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El abuelo aplaudía con tal entusiasmo cuando yo volvía a mi sitio que algunas mamás miraban a su alrededor y sonreían, lo cual bastaba para afirmar al viejo en la idea de que yo debía continuar en la escuela hasta que cumpliera catorce años.

A los diez años, el abuelo me dio permiso para colocar los artículos en el carretón antes de irme a la escuela. Las patatas delante, las verduras en medio, y las frutas detrás: ésa era su regla de oro.

– Nunca les dejes tocar la fruta hasta que hayan pagado -acostumbraba a decir-. Es difícil aplastar una patata, pero más difícil es vender un racimo de uva que ha sido manoseado varias veces.

A los once años ya cogía el dinero de los clientes antes de entregarles el cambio. Fue entonces cuando aprendí el truco de la palma. En ocasiones, después de devolverle el cambio, el cliente abría la palma de la mano y yo descubría que una de las monedas que le había entregado se había esfumado como por arte de magia, viéndome obligado a devolverle algo de calderilla.

Eché a perder una buena parte de nuestros beneficios semanales, hasta que el abuelo me enseñó a decir: «Su cambio de dos peniques, señora Smith», alzando en alto las monedas antes de entregarlas para que todo el mundo las viera.

A los doce años aprendí a regatear con los proveedores de Covent Garden, sin alterar para nada la expresión del rostro, vendiendo posteriormente el mismo producto a los clientes de Whitechapel con una sonrisa de oreja a oreja. También descubrí que el abuelo solía cambiar de proveedores cada dos por tres, «sólo para asegurarme de que nadie me toma el pelo».

A los trece años me había convertido en sus ojos y oídos, y ya sabía el nombre de todos los proveedores de frutas y verduras de Covent Garden. Enseguida averigüé qué vendedores apilaban la fruta buena sobre la mala, qué intermediarios intentaban esconder una manzana estropeada, qué proveedores procuraban darte el pego en la pesada y, en especial, qué clientes no pagaban sus deudas y, por lo tanto, no debía apuntar en la pizarra de los elegidos.

Recuerdo que mi pecho se hinchó de orgullo el día en que la señora Smelley, propietaria de una pensión sita en Commercial Road, me dijo que yo era de tal palo tal astilla, y que, en su opinión, un día sería tan bueno como mi abuelo. Aquella noche lo celebré pidiendo mi primera pinta de cerveza y encendiendo mi primer Woodbine. No terminé ninguno de ambos.

Nunca olvidaré aquella mañana de un sábado en que el abuelo me dejó a cargo del puesto, sin su ayuda. No abrió la boca durante cinco horas, ni para aconsejarme ni para opinar, y cuando al terminar la jornada revisó las cuentas, me entregó la moneda de seis peniques que siempre me obsequiaba los sábados por la noche, a pesar de que nos habíamos quedado dos chelines y cinco peniques por debajo de nuestras ganancias normales de los fines de semana.

Yo sabía que a mi abuelo le habría gustado que siguiera en la escuela, pero el último viernes de diciembre de 1913 dejé a mi espalda las puertas de la escuela elemental de la calle Jubilee, con la bendición de mi padre. Siempre había dicho que la educación era una pérdida de tiempo, una completa estupidez. Estuve de acuerdo con él, a pesar de que «Posh Porky» había obtenido una beca para un lugar llamado St. Paul's que, en cualquier caso, se encontraba a kilómetros de distancia, en Hammersmith. ¿Quién quiere ir a un colegio de Hammersmith, pudiendo vivir en el East End?

Era obvio que la señora Salmon sí lo deseaba, pues nunca dejaba de recordar las «proezas intelectuales» de su hija a todos los que hacían cola para comprar pan.

– Al parecer, Rebecca tiene la capacidad de hacer cantidad de cosas mucho antes que los niños de su edad -le dijo un día a mi padre.

– Y yo sé de algo que terminará haciendo antes de lo que su madre supone -susurró en mi oído, antes de añadir-: Presumida de mierda.

Yo pensaba sobre la señora Salmon lo mismo que mi padre sobre «Posh Porky». Sin embargo, el señor Salmon me caía bien. Antes de casarse con la señorita Roach, la hija del panadero, también había sido vendedor ambulante.

Todos los sábados por la mañana, mientras yo preparaba el puesto, el señor Salmon se dirigía a la sinagoga de Whitechapel, dejando la tienda a cargo de su esposa. La mujer nunca dejaba de recordarnos a voz en grito que ella no era una tres al cuarto.

«Posh Porky» siempre parecía debatirse entre acompañar a su padre a la sinagoga y quedarse en la tienda, donde tomaba asiento junto al escaparate y se atizaba bollos de crema en cuanto su madre le volvía la espalda.

– Siempre se da el mismo problema en los matrimonios mixtos -me decía el abuelo, pero aún me quedaban años para comprender que no estaba hablando de los bollos de crema.

El día que dejé la escuela le dije al abuelo que podía seguir descansando mientras yo iba a Covent Garden para llenar el carretón, pero no me prestó atención. Cuando llegamos al mercado, me permitió regatear por primera vez con los vendedores. No tardé en descubrir a uno que me ofreció una docena de manzanas por tres peniques, con tal de que le garantizara el mismo pedido cada día, a lo largo de un mes. Como el abuelo Charlie y yo siempre comíamos una manzana para desayunar, el acuerdo solucionó nuestras necesidades y me dio la oportunidad de seleccionar lo que íbamos a vender a los clientes.

A partir de aquel momento, cada día fue sábado, y entre ambos nos las arreglamos para aumentar los beneficios a catorce chelines por semana.

Se me asignó un salario semanal de cinco chelines (una auténtica fortuna), cuatro de los cuales guardaba cerrados en una caja de hojalata bajo la cama del abuelo, hasta que ahorré mi primera guinea. «Un hombre que posee una guinea posee seguridad», solía decirme el señor Salmon, erguido ante la puerta de su tienda, con los pulgares introducidos en el bolsillo del chaleco y exhibiendo el reloj y la cadena de oro.

Por las noches, después de que el abuelo hubiera venido a casa para cenar y el viejo se hubiera marchado a la taberna, me aburría enseguida de estar sentado en compañía de mis hermanas, así que me apunté al Club Juvenil Masculino de Whitechapeclass="underline" tenis de mesa los lunes, miércoles y viernes; boxeo los martes, jueves y sábados. Nunca le cogí el truco al ping-pong, pero llegué a ser un aceptable peso gallo, y en una ocasión representé al club contra Bethmal Green.

Al contrario que mi padre, nunca me sentí atraído por las tabernas, los galgos ni los naipes, pero casi todos los sábados por la tarde iba a apoyar al West Ham, y alguna noche me desplazaba al East End para ver a la última estrella de la comedia musical.

Cuando el abuelo me preguntó qué deseaba para mi decimoquinto cumpleaños repliqué sin vacilar: «Mi propio carretón», y añadí que casi había ahorrado lo suficiente para comprar uno. Se limitó a reír, comentando que el viejo me serviría igual cuando estuviera dispuesto a sucederle.

– En cualquier caso -me advirtió -, es lo que los ricos llaman una propiedad, y -concluyó- nunca inviertas en algo nuevo, sobre todo en tiempos de guerra.

Aunque el señor Salmon ya me había contado que el año anterior se había declarado la guerra contra Alemania (nadie había oído hablar del archiduque Francisco Fernando), sólo comprendimos la gravedad de la situación cuando muchos jóvenes que trabajaban en el mercado empezaron a desaparecer, destinados «al frente», siendo reemplazados por sus hermanos menores, y a veces por sus hermanas. Los sábados por la mañana se veían en el East End más muchachos vestidos de caqui que de civil.

Mi otro recuerdo de ese período es que la salchichería de Schultz (uno de nuestros placeres de los sábados por la noche) amanecía cada día con un escaparate roto. Una mañana, de repente, vimos que la tienda había sido clausurada. Nunca le volvimos a ver.

– Le han internado -susurró mi abuelo, sin dar más explicaciones.

Mi viejo nos venía a ver algún sábado por la mañana, con el único propósito de sablear al abuelo y marcharse al Black Bull para gastárselo todo con su amiguete Bert Shorrocks.