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Vi que revisaba varios papeles antes de volver al mostrador con una sola hoja. No hizo el menor intento de invitarme a entrar u ofrecerme una silla. Estudió la hoja sobre el mostrador.

– Una verdulería -dijo.

– Sí.

– La fachada de la tienda -siguió el joven, con voz cansada- mide seis metros y medio. La tienda en sí abarca un poco menos de trescientos metros cuadrados, incluyendo un pequeño piso que da al parque, en la segunda planta.

– ¿Qué parque? -pregunté, asaltada por la duda de que no estuviéramos hablando de la misma propiedad.

– Princess Gardens, señora.

– Es un pedazo de hierba de escasa extensión -le informé, convencida de que el señor Palmer no había visitado Chelsea Terrace en toda su vida.

– El establecimiento pasaría a ser de su entera propiedad al cabo de treinta días de haber firmado el contrato -continuó el empleado, sin responder a mi comentario. Al menos, dejó de apoyarse en el mostrador.

– ¿Qué precio confía en lograr el propietario? -pregunté.

Cada vez me molestaba más el trato condescendiente del empleado.

– Nuestro cliente, una tal señora Chapman… -siguió el joven.

– Esposa del muy honorable Chapman, capitán del HMS Boxer -le informé-, muerto en acción de guerra el 8 de febrero de 1918. Dejó una hija de siete años y un hijo de cinco. -El señor Palmer tuvo la delicadeza de palidecer-. También sé que la señora Chapman padece artritis y le resulta casi imposible subir la escalera que conduce al piso -añadí.

– Sí -balbuceó el joven, muy perplejo-. Bien, sí.

– ¿En cuánto valora, pues, la señora Chapman su propiedad? -repetí.

A estas alturas, los tres colegas del señor Palmer habían interrumpido sus ocupaciones para seguir nuestra conversación.

– Pide ciento cincuenta guineas por ceder los derechos de propiedad -declaró el empleado, con los ojos fijos en la última línea del documento.

– Ciento cincuenta guineas -exclamé con burlona incredulidad, sin tener idea del valor real de la propiedad-. Esa mujer debe vivir en las nubes. ¿Se habrá olvidado de que estamos en guerra? Ofrézcale cien, señor Palmer, y no vuelva a molestarme si pide un penique más.

– ¿Guineas? -preguntó el joven, esperanzado.

– Libras -repliqué, mientras escribía mi nombre y dirección en el reverso de su tarjeta y la dejaba sobre el mostrador.

El señor Palmer parecía incapaz de articular una palabra, aunque recuerdo que su boca continuaba abierta cuando me volví para salir de la oficina.

Regresé a Chelsea, sabiendo a ciencia cierta que no tenía la menor intención de poseer una propiedad en la avenida. En cualquier caso, tampoco contaba con cien libras, ni con nada por el estilo. Me quedaban cuarenta libras en el banco, y las perspectivas de aumentar el caudal eran remotas, pero me había irritado la actitud de aquel idiota. En fin, concluí, tampoco era de temer que la señora Chapman aceptara una oferta tan insultante.

La señora Chapman aceptó mi oferta a la mañana siguiente. Dichosamente ignorante de que no estaba obligada a firmar ningún contrato, hice un depósito de diez libras aquella misma tarde. El señor Palmer me explicó que no me devolverían el dinero si no entregaba la cantidad completa antes de treinta días.

– No habrá ningún problema -me jacté, aunque no conseguía imaginar de dónde sacaría el dinero.

Durante los siguientes veintisiete días visité a todos mis conocidos, desde la Bow Building Society a tías lejanas, incluso a compañeros de estudios, pero nadie demostró el menor interés por respaldar con sesenta libras a una joven sin graduar, a fin de que pudiera comprar una tienda de frutas y verduras.

– Pero si es una inversión fantástica -intentaba explicar a todo aquel que quería escucharme-, Y aún más, Charlie Trumper entra en el trato. Es el hombre más entendido en frutas y verduras que ha visto el East End.

Al cabo de la primera semana llegué de mala gana a la conclusión de que a Charlie Trumper no le iba a gustar que hubiera sacrificado diez libras de nuestro dinero -seis de él y cuatro mías- sólo para satisfacer mi vanidad femenina. Decidí que yo cargaría con la pérdida de las seis libras antes que admitir ante él la estupidez que había cometido.

– Pero ¿por qué no consultaste con tu madre o tu tía antes de tomar una decisión tan drástica? -inquirió Daphne el vigésimo sexto día-. Al fin y al cabo, las dos me parecieron muy sensatas.

– ¿Y morir por culpa de mi problema? No, gracias -le respondí secamente-. En cualquier caso, no estoy segura de que tengan sesenta libras entre las dos, y aunque las tuvieran no creo que quisieran invertir ni un penique en Charlie Trumper.

Al finalizar el mes me arrastré de vuelta a John D. Wood para explicar que no pagaría las noventa libras y que podían poner en venta otra vez el local. Me aterraba la sonrisa equivalente a «lo sabía» que aparecería en el rostro del señor Palmer cuando se enterase de la noticia.

– Pero si su representante completó la transacción ayer -me aseguró el señor Palmer.

De su expresión deduje que jamás conseguiría comprender mis motivaciones.

– ¿Mi representante? -pregunté.

El empleado consultó el fichero.

– Sí, una señorita llamada Daphne Harcourt-Browne, de…

– Pero ¿por qué?

– Creo que no soy la persona más apropiada para responder a esa pregunta -declaró el señor Palmer-, pues jamás había visto a esa dama antes de ayer.

– Es muy sencillo -respondió Daphne cuando le planteé la cuestión por la noche-. Si Charlie Trumper es la mitad de bueno de lo que afirmas, habré hecho una inversión muy inteligente.

– ¿Inversión?

– Sí. Exijo que mi capital, más el cuatro por ciento de interés, me sea devuelto dentro de tres años.

– ¿El cuatro por ciento?

– Correcto. Después de todo, es la misma cantidad que recibo de mi empréstito de guerra. Por otra parte, exigiré el diez por ciento de las ganancias a partir del cuarto año, en el caso de que no logres devolverme mi capital más el interés.

– Pero es posible que no haya ganancias.

– En cuyo caso me apoderaré automáticamente del sesenta por ciento de los bienes. Entonces, Charlie será el propietario del veinticuatro por ciento y tú del dieciséis. Todo lo que necesitas saber está en este documento. -Me tendió varias páginas de apretada escritura. La última llevaba un siete en la parte superior-. Sólo se precisa ya tu firma al pie de la página.

Leí los papeles lentamente mientras Daphne se servía un jerez. Ella o sus consejeros parecían haber pensado en todas las eventualidades.

– Sólo existe una diferencia entre tú y Charlie -dije, estampando mi firma entre dos cruces trazadas a lápiz.

– ¿Y cuál es?

– Tú naciste en una cama imperial.

Como era incapaz de encargarme de la tienda y continuar mi trabajo en la universidad al mismo tiempo, no tardé en llegar a la conclusión de que debería contratar a un director interino. Dado que las tres chicas empleadas ya en la tienda se limitaban a emitir risitas tontas cuando les daba instrucciones, la necesidad se hizo más acuciante.

El sábado siguiente me dediqué a pasear por Chelsea, Fulham y Kensington, mirando a través de los escaparates cómo trabajaban los empleados, con la esperanza de encontrar la persona idónea para dirigir la tienda de Trumper.

Me decanté finalmente por un joven que trabajaba en una frutería de Kensington, y esperé a que terminara su jornada laboral. Le seguí cuando se dirigió a casa.

El joven rubio caminaba hacia la parada de autobús más cercana cuando conseguí darle alcance.

– Buenas noches, señor Makins -dije.

– Hola.

Pareció asombrado y sorprendido al descubrir que aquella extraña joven conocía su nombre. Continuó andando.