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Durante la primera hora cubrieron una distancia aproximada de cien metros. Charlie habría deseado una noche más nublada. Balas perdidas, disparadas desde ambos lados, les obligaban a pegarse a la tierra. Charlie no cesaba de escupir barro, y en una ocasión se encontró cara a cara con un alemán que no parpadeaba.

Se arrastraron metro a metro por aquel barro húmedo y frío, por aquel terreno que todavía no pertenecía a nadie. De pronto, Charlie oyó un chillido detrás de él. Se volvió para reñir a Tommy, irritado, y vio una rata del tamaño de un conejo que yacía entre sus piernas. Tommy le había asestado un bayonetazo en pleno vientre.

– Creo que le gustabas, cabo. No podía tratarse de sexo, si hay que creer la palabra de Rose, así que debía quererte como cena.

Charlie se tapó la boca con ambas manos por temor a que los alemanes le oyeran reír.

La luna salió de detrás de una nube e iluminó de nuevo el terreno descubierto. Los tres hombres se sepultaron en el barro y esperaron a que otra nube les permitiera avanzar unos cuantos metros más. Pasaron dos horas antes de llegar a la alambrada de espino que había sido colocada para impedir la penetración de los alemanes.

Trentham cambió de dirección al llegar a la alambrada y reptó junto al lado alemán de la barrera en busca de una brecha que les condujera a la seguridad. Les quedaban por atravesar ochenta metros (para Charlie equivalía a un kilómetro). El capitán encontró por fin una brecha por la que logró deslizarse. Ya sólo faltaban cincuenta metros para alcanzar la seguridad de sus líneas.

A Charlie le sorprendió que el capitán se rezagara, dejándoles pasar.

– Maldita sea -masculló Charlie cuando la luna hizo su aparición en el centro del escenario y les dejó clavados en su sitio, a escasa distancia de la seguridad.

En cuanto la luz se apagó, Charlie continuó avanzando como un cangrejo, centímetro a centímetro, más temeroso ahora de una bala perdida procedente de su bando que del enemigo. Por fin oyó voces, voces inglesas. Nunca creyó que un día acogería con agradecimiento la visión de aquellas trincheras.

– Lo hemos conseguido -gritó Tommy, en voz tan alta que hasta los alemanes debieron oírle.

Charlie volvió a hundirle la cara en el barro.

– ¿Quién va? -preguntó alguien.

Charlie oyó que los rifles se amartillaban a lo largo y ancho de las trincheras, a medida que los hombres dormidos volvían a la vida.

– El capitán Trentham, el cabo Trumper y el soldado Prescott de los Fusileros Reales -dijo Charlie con firmeza.

– Santo y seña -preguntó una voz.

– Oh, Dios, ¿cuál es el santo y…?

– Caperucita Roja -chilló Trentham, desde detrás de ellos.

– Avancen para que les reconozcamos.

– Primero Prescott -dijo Trentham.

Tommy se puso de rodillas y empezó a gatear hacia sus trincheras. Charlie oyó el zumbido de una bala disparada desde muy cerca, detrás de él, y un momento después Tommy cayó de bruces y quedó inerte en el barro.

Charlie se volvió rápidamente y miró a Trentham.

– Alemanes de mierda. Agáchese, si no quiere que le suceda lo mismo -dijo el capitán.

Charlie ignoró la orden y se arrastró hasta llegar al cuerpo de su amigo. Rodeó a Tommy con su brazo. Sólo faltaban veinte metros para encontrarse sanos y salvos.

– Hombre herido -gritó Charlie, mirando hacia las trincheras.

– Prescott, no se mueva -ordenó Trentham desde detrás de ellos.

– ¿Cómo te encuentras, camarada? -preguntó Charlie, mientras procuraba estudiar la expresión del rostro de su amigo.

– Me he sentido mejor -dijo Tommy.

– Cállense -dijo Trentham.

– Me he sentido mejor, pero no fue una bala alemana -dijo Tommy con voz estrangulada, cuando un hilo de sangre surgió de su boca-. Por lo tanto, procura dar cuenta de ese bastardo si no tengo la oportunidad de terminar el trabajo yo mismo.

