme con la Cámara de los Lores, sé exactamente con qué persona hablar.

Jessica volvió a su oficina, buscó el número y tan pronto obtuvo comunicación pasó la llamada al escritorio de la presidenta, donde Becky cogió el receptor.

– ¿La Cámara de los Lores? -dijo Becky-. Sección de mensajes, por favor… ¿Se encuentra allí el señor Anson? No, bueno, de todas maneras quisiera dejar un mensaje urgente para lord Trumper… de Whitechapel… Sí, debe de estar en un subcomité de Agricultura esta mañana… ¿Está usted seguro?… No es posible… ¿Usted conoce a mi marido?… Bueno, eso es una tranquilidad… ¿Es que él…? Muy interesante… No, gracias… No, no dejaré ningún mensaje y por favor no moleste al señor Anson. Adiós.

Becky colgó el teléfono y levantó la vista, encontrándose con las miradas de Cathy y Jessica, con la expresión de dos niños a la hora de acostarse que desean escuchar el final de un cuento.

– Charlie no ha sido visto en los Lores esta mañana. No existe ningún subcomité de Agricultura. Ni siquiera está en un comité completo, y lo que es más, no lo han visto desde hace tres meses.

– Pero no comprendo -objetó Cathy-, ¿Cómo te has comunicado con él hasta ahora?

– Con un número especial que me dio Charlie que tengo junto al teléfono del vestíbulo en Eaton Square. Me comunica con un mensajero de los Lores llamado señor Anson, quien siempre parece saber exactamente dónde localizar a Charlie a cualquier hora del día y de la noche.

– ¿Y existe este señor Anson? -preguntó Cathy.

– Ah, sí -dijo Becky-, Pero parece que trabaja en otra planta de los Lores y en esta ocasión me pusieron con información general.

– Así pues, ¿qué sucede cuando hablas con el señor Anson?

– Generalmente Charlie me llama antes de la hora.

– De modo que no hay nada que te impida llamar al señor Anson ahora.

– Prefiero no hacerlo por el momento -dijo Becky-. Creo que preferiría descubrir qué ha estado tramando Charlie durante estos dos años. Porque una cosa es cierta, el señor Anson no me lo va a decir.

– Pero el señor Anson no puede ser la única persona que lo sabe -dijo Cathy-, Después de todo Charlie no vive en el vacío.

Las dos se volvieron a mirar a Jessica.

– No me miréis a mí -dijo Jessica-. El no ha tenido contacto con esta oficina desde que le prohibisteis venir a Chelsea Terrace. Si Stan no viniera de vez en cuando a la cantina para almorzar, ni siquiera sabría si Charlie estaba vivo.

– ¡Claro! -dijo Becky haciendo chasquear los dedos-, Stan es la única persona que tiene que saber lo que pasa. Continúa recogiendo a Charlie a primera hora de la mañana y lo trae de vuelta a casa a última hora de la noche. No podría hacer nada sin que su chófer estuviera enterado del secreto.