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Se había formado una pequeña cola en la tienda, y Becky escuchó las familiares frases publicitarias de Charlie antes de llegar a la puerta.

– Media libra de vuestro rey Eduardo, un jugoso pomelo de Suramérica, ¿y si añado una preciosa camuesa, todo por un chelín, cariño?

Damas de alta alcurnia, señoras, institutrices, todas aquellas que habrían arrugado la nariz si alguien les hubiera llamado «cariño», se derretían cuando Charlie pronunciaba esa palabra. Becky sólo advirtió los cambios que Charlie había introducido ya en la tienda cuando la última cliente se hubo marchado.

– Toda la noche en pie -dijo Charlie-, Tiré la mitad de cajas vacías y artículos invendibles. Te enmendé la plana y puse delante las verduras de colores vivos, los tomates, los guisantes, tiernos y bonitos, y pasé atrás todas esas variedades tan feas que tú colocabas en primer plano, las patatas, las rutabagas y nabos tempranos. Es una regla de oro.

– El abuelo Charlie -empezó ella con una sonrisa, pero se calló justo a tiempo.

Becky se puso a examinar los mostradores reordenados y tuvo que darle la razón a Charlie. En cualquier caso, no podía discutir con las sonrisas que iluminaban los rostros de los clientes.

Al cabo de un mes, una cola que salía hasta la calle pasó a formar parte de la vida diaria de Charlie. Al cabo de dos, ya le estaba hablando a Becky de ampliaciones.

– ¿Por dónde ampliaremos? -preguntó Becky-, ¿Por tu dormitorio?

– Ahí arriba no hay sitio para verduras -replicó él con una sonrisa-, teniendo en cuenta que nuestras colas son más largas que las formadas para ver Pigmalión. Además, nosotros no bajaremos nunca el telón.

Cuando Becky repasó una y otra vez las cifras del primer trimestre, apenas pudo creer cuánto habían ganado. Decidió que tal vez había llegado el momento de hacer una pequeña celebración.

– ¿Por qué no vamos todos a cenar a ese restaurante italiano? -sugirió Daphne, tras recibir un cheque por los tres meses siguientes mucho más generoso de lo que había imaginado.

Becky consideró la idea maravillosa, pero la resistencia de Guy a secundar sus planes la sorprendió, así como los prolijos preparativos de Daphne para la gran ocasión.

– No tenemos la intención de gastarnos todos los beneficios en una sola noche -le aseguró Becky.

– Lástima, porque empiezo a pensar que es la única posibilidad que me queda de imponer la cláusula de penalización. No me estoy quejando. Al fin y al cabo, Charlie representará un cambio sustancial, después de los habituales hijos de vicario sin mentón y mozos de cuadra sin piernas que he de soportar casi todos los fines de semana.

– Ten cuidado, no sea que termine devorándote como postre.

Becky avisó a Charlie de que habían reservado la mesa para las ocho en punto y le obligó a prometer que se pondría su mejor traje.

– Mi único traje -le recordó Charlie.

Guy recogió a las dos muchachas del 97 a las ocho en punto, pero guardó un silencio desacostumbrado mientras las acompañaba al restaurante, a donde llegaron pocos minutos después de la hora señalada. Encontraron a Charlie sentado solo en la esquina, como si fuera la primera vez que estaba en un restaurante.

Becky le presentó primero a Daphne, y después a Guy. Los dos hombres se quedaron quietos, mirándose como púgiles.

– Claro, estabais en el mismo regimiento -dijo Daphne-, pero no imaginaba que os conocíais -añadió, mirando a Charlie, pero ninguno de ellos comentó su observación.

Si la velada empezó mal, lo que siguió fue todavía peor. Daba la impresión de que ninguno de los cuatro consiguiera abordar un tema común a todos. Charlie, en lugar de mostrarse jovial y agudo, como en la tienda, se sumió en un estado hosco y poco comunicativo. Becky le habría dado una patada en el tobillo de haber estado a su alcance, y no sólo porque continuaba acompañándose la comida con el cuchillo.

El silencio adusto de Guy tampoco ayudó, pese a las carcajadas de Daphne, bulliciosa como siempre, ante cualquier comentario. Becky se sintió muy aliviada cuando llegó la cuenta, dando fin a la velada. Tuvo que dejar una propina discretamente, pues Charlie se olvidó de hacerlo.

Salió del restaurante al lado de Guy y los dos perdieron de vista a Daphne y Charlie mientras caminaban a toda prisa hacia el 97. Becky imaginó que sus compañeros les precedían algunos pasos, pero dejó de pensar en su paradero cuando Guy la tomó en sus brazos y la besó.

– Buenas noches, querida. No olvides que este fin de semana nos vamos a Ashurst.

¿Cómo iba a olvidarlo? Becky vio que Guy miraba furtivamente en la dirección que Daphne y Charlie habían tomado, como si pensara en algo, pero luego detuvo sin decir palabra un cabriolé y ordenó al conductor que le llevara a los barracones de los Fusileros, en Hounslow.

Becky abrió la puerta de la calle y se sentó en el sofá, dudando si volver al 147 y decirle a Charlie lo que pensaba exactamente de él. Daphne entró pocos minutos después en la sala.

– Te pido mis disculpas por lo de esta noche -dijo Becky, antes de que su amiga abriera la boca-. Charlie suele ser un poco más comunicativo. No sé qué le ha pasado.

– Sospecho que le puso violento cenar con un oficial de su antiguo regimiento.

– Estoy segura; pero acabarán