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– Tengo una verdulería en Chelsea Terrace -dije, adaptándome al ritmo de sus zancadas. Se mostró aún más sorprendido, pero no dijo nada y apresuró el paso-. Estoy buscando un nuevo director.

Esta información provocó que Makins andara más despacio y me mirara con cierta cautela.

– La tienda de Chapman -dijo-. ¿Fue usted quien compró la tienda de Chapman?

– Ahora es la tienda de Trumper, y le ofrezco el puesto de director por una libra a la semana más su sueldo actual.

Fueron necesarios varios kilómetros en autobús y un montón de preguntas respondidas frente a la puerta de su casa antes de que me invitara a entrar para conocer a su madre. Bob Makins entró a trabajar como director de nuestra tienda dos semanas después.

A pesar de este éxito inicial, descubrí al cabo de tres meses, decepcionada, que la tienda había sufrido pérdidas por valor de tres libras y no podía devolverle ni un penique a Daphne.

– No te desanimes -me dijo-. Si continúas adelante, aún te queda la posibilidad de que no se aplique la cláusula de penalización, sobre todo si el señor Trumper demuestra, cuando llegue, que es la mitad de bueno de lo que afirmas.

Durante los últimos seis meses había logrado información fidedigna sobre el paradero del escurridizo Charlie, gracias a la ayuda de un joven oficial que Daphne me había presentado. Siempre parecía saber con total exactitud dónde se hallaba el sargento Charles Trumper, en cualquier momento del día o de la noche. Sin embargo, yo me aferraba a la idea de que la tienda debía funcionar y rendir beneficios mucho antes de que Charlie volviera.

A principios de año me enteré, desolada, de que mi errante socio iba a ser desmovilizado el 20 de febrero de 1919. Para colmo, tuvimos que reemplazar a dos de las tres muchachas risueñas, que habían caído víctimas de la epidemia de gripe, y despedir a la tercera por incompetente.

Recordé todas las lecciones que Tata me había dado de niña. Si la cola es larga has de servir a los clientes con rapidez, pero con parsimonia si es corta; de esta forma, la tienda nunca está vacía. A la gente no le gusta entrar en tiendas vacías, explicaba; se sienten inseguros.

– El toldo debe llevar la inscripción -decía-. «Dan Salmon. Pan recién salido del horno. Fundado en 1879.» Repite el nombre y la fecha siempre que puedas; al tipo de gente que vive en el East End le gusta saber que llevas tiempo en el negocio. Colas e historia: los ingleses siempre han apreciado el valor de ambas.

Traté de continuar con esta filosofía, pues sospechaba que Chelsea no era muy diferente del East End, pero el letrero azul rezaba, en nuestro caso, «Charlie Trumper, el comerciante honrado. Fundado en 1823». Acaricié durante varios días la idea de llamar a la tienda «Trumper & Salmon», pero temí que eso me encadenara para toda la vida a él.

Una de las mayores diferencias que descubrí entre el East y el West End era que en Whitechapel se apuntaba el nombre de los morosos en una pizarra, mientras que en Chelsea abrían una cuenta. Para mi sorpresa, las deudas importantes eran más habituales en Chelsea que en Whitechapel. Al mes siguiente no pude devolverle ni una libra a Daphne. Deseaba con todas mis fuerzas que Charlie regresara.

Comí con dos amigas de mi curso en el comedor del colegio el día señalado para su vuelta. Mordisqueé una manzana y jugué con un trozo de queso mientras intentaba concentrarme en sus opiniones sobre Karl Marx. Tras engullir mi parte de una pinta de leche en polvo cogí los libros y me dirigí a la sala de conferencias. A pesar de que me interesaba el tema, me sentí aliviada cuando el profesor recogió y ordenó sus papeles minutos antes de la hora.

El trayecto en tranvía a Chelsea me resultó eterno, pero por fin se detuvo en la esquina de Chelsea Terrace.

