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Mucho antes de que terminara el relato de sus peripecias, Charlie la interrumpió.

– Eres una maravilla, Becky Salmon, una auténtica maravilla.

Continuó relatándole a Charlie todo lo sucedido durante el año anterior, y el rostro del joven sólo se ensombreció cuando conoció los detalles de la inversión efectuada por Daphne.

– ¿Así que sólo tengo unos dos años y nueve meses para devolver las sesenta libras más los intereses?

– Sí -reconoció Becky.

– Rebecca Salmon, repito que eres una maravilla. Si no soy capaz de conseguir algo tan sencillo, significará que no soy digno de ser llamado tu socio.

Una sonrisa de alivio cruzó el rostro de Becky.

– ¿También tú vives aquí? -preguntó Charlie, mirando la escalera.

– Desde luego que no. Comparto un piso con una vieja amiga del colegio, Daphne Harcourt-Browne. Vivimos en el noventa y siete de esta misma calle.

– ¿La chica que aportó el dinero? -preguntó Charlie.

Becky asintió con la cabeza.

– Debe de ser una buena amiga -comentó Charlie.

Bob reapareció en lo alto de la escalera.

– He puesto las cosas del señor Trumper en el dormitorio y echado un vistazo al piso. Creo que todo está en orden.

– Gracias, Bob -dijo Becky-, Como ya no queda nada más por hacer, hasta mañana.

– ¿Vendrá el señor Trumper al mercado, señorita?

– Lo dudo, de modo que encárgate tú del pedido para mañana. Estoy segura de que el señor Trumper te acompañará dentro de pocos días.

– ¿Covent Garden? -preguntó Charlie.

– Sí, señor -contestó Bob.

– Bien, si no lo han cambiado de sitio nos encontraremos allí a las cuatro y media de la mañana.

Becky vio que Bob palidecía.

– No creo que el señor Trumper espere que vayas cada día al mercado a las cuatro y media -rió Becky-, Sólo hasta que haya recuperado el pulso de la situación. Buenas noches, Bob.

– Buenas noches, señorita. Buenas noches, señor -se despidió Bob, marchándose con aspecto de perplejidad.

– ¿Qué son todas estas tonterías de «señor» y «señorita»? -preguntó Charlie-. Sólo soy un año mayor que Bob.

– También lo eran muchos oficiales del frente occidental a los que llamabas «señor».

– Pues por eso. Yo no soy oficial.

– No, pero eres el jefe. Además, ya no vives en Whitechapel, Charlie. Ven, te enseñaré tus aposentos.

– ¿Aposentos? No he tenido «aposentos» en mi vida. En los últimos tiempos, sólo trincheras y tiendas de campaña.

– Bien, pues ahora los tienes. -Becky guió a su socio escalera arriba hasta llegar al primer piso y empezó a enseñarle el piso-. La cocina. Pequeño, pero suficiente para cubrir tus necesidades. Por cierto, me he encargado de que haya bastantes cuchillos, tenedores y platos para tres personas, y le he dicho a Gladys que también es responsabilidad suya mantener el piso limpio y ordenado. La sala de estar -anunció, abriendo una puerta-, suponiendo que alguien tenga la cara dura de describir como sala de estar algo tan minúsculo.

Charlie vio un sofá y tres sillas, todo nuevo.

– ¿Y mis viejos muebles?

– La mayoría se quemaron el día del Armisticio -confesó Becky-, pero conseguí obtener un penique por la silla de crin y la cama.

– ¿Y el carretón de mi abuelo? ¿También lo quemaste?

– Por supuesto que no. Intenté venderlo, pero nadie me ofreció más de cinco chelines, de manera que Bob lo utiliza cada mañana para recoger los productos del mercado.

– Bien -dijo Charlie, tranquilizado.

Becky se volvió y avanzó hacia el cuarto de baño.

– Lamento la mancha que hay debajo del grifo de agua fría. A pesar de que hicimos todo cuanto pudimos por borrarla, no encontramos ningún producto lo bastante fuerte. Debo advertirte de que el retrete falla a veces.

– Nunca había tenido un váter dentro de casa -dijo Charlie-, Muy pijo.

Becky entró en el dormitorio.

