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Pasaron muchos años antes de que me enterase de los sacrificios que había hecho Tata una vez propuso matrimonio a mi madre, una católica. La adoraba y nunca se quejó en mi presencia de que siempre tenía que ir solo a los servicios religiosos. «Matrimonio mixto» parece una expresión muy pasada de moda en nuestros días, pero a principios de siglo debió suponer para ambos un gran sacrificio.

Me gustó St. Paul's desde el primer día que entré por sus puertas, porque, imagino que por primera vez, nadie me regañó por trabajar demasiado. Lo único que no me gustaba era que me llamaran «Porky», y fue una chica de la clase siguiente a la mía, Daphne Harcourt-Browne, quien me explicó posteriormente su doble sentido. [8] Daphne era una rubia de pelo rizado conocida como «Poshy», [9] y aunque no éramos muy amigas, nuestra predilección por los bollos de crema nos acercó, sobre todo cuando descubrió que yo poseía una fuente inagotable de suministros. A Daphne no le habría importado pagar por ellos, pero yo no se lo permitía, pues quería que mis compañeros de clase pensaran que éramos amigas. Incluso me invitó a su casa de Chelsea en una ocasión, pero yo no acepté, para no tener que correspondería con otra invitación a mi casa de Whitechapel.

Fue Daphne quien me regaló mi primer libro de arte, Los tesoros de Italia, a cambio de varios dulces de malvavisco, y aquel mismo día descubrí que había encontrado el tema al que consagraría mis estudios durante el resto de mi vida. Jamás descubrí por qué habían arrancado una de las páginas centrales del libro.

Daphne provenía de una de las mejores familias de Londres, lo que yo consideraba la clase alta, y cuando dejé St. Paul's di por sentado que nunca más nos volveríamos a ver. Al fin y al cabo, Lowndes Square no era mi ambiente natural, pero tampoco el East End, lleno de gente como los Trumper.

Y en lo referente a los Trumper, estaba completamente de acuerdo con la opinión de mi padre. Mary Trumper, sin duda alguna, debió ser una santa. George Trumper se comportaba de una forma impresentable, al contrario que su padre, al que Tata solía describir como un mensch. [10] El joven Charlie, que en mi opinión nunca hacía una a derechas, tenía lo que Tata llamaba «futuro». La magia se ha saltado una generación, explicaba.

– El chico no es malo para ser un gentil -solía decir-. Un día poseerá su propia tienda, y hasta es posible que más de una, créeme.

Yo no me tomaba estas observaciones demasiado en serio, hasta que la muerte de mi padre me dejó sin nadie más a quien acudir.

Tata se quejaba a menudo de que no podía dejar solos a sus dos ayudantes en la tienda más de una hora sin que las cosas se torcieran.

– No hay manera -se lamentaba de los que eran incapaces de asumir una responsabilidad-. No quiero ni pensar en lo que ocurriría en la tienda si me tomo un día de descanso.

Mientras el rabino Glikstein leía en voz alta los últimos párrafos de su levoyah, aquellas palabras resonaron en mis oídos. Mi madre seguía inconsciente en el hospital, y nadie era capaz de decirme cuándo se recuperaría por completo. Entretanto, sólo podía irme a vivir con mi renuente tía Harriet, a la que sólo conocía de reuniones familiares. Resultó que vivía en un lugar llamado Romford, y como se había comprometido a llevarme allí al día siguiente al funeral, sólo me quedaron unas pocas horas para tomar una decisión. Intenté adivinar lo que mi padre habría hecho en circunstancias semejantes, y llegué a la conclusión de que él habría dado lo que solía calificar de «un paso decidido».

Cuando me levanté a la mañana siguiente ya había resuelto que vendería la panadería al mejor postor…, a menos que Charlie Trumper deseara asumir la responsabilidad en persona. Al mirar atrás, recuerdo que tenía mis dudas sobre la capacidad de Charlie para tomar las riendas, pero la buena opinión que Tata tenía de él las disipó.

Durante las clases de aquella mañana preparé mi plan de acción. En cuanto terminaron cogí el tren de Hammersmith a Whitechapel, y continué a pie hasta la casa de Charlie.

Al llegar al número 112 llamé a la puerta con la palma de la mano y esperé. Recuerdo mi sorpresa al ver que los Trumper no tenían aldaba. Una de sus espantosas hermanas acudió a mi llamada, pero yo no estaba muy segura de cuál era. Le dije que necesitaba hablar con Charlie, y no me sorprendió que me dejara plantada en la puerta mientras desaparecía en el interior de la casa. Regresó al cabo de unos minutos y me guió algo a regañadientes hacia la sala.

Al marcharme veinte minutos después tuve la sensación de haber aceptado el peor de los acuerdos, pero acudió a mi mente otra frase hecha de mi padre: «Quien pierde, paga».

La noche siguiente me apunté a un curso de contabilidad como «asignatura opcional». Las clases eran nocturnas, y empezaban después de que yo terminara mis deberes del día. Al principio encontré el tema aburrido, pero a medida que pasaban las semanas me fascinó la manera en que las implicaciones financieras de cualquier transacción podían ser tan beneficiosas para nuestro humilde negocio. No tenía ni idea de cuánto dinero podía ahorrarse sabiendo la forma de presentar recursos contra los impuestos. La sospecha de que Charlie jamás había pagado un impuesto se convirtió en mi única preocupación al respecto.

Empecé a disfrutar con mis visitas semanales a Whitechapel, donde hallaba la oportunidad de exhibir mis recién estrenadas habilidades. A pesar de que mi decisión de romper la sociedad con Charlie en cuanto me ofrecieran una plaza en la universidad permanecía inalterable, seguía creyendo que la energía y el empuje de Charlie, combinados con mi apuesta sobre su «futuro», habrían impresionado a mi padre y al abuelo de Charlie.

A medida que se acercaba el momento de concentrarme en mi matriculación, decidí ofrecer a Charlie la oportunidad de comprar mi parte de la sociedad e incluso llegué a un acuerdo con un contable competente para reemplazarme, con el fin de que pudieran tener al día la contabilidad. Entonces, una vez más, aquellos alemanes arruinaron mis planes mejor trazados.

Esta vez mataron al padre de Charlie, una equivocación absurda, pues sólo provocó que el muy idiota se alistara para luchar contra ellos. No se molestó en consultar a nadie, para variar. Se fue sin vacilar a Great Scotland Yard, vestido con aquel horroroso traje cruzado, la estúpida gorra plana y la chabacana corbata verde, cargando sobre los hombros todas las preocupaciones del Imperio y dejándome la faena de recoger los fragmentos. No es de extrañar que perdiera tanto peso durante el año siguiente. Mi madre lo consideró una pequeña compensación por haberme asociado con gente como Charlie Trumper.

Para empeorar las cosas me ofrecieron una plaza en la universidad de Londres pocos días después de que Charlie subiera al tren de Edimburgo.

Charlie sólo me había dejado dos elecciones: intentar hacerme cargo de la panadería y renunciar a licenciarme, o venderla al mejor postor. Me dejó una nota diciéndome que la vendiera si era preciso, de modo que la vendí, pero a pesar de las muchas horas que pasé pateándome el East End sólo encontré un partido interesante: el señor Cohen, que había dirigido su negocio de sastrería desde el piso situado sobre la tienda de mi padre, y que ahora deseaba extenderlo. Me hizo una oferta justa, dadas las circunstancias, y todavía conseguí dos libras más por el enorme carretón de Charlie, que me compró un vendedor ambulante. Pero, por más que me esforcé, no encontré un comprador para la espantosa reliquia del abuelo Charlie.

Deposité de inmediato todo el dinero que había reunido en la Bow Building Society, con sede en Cheapside 102, por un período de un año y a un interés del cuatro por ciento. No tenía intención de tocarlo hasta que Charlie Trumper volviera al East End, pero unos cinco meses después Kitty Trumper vino a visitarme a Romford. Estalló en lágrimas y me dijo que habían matado a Charlie en el frente occidental. Añadió que ignoraba lo que iba a ser de su familia ahora que Charlie ya no estaba. Le expliqué al instante mi acuerdo con Charlie, y logré que una sonrisa iluminara su rostro. Accedió a acompañarme a la sede de la sociedad al día siguiente para que pudiéramos retirar la parte del dinero correspondiente a Charlie.

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[8] La expresión hace referencia a su gordura, pero también al hecho de que su padre es judío y no puede comer carne de cerdo (pork). (N. del T.)

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[9] Pija. (N. del T.)

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[10] En yiddish, persona admirable. (N. del T.)