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Era mi intención respetar los deseos de Charlie y velar por la distribución a partes iguales entre sus tres hermanas. Sin embargo, el subdirector de la sociedad me indicó con la mayor cortesía posible que yo no podía sacar ni un penique del depósito hasta que hubiera pasado un año. Incluso sacó el documento que yo había firmado a tal efecto, dirigiendo mi atención hacia la cláusula pertinente que hacía hincapié en el punto. Kitty se levantó en el acto, soltó un torrente de obscenidades que enrojecieron al director del banco y salió hecha una furia.

Tenía motivos sobrados para estar agradecida a aquella cláusula. Habría dividido el sesenta por ciento de Charlie entre Sal, Grace y la horrible Kitty, que había mentido descaradamente sobre la muerte de Charlie. Sólo comprendí la verdad cuando Grace me escribió desde el frente en junio para informarme de que Charlie regresaba a casa después de la segunda batalla del Marne. Juré en el acto entregarle su parte de dinero en cuanto pisara Inglaterra. Quería sacarme de encima a aquellos Trumper y a sus perturbadores problemas de una vez por todas.

Ojalá Tata hubiera vivido lo bastante para verme ingresar en el colegio Bedford. Su hija en la universidad de Londres. Whitechapel se habría hartado de escuchar la historia. Pero un zepelín alemán puso fin a eso y dejó tullida a mi madre, por añadidura. Aun así, mi madre estaba muy contenta de poder decirle a sus amigas que yo había sido una de las primeras mujeres del East End en matricularme en la universidad.

Después de escribir la carta en que aceptaba entrar en Bedford, empecé a buscar un alojamiento más próximo a la universidad; estaba decidida a conseguir cierta independencia. Mi madre, cuyo corazón no se había recobrado de la pérdida de Tata, se retiró a los suburbios para vivir con tía Harriet en Romford. No podía comprender por qué yo necesitaba vivir en Londres, pero insistía en que las autoridades universitarias tenían que dar su aprobación a cualquier alojamiento en que me instalara. Puntualizaba que sólo podía compartir la vivienda con alguien que ella considerase «aceptable». Mamá nunca paraba de decirme que le importaban un bledo las costumbres relajadas que se habían puesto tan de moda desde el estallido de la guerra.

Aunque yo seguía en contacto con varias amigas de St. Paul's, sabía que sólo una podía tener habitaciones de sobra en Londres, y sospechaba que bien podía ser mi única esperanza de no tener que pasar el resto de mi vida en el tren que comunicaba Romford con Regent's Park. Escribí a Daphne Harcourt-Browne al día siguiente.

Me invitó a tomar el té a su pequeño piso de Chelsea y me sorprendió comprobar que había perdido casi tanto peso como yo. Daphne no sólo me recibió con los brazos abiertos, sino que, ante mi estupor, expresó su alegría por el hecho de que yo iba a ocupar una de sus habitaciones vacantes. Insistí en que le pagaría un alquiler de cinco chelines a la semana y también le pregunté, algo vacilante, si se sentía con ánimos de ir a tomar el té con mi madre en Romford. A Daphne pareció divertirle la idea y viajó a Essex conmigo el martes de la siguiente semana.

Mi madre y mi tía apenas pronunciaron una palabra en toda la tarde. Un monólogo centrado en bailes de cazadores, cazas con jaurías, polo y la vergonzosa pérdida de modales de algunos oficiales pertenecientes a la Guardia Montada no eran temas sobre los que les hubieran pedido a menudo una opinión concreta. Cuando tía Harriet sirvió la segunda ronda de panecillos, no me extrañó ver que mi madre inclinaba la cabeza en señal de aprobación.

De hecho, el único momento embarazoso de la tarde se produjo cuando Daphne llevó la bandeja a la cocina (yo sospeché que nunca había hecho algo por el estilo) y manchó mi informe escolar final, clavado con alfileres en la puerta de la despensa. Mi madre sonrió y agravó mi humillación al leer su contenido en voz alta: «La señorita Salmon despliega una capacidad inusitada para trabajar sin tregua, virtud que, combinada con una mente inquisitiva e intuitiva, le augura un brillante porvenir en el colegio Bedford. Firmado, señorita Potter, directora».

– Mamá no se molestó en exhibir mi informe final -se limitó a comentar Daphne.

Al poco tiempo de trasladarme a Chelsea Terrace, nos acomodamos a una rutina invariable. Daphne revoloteaba de fiesta en fiesta, mientras yo iba de aula en aula a una velocidad aún superior; nuestros caminos se cruzaban muy raras veces.

A pesar de mis temores, Daphne resultó una maravillosa compañera de piso. Si bien demostraba poco interés por mi vida académica (dedicaba todas sus energías a la caza de zorros y oficiales de la Guardia Montada), siempre manifestaba un gran sentido común sobre todos los temas habidos y por haber, por no mencionar su constante contacto con una ristra de jóvenes apetecibles que parecían llegar en un tren interminable a la puerta de Chelsea Terrace, 97.

Daphne los trataba a todos con idéntico desdén, y me confió que su verdadero amor se hallaba todavía en el frente occidental, aunque jamás mencionó su nombre en mi presencia.

Cuando encontraba un momento de respiro que me apartara de mis libros, siempre se las arreglaba para procurarme algún joven oficial de permiso que me acompañara a un concierto, a una obra de teatro, o incluso al baile del regimiento. Si bien no demostraba ningún interés por mis actividades universitarias, solía hacerme preguntas sobre el East End, y le fascinaban mis historias sobre Charlie Trumper y su carretón.

Podría haber seguido así indefinidamente de no ser por un ejemplar del Kensington News, un periódico que trajo Daphne para informarse sobre el programa que echaban en el cine de la vecindad.

Mientras pasaba las páginas, un viernes por la noche, un anuncio me llamó la atención. Lo releí palabra por palabra para asegurarme de que la tienda se hallaba exactamente donde yo pensaba. Doblé el periódico y salí a la calle para comprobarlo por mí misma. Bajé por Chelsea Terrace, en busca del letrero situado en el escaparate del verdulero del barrio. Debía haber pasado montones de veces por delante sin darme cuenta.

«Se vende. Razón, John D. Wood, 6 Mount Street, Londres W l.»

Recordé que Charlie siempre había deseado saber la diferencia entre los precios de Chelsea y los de Whitechapel, así que decidí averiguarlo por él.

Al día siguiente, tras haber interrogado hábilmente a nuestro agente periodístico (el señor Bales siempre parecía estar al corriente de lo que ocurría en nuestra avenida, y le complacía en extremo compartir sus conocimientos con cualquiera que deseara pasar un rato en su compañía), me presenté en las oficinas de John Wood, en Mount Street. Pasé un rato esperando de pie ante el mostrador, pero uno de los cuatro empleados acudió por fin en mi busca, se presentó como señor Palmer y preguntó en qué podía ayudarme.

Después de examinar con minuciosidad al joven me pregunté en qué podría ayudar a quien fuera. Debía tener unos diecisiete años, y era tan pálido y delgado que una ráfaga de viento le habría barrido al instante.

– Desearía informarme sobre el 147 de Chelsea Terrace -dije.

Consiguió aparentar sorpresa y desconcierto al mismo tiempo.

– ¿El 147 de Chelsea Terrace?

– El 147 de Chelsea Terrace.

– Le ruego que me disculpe un momento, señora -dijo, y se dirigió a un fichero, encogiéndose de hombros exageradamente cuando pasó junto a uno de sus compañeros.