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– Bien, como él mismo me señaló, Bob Makins sólo es un año menor que él, pero Charlie parece diez años mayor que nosotras dos. Tal vez les ocurra a todos los hombres que han servido en el I l ente occidental.

– No debió sorprenderte, pero lo que yo quiero saber es: ¿se sorprendió al ver la tienda?

– Sí, puedo asegurártelo sin la menor duda. -Becky se quitó el vestido-. No tendrás un par de medias para prestarme, ¿verdad?

– Tercer cajón empezando por arriba, pero a cambio quiero tus piernas.

Becky lanzó una carcajada.

– ¿Qué aspecto tiene? -continuó Daphne, tirando la toalla mojada al suelo.

Becky reflexionó antes de responder.

– Alrededor del metro setenta y cinco y la misma envergadura ile su padre, aunque en su caso no se trata de grasa, sino de músculo. No es exactamente Douglas Fairbanks, pero algunas le encontrarán atractivo.

– Empiezo a pensar que es mi tipo -dijo Daphne, mientras rebuscaba entre su ropa en busca de algo que le sentara bien.

– No lo creo, querida -dijo Becky-. No me imagino al general de brigada Harcourt-Browne compartiendo el jerez de la mañana con Charlie Trumper antes de la cacería de Cottenham.

– Eres tan presuntuosa, Rebecca Salmon -rió Daphne-. Aunque compartimos el piso, no olvides que Charlie y tú procedéis del mismo establo. Si lo piensas bien, has conocido a Guy gracias a mí.

– Muy cierto, pero St. Paul y la universidad de Londres me otorgan cierto crédito, ¿no?

– De donde yo vengo, no -dijo Daphne, comprobando el estado de sus uñas-. Ahora no tengo tiempo para conversar con la clase obrera, querida. He de irme. Henry Bromsgrove me va a llevar a una sala de baile de Chelsea, y por empalagoso que sea nuestro Henry, me encanta recibir cada agosto una invitación para cazar en su casa de campo de Escocia. ¿No es fantástico?

Mientras Becky se metía en el baño, pensó en las palabras de Daphne, teñidas de humor y sin engreimiento por su parte, pero una vez más ponían de relieve los problemas a los que se enfrentaba cuando osaba cruzar durante más de unos momentos las barreras sociales establecidas.

La verdad era que Daphne le había presentado a Guy, unas semanas atrás, durante el descanso de La Bohème, en el Covent Garden. Becky recordaba con toda claridad aquel primer encuentro.

Mientras tomaban una copa en el abarrotado bar, y después de escuchar las advertencias de Daphne respecto a su reputación, intentó con todas sus fuerzas no dejarse atraer por él.

Había tratado de no mirar con excesivo descaro al joven esbelto que estaba de pie frente a ella. Su espeso cabello rubio, los profundos ojos azules y un encanto natural habrían cautivado ya el corazón de una legión de mujeres aquella noche, pero como Becky supuso que cada joven recibía exactamente el mismo trato evitó dejarse halagar por sus palabras.

Daphne le preguntó la noche siguiente cuál era su opinión sobre el joven capitán de los Fusileros Reales.

– Repíteme su nombre -contestó Becky.

– Ah, entiendo. ¿Tanto te impresionó?

– Sí -admitió Becky-, ¿Y qué? ¿Te imaginas a un joven oficial de buena familia interesándose por una chica de Whitechapel?

– Pues sí, aunque sospecho que él sólo persigue una cosa.

– En ese caso, adviértele que yo no soy esa clase de chica.

– Creo que eso jamás le arredró. De todos modos, me ha preguntado si te gustaría acompañarle al teatro con algunos amigos de su regimiento. ¿Qué te parece?

– Me encantaría.

– Eso pensé, así que dije «sí» sin molestarme en consultarte.

Becky rió, pero tuvo que esperar cinco días antes de ver otra vez al joven capitán. Vino a recogerla y se encontraron con un grupo de oficiales jóvenes y muchachas de la alta sociedad en el teatro Haymarket, para ver Pigmalión, una obra escrita por el comediógrafo de moda, George Bernard Shaw. A Becky le gustó mucho la pieza, a pesar de una chica llamada Amanda Ponsonby, que se pasó todo el primer acto lanzando risitas idiotas, y que después se rehusó a conversar con ella durante el intermedio.