Charlie intentó abarcarlo todo de una sola mirada. Sus ojos se clavaron en la fotografía en color que había colgado sobre su cama ile Whitechapel Road, y que había pertenecido a su madre. Le resultó vagamente familiar. Desvió la vista hacia una cómoda, dos sillas y una cama que jamás había visto. Deseaba desesperadamente demostrar a Becky cuánto apreciaba todo lo que había hecho, pero se quedó moviendo los pies de un lado a otro en una esquina de la cama.

– Otro lujo -comentó Charlie.

– ¿Otro lujo?

– Sí, las cortinas. ¿Sabes que mi viejo no las permitía? Solía decir…

– Sí, me acuerdo. Por su culpa te quedas dormido por las mañanas, lo cual impide que hagas tu trabajo como es debido.

– Bueno, algo por el estilo, aunque dudo que mi viejo conociera el significado de la palabra «impedir» -dijo Charlie, empezando a vaciar la caja de cartón de Tommy.

Los ojos de Becky se fijaron en el grabado de la Virgen María con el Niño cuando Charlie colocó el pequeño cuadro sobre la cama. Cogió el óleo y lo examinó con detenimiento.

– ¿Dónde compraste esto, Charlie? Es magnífica.

– Un amigo que murió en el frente me lo legó -respondió con franqueza.

– Tu amigo tenía gusto. -Becky continuaba sujetando la pintura-, ¿Sabes quién lo pintó?

– Ni idea. -Charlie miró el grabado en color de su madre que Becky había colgado en la pared-. Caramba, es exactamente el mismo cuadro.

– Casi -dijo Becky, examinando la fotografía que colgaba sobre la cama -. La de tu madre es una fotografía de una obra maestra de Bronzino, mientras que la de tu amigo es una pintura, y se parece tanto porque es una copia muy buena del original. -La joven consultó su reloj -. Debo irme -dijo con brusquedad-. He prometido que estaría en el Queen's Hall a las ocho. Mozart.

– Mozart. ¿Le conozco?

– Concertaré una cita para que os conozcáis dentro de poco.

– ¿Quiere eso decir que no vas a prepararme mi primera cena? Todavía tengo un montón de preguntas que debes contestarme, cosas que quiero averiguar. Para empezar…

– Lo siento, Charlie. No quiero llegar tarde. Hasta mañana…, y prometo que responderé a todas tus preguntas.

– ¿Antes que cualquier otra cosa?

– Sí, pero sin guiarnos por tus horarios -rió Becky-, Yo diría que a eso de las ocho.

– ¿Te gusta ese tal Mozart? -preguntó Charlie.

Becky notó que los ojos del joven la observaban con más atención.

– Bueno, para ser sincera no sé gran cosa sobre él, pero a Guy le gusta.

– ¿Guy?

– Sí, Guy. Es el chico que me lleva al concierto, y como le conozco desde hace poco tiempo no quiero llegar tarde. Mañana te contaré más cosas sobre los dos. Adiós, Charlie.

De regreso al piso de Daphne, Becky se sintió un poco culpable por abandonar a Charlie la primera noche que volvía a casa, y pensó que tal vez se había comportado con cierto egoísmo al aceptar la invitación de Guy para ir al concierto. Claro que el batallón no le concedía muchas noches libres a la semana, y si no le veía cuando estaba de permiso pasaban varios días hasta que podían pasar otra noche juntos.

Cuando abrió la puerta del número 97, Becky oyó a Daphne chapoteando en el baño.

– ¿Ha cambiado? -gritó su amiga.

– ¿Quién? -preguntó Becky dirigiéndose al dormitorio.

– Charlie, por supuesto -dijo Daphne, abriendo la puerta del cuarto de baño.

Se quedó apoyada en el marco, con una toalla arrollada al cuerpo. Una nube de vapor la envolvía casi por completo.

Becky meditó en la pregunta durante un momento.

– Ha cambiado, sí, y mucho, excepto en la ropa y la voz.

– ¿Qué quieres decir?

– Bueno, la voz es la misma… La reconocería en cualquier sitio. Las ropas son las mismas. Las reconocería en cualquier sitio. Pero él no es el mismo.

– ¿Me puedes descifrar un poco tus acertijos? -preguntó Daphne, mientras se frotaba el cabello vigorosamente.