Выбрать главу

Se levantó de la mesa y recogió sus pertenencias, dejando las dos últimas patatas fritas para la señora Shorrocks.

– ¿Te apetece otra cerveza, Charlie?

– No tengo tiempo, señora Shorrocks. Gracias por la cerveza y la comida… y déle recuerdos al señor Shorrocks de mi parte.

– ¿A Bert? ¿No te has enterado? Murió hace seis meses de un ataque al corazón, pobre hombre. Le echo de menos.

Fue entonces cuando Charlie comprendió cuál era la diferencia que había notado: la ausencia de ojos amoratados y cardenales.

Charlie salió de la casa y se dirigió en busca de la universidad de Londres, decidido a seguir la pista de Rebecca Salmon. ¿Habría dividido el producto de la venta entre sus tres hermanas (Sal, ahora en Canadá, Grace, en algún lugar de Francia, y Kitty, Dios sabe dónde), tal como le había ordenado en el supuesto de que le dieran por muerto? En tal caso, no le quedaría otro capital para volver a empezar que la paga atrasada de Tommy y unas pocas libras que había ahorrado. Preguntó al primer policía que encontró el camino a la universidad de Londres. Le indicó que siguiera la dirección del Strand. Caminó otro kilómetro hasta llegar a un arco en cuya piedra se había esculpido KING'S COLLEGE. Llamó a la puerta señalizada con el letrero INFORMACIÓN, entró y preguntó al hombre sentado detrás del mostrador si había una Rebecca Salmon matriculada en el colegio universitario. El hombre consultó una lista, negó con la cabeza y sugirió a Charlie que probara en el registro universitario de la calle Malet.

Después de pagar un penique y hacer el recorrido en tranvía, Charlie empezó a preguntarse dónde acabaría pasando la noche.

– ¿Rebecca Salmon? -dijo el hombre que se ocupaba del registro universitario, vestido con uniforme de cabo-. No me suena. -Buscó el nombre en un grueso libro que sacó de debajo del escritorio-. Ah, sí, aquí está, Colegio Bedford, Historia del Arte.

Era incapaz de ocultar el desprecio en su voz.

– ¿Tiene su dirección, cabo? -preguntó Charlie.

– Ingrese en el ejército antes de llamarme cabo, muchacho. De hecho, cuanto antes se aliste mejor.

Charlie ya había sufrido bastantes insultos durante el día para poder contenerse.

– Sargento Trumper, 7312087. Le llamaré cabo y usted me llamará sargento. ¿Me he expresado con claridad?

– Sí, sargento -dijo el cabo, poniéndose firmes.

– Ahora dígame la dirección.

– Se aloja en el 97 de Chelsea Terrace, sargento.

– Gracias -respondió Charlie, dejando perplejo al ex militar.

Se dispuso a emprender otro viaje a través de Londres.

Un fatigado Charlie bajó del tranvía poco después de las cuatro en la esquina de Chelsea Terrace. ¿Habría llegado Becky antes que él, aunque sólo se alojara allí?

Paseó arriba y abajo de la familiar calle, admirando las tiendas que en otro tiempo había soñado adquirir. Número 131: antigüedades, multitud de muebles de roble, mesas y sillas bellamente acabadas. Después el 133, lencería de París. Charlie consideró incorrecto que un hombre mirase las prendas exhibidas en el escaparate. Número 135: carnes y aves colgadas de ganchos en la parte trasera de la tienda; tenían un aspecto tan delicioso que Charlie casi olvidó la escasez de alimentos. En el 139 se había inaugurado un restaurante llamado «Mr. Scallini», y Charlie se preguntó si la comida italiana llegaría a imponerse en Londres.

141: una vieja librería polvorienta, llena de telarañas y sin clientes a la vista. Después, el 143, un sastre. La propaganda escrita en el escaparate le aseguró que un caballero de gusto podía adquirir allí trajes, chalecos, camisas y cuellos. Número 145: pan recién salido del horno; su aroma estuvo a punto de arrastrarle al interior. Contempló la calle, incrédulo, así como a las mujeres vestidas con elegancia que se dirigían a sus ocupaciones diarias, como si jamás hubiera estallado una guerra mundial. Daba la impresión de que nadie les hubiera hablado de las cartillas de racionamiento.

Charlie se detuvo ante el 147 de Chelsea Terrace. Jadeó de placer ante la visión desplegada ante sus ojos cansados: filas y filas de frutas y verduras frescas que él habría vendido con orgullo. Dos chicas bien vestidas y un joven todavía más elegante, cubiertos con delantales de un verde brillante, esperaban servir a un cliente que sostenía un racimo de uvas.

Charlie retrocedió un paso y miró el letrero que había sobre la tienda. Rezaba: «Charlie Trumper, el comerciante honrado. Fundado en 1823».

BECKY

1918-1920

Capítulo 6

– De 1480 a 1532 -dijo él.

Consulté mis notas para asegurarme de que tenía los datos correctos, consciente de que me costaba concentrarme. Era la última clase del día, y no pensaba más que en volver a Chelsea Terrace.

El artista del que se discutía aquella tarde era Bernardino Luini, y yo había decidido que haría la tesis sobre aquel pintor de segunda fila. Milán… Otra razón para agradecer que la guerra hubiera concluido por fin. Ahora, puedo planificar viajes a Roma, Florencia, Venecia y, sí, Milán, para estudiar in situ la obra de Luini. Miguel Ángel, Da Vinci, Bellini, Caravaggio, Bernini, la mitad de los tesoros artísticos mundiales reunidos en un solo país, y yo sin traspasar los muros del Victoria and Albert.

A las cuatro y media, el timbre señaló el final de las clases del día. Cerré los libros y miré al profesor Tilsey salir sin prisas del aula. Sentí un poco de pena por el viejo. Le habían aplazado la jubilación porque muchos profesores jóvenes se habían marchado a combatir al frente occidental. La muerte del hombre que nos habría dado clase, Matthew Makepeace, según sus palabras, «uno de los eruditos más prometedores de su generación», era «una pérdida irreparable para el departamento en particular y la universidad en general». No tuve otro remedio que estar de acuerdo con éclass="underline" Makepeace era uno de los escasos ingleses reconocidos como una autoridad en Luini. Sólo asistí a tres de sus clases antes de que se alistara para ir a Francia… La ironía de un hombre semejante, acribillado por las balas alemanas mientras pasaba sobre una alambrada en algún lugar de Francia, no se me escapaba.

Era mi segundo año en Bedford. Me daba la impresión de no tener nunca tiempo para ponerme al día, y al año siguiente me esperaban los exámenes finales. Lo que más necesitaba era que Charlie regresara y me quitara la tienda de las manos. Le había escrito a Edimburgo cuando se hallaba en Bélgica, a Bélgica cuando estaba en Francia, y a Francia en el mismo momento que regresaba a Edimburgo. Por lo visto, el correo real nunca le daba caza, y ahora yo no quería que Charlie averiguara lo que yo había estado haciendo hasta que tuviera la oportunidad de observar su reacción con mis propios ojos.

Jacob Cohen me había prometido que enviaría a Charlie a Chelsea en cuanto apareciera por Whitechapel Road. Nunca sería demasiado pronto para mí.

Recogí mis libros y los metí en mi viejo cartapacio escolar, el que mi padre («Tata») me había regalado cuando gané la beca para St. Paul's. Las letras R. S. que con tanto orgullo había estampado delante iban desapareciendo, y la cinta de cuero estaba muy desgastada, así que últimamente llevaba el cartapacio bajo el brazo. Tata jamás habría considerado la idea de regalarme uno nuevo mientras todavía le quedara un día de vida al viejo.

Tata había sido muy severo conmigo de niña, incluso me azotó en un par de ocasiones. Una por robar panecillos de la tienda a sus espaldas (no le importaba cuántos cogiera con tal de que se lo pidiera), y otra por decir «Maldita sea» cuando me corté el dedo mientras pelaba una manzana. Aunque no fui educada en la religión judía, me transmitió todos los tópicos derivados de su educación, y no toleraba lo que solía describir como mi «comportamiento inaceptable».