– Te pondrás bien -dijo Charlie-, Nada ni nadie puede matar a Tommy Prescott.

Cuando una extensa nube negra cubrió la luna, un grupo de hombres saltó de la trinchera y corrió hacia ellos, incluyendo dos enfermeros de la Cruz Roja que portaban una camilla. La dejaron caer junto a Tommy y le depositaron en ella, antes de correr hacia la trinchera. Una lluvia de balas fue disparada desde las líneas alemanas.

Una vez a salvo en la trinchera, los enfermeros dejaron la camilla en tierra sin miramientos.

– Llévenle al hospital -gritó Charlie-, deprisa, por el amor de Dios, deprisa.

– Es inútil, cabo -dijo el oficial médico-. Está muerto, señor.

Capítulo 5

– El cuartel general espera todavía su informe, Trumper.

– Lo sé, sargento, lo sé.

– ¿Algún problema, muchacho? -preguntó el sargento chusquero.

Charlie comprendió que, en clave, quería decir: «¿Sabes escribir?».

– Ningún problema, sargento.

Durante la hora siguiente puso sus pensamientos por escrito lentamente; después reescribió el sencillo resumen de lo que había ocurrido el 20 de julio de 1918 durante la segunda batalla del Mame.

Charlie leyó y releyó su banal escrito, consciente de que, si bien exaltaba la valentía de Tommy durante la batalla, pasaba por alto que Trentham había huido del enemigo. La pura verdad era que no había presenciado los acontecimientos que tenían lugar a sus espaldas. Podía haberse formado su propia opinión, pero eso no contaba en un informe oficial. En cuanto a la muerte de Tommy, ¿qué pruebas tenía de que una bala perdida, entre tantas otras, procedía de la pistola del capitán Trentham? Incluso si Tommy tenía razón en lo concerniente a ambos hechos y Charlie manifestaba en voz alta sus opiniones, sólo era su palabra contra la de un oficial y caballero.

Lo único que podía hacer era escatimar toda alabanza a Trentham por lo que había sucedido aquel día en el campo de batalla. Sintiéndose como un traidor, Charlie firmó al final de la segunda página y entregó su informe al oficial de guardia.

A última hora de aquel día, el sargento de turno le concedió una hora para cabar una tumba y enterrar al soldado Prescott. Arrodillado junto a ella, maldijo a los hombres de ambos bandos que eran responsables de una guerra semejante.

Charlie escuchó al capellán entonar las palabras «Cenizas a las cenizas, polvo al polvo», antes de que sonara el toque de silencio. Después, el reducido grupo dio un paso a la derecha y enterró a otro soldado conocido. Cien mil hombres habían sacrificado su vida en el Marne. Charlie ya no podía aceptar que ninguna victoria fuera merecedora de aquel precio.

Se sentó con las piernas cruzadas al pie de la tumba, sin darse cuenta de que el tiempo pasaba mientras tallaba una cruz con su bayoneta. Por fin, se levantó y la colocó sobre el montón de tierra. En el centro de la cruz había grabado las palabras «Soldado Tommy Prescott».

Una luna neutral volvió aquella noche para iluminar un millar de tumbas recién cavadas, y Charlie juró a cualquier dios que se molestara en escuchar que jamás olvidaría a su padre, a Tommy o, desde luego, al capitán Trentham.

Cayó dormido entre sus camaradas. La diana le despertó con la primera luz de la mañana, y tras una última mirada a la tumba de Tommy, volvió con su pelotón. Le informaron que el coronel del regimiento se dirigiría a las tropas a las nueve horas.

Una hora más tarde se hallaba en posición de firmes en un diezmado cuadro, formado por aquellos que habían sobrevivido a la batalla. El coronel Hamilton dijo a sus hombres que el primer ministro había descrito la segunda batalla del Marne como la mayor victoria en la historia de la guerra. Charlie se sintió incapaz de alzar la voz para corear a sus jubilosos camaradas.

– Ha sido un día honorable y orgulloso para todo Fusilero -continuó el coronel, ajustándose con firmeza el monóculo.