Siempre me gustaba recorrer a pie toda la calle y ver cómo les iba a las demás tiendas. Pasaba en primer lugar frente a la tienda de antigüedades en la que residía el señor Rutherford. Solía levantarse el sombrero cuando me veía, y después le tocaba el turno a la tienda de prendas femeninas, en el número 133; cuando veía los vestidos exhibidos en el escaparate, pensaba que nunca me los podría permitir. A continuación venía la carnicería de Kendrick, donde Daphne había abierto una cuenta, y unas puertas más allá el restaurante italiano, con sus mesas vacías, cubiertas con manteles de tela. Sabía que el propietario debía realizar un enorme esfuerzo para ganarse la vida, porque ya no podíamos concederle ningún crédito. Por fin, llegaba a la librería donde residía el querido señor Sneddles. Aunque no había vendido un libro en semanas, se sentaba alegremente ante el mostrador, embebido en su amado William Blake, hasta que llegaba la hora de darle la vuelta al letrero que rezaba «Abierto». Sonreí al pasar, pero no me vio.

Según mis cálculos, si el tren de Charlie había llegado por la mañana con puntualidad a King's Cross, ya estaría en Chelsea en estos momentos, aunque hubiera tenido que recorrer el camino a pie.

Vacilé un instante al aproximarme a la tienda, y luego entré resueltamente. Para mi consternación, no vi a Charlie por ningún sitio. Le pregunté de inmediato a Bob si había venido alguien preguntando por mí.

– Nadie, señorita Becky -confirmó Bob -, No se preocupe, todos sabemos lo que hemos de hacer si el señor Trumper aparece.

Sus dos nuevas ayudantes, Patsy y Gladys, cabecearon en señal de asentimiento.

Consulté mi reloj. Pasaban unos minutos de las cinco. Empecé a dar por sentado que si Charlie no se había presentado ya, tendría que esperar al día siguiente. Le dije a Bob que podía comenzar a ordenar el local. Cuando dieron las seis en el reloj situado sobre la puerta, le pedí que bajara la persiana y cerrara la puerta con llave, mientras yo repasaba las ganancias del día.

– Qué extraño -dijo Bob, cuando volvió a mi lado con las llaves de la tienda en la mano.

– ¿El qué?

– Aquel hombre. Lleva sentado en el banco una hora, y no le ha quitado el ojo a la tienda en todo el rato. Espero que ese tipo no tenga malas intenciones.

Miré al otro lado de la calle. Charlie estaba sentado, con los brazos cruzados y la vista clavada en mí. Cuando nuestros ojos se encontraron descruzó los brazos, se levantó y caminó lentamente en mi dirección.

Ninguno de los dos habló durante un rato.

– ¿Qué ha sido de «Posh Porky»? -dijo por fin.

Capítulo 7

– ¿Cómo está usted, señor Trumper? Es un placer conocerle -dijo Bob Makins, frotándose la palma de la mano en el delantal verde antes de estrechar la mano extendida de su nuevo patrón.

Gladys y Patsy avanzaron y dedicaron a Charlie una breve reverencia, que hizo sonreír a Becky.

– Pueden ahorrarse estas cosas -dijo Charlie-, Soy de Whitechapel, así que reserven las reverencias y demás zarandajas para los clientes.

– Sí, señor -respondieron las chicas al unísono. Charlie se quedó sin habla.

– Bob, ¿quieres subir las cosas del señor Trumper a su habitación? -pidió Becky-. Entretanto, le enseñaré la tienda.

– Por supuesto, señorita -dijo Bob, mirando el paquete envuelto en papel marrón y la caja de cartón que Charlie había dejado en el suelo, a su lado-, ¿Eso es todo, señor Trumper? -preguntó, incrédulo.

Charlie asintió con la cabeza.

Examinó a las dos ayudantes, ataviadas con sus elegantes blusas blancas y delantales verdes. Ambas se hallaban de pie detrás del mostrador, con el aspecto de no saber qué hacer a continuación.

– Podéis marcharos las dos -dijo Becky-, pero acordaos de madrugar. El señor Trumper es muy quisquilloso en lo referente a la puntualidad.

Las dos muchachas recogieron sus cosas y se marcharon. Charlie se sentó en un taburete próximo a una caja de ciruelas.

– Ahora que ya estamos solos -dijo-, explícame todo lo ocurrido.

– Bueno -contestó Becky-, todo empezó por culpa de mi estúpido orgullo, pero…