Cenaron en el Café Royal. Se sentó al lado de Guy y le contó todo sobre ella, desde su nacimiento en Whitechapel hasta la consecución de una plaza en el colegio Bedford el año anterior.

Después de despedirse del grupo, Guy la acompañó a Chelsea, dijo «Buenas noches, señorita Salmon» y le estrechó la mano. Becky supuso que nunca volvería a ver al joven oficial de los Fusileros.

Pero Guy le dejó una nota al día siguiente, invitándola a una recepción en el comedor de oficiales. Una semana después fue una cena, a continuación un baile y, a finales de mes, una invitación para pasar el fin de semana con sus padres en Berkshire.

Daphne le informó lo mejor que pudo sobre la familia. Le aseguró que el padre de Guy, el mayor, era un amor, poseía una granja de trescientas cincuenta hectáreas dedicada a la cría de ganado y, además, era Maestre de la Montería de Buckhurst.

A Daphne le costó varias tentativas explicar qué significaba concretamente «ir de caza», y admitió que hasta Eliza Doolittle [11] habría tenido algunas dificultades en comprender, antes que nada, por qué se tomaban tantas molestias por el tema.

– La madre de Guy, por contra, no se ha visto agraciada con los generosos instintos del mayor -advirtió Daphne-. Es una presuntuosa de tomo y lomo. -A Becky le dio un salto el corazón -. Hija segunda de un baronet, título que le concedió Lloyd George, por hacer cosas que introducen en el extremo de los tanques. Apuesto a que, al mismo tiempo, hizo generosas donaciones al Partido Liberal. Segunda generación, por supuesto. Siempre son las peores. -Daphne examinó las costuras de sus medias-. Mi familia existe desde hace diecisiete generaciones, y creemos que no necesitamos demostrar nada. Somos muy conscientes de que ninguno de nosotros posee inteligencia, pero por Dios que somos ricos y por Cristo que somos antiguos. Sin embargo, me temo que no se puede decir lo mismo del capitán Guy Trentham.

Capítulo 8

Becky se despertó a la mañana siguiente antes de que sonase el despertador. Se levantó, vistió y salió antes de que Daphne hubiera movido un dedo. Ardía en deseos de saber cómo le iba a Charlie su primer día. Al acercarse al 147 advirtió que la tienda ya estaba abierta, y un solitario cliente recibía las atenciones de Charlie.

– Buenos días, socia -gritó Charlie desde detrás del mostrador cuando Becky entró en la tienda.

– Buenos días. Veo que estás decidido a pasar tu primer día sentado y mirando cómo funciona todo.

Averiguó que Charlie había empezado a servir a los clientes antes de que Gladys y Patsy llegaran, mientras el pobre Bob Makins parecía ya agotado, como si hubiera trabajado un día entero.

– Aún no he tenido tiempo de charlar con las clases ociosas por el momento -dijo Charlie, con un acento de barrio bajo más marcado que nunca-. ¿Tengo alguna esperanza de coincidir contigo a última hora de la tarde?

– Por supuesto -contestó Becky, consultó su reloj, agitó una mano en señal de despedida y se marchó a su primera clase de la mañana. Le resultó difícil concentrarse en la historia del Renacimiento, y ni siquiera las imágenes de obras de Rafael, proyectadas desde una linterna mágica sobre una sábana blanca, lograron despertar su interés. Su mente basculaba entre el nerviosismo de tener que pasar un fin de semana con los padres de Guy a los problemas de Charlie para obtener beneficios y liquidar la deuda con Daphne.

Becky admitió para sí que tenía más confianza en esto último. Sintió un enorme alivio al ver que la manecilla negra del viejo reloj indicaba las cuatro y media, y se encontró corriendo de nuevo para coger el tranvía en la esquina de la plaza Portland… y volvió a correr en cuanto el traqueteante vehículo hubo llegado a la esquina de Chelsea Terrace.

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[11] Protagonista femenina de Pigmalión. (N. del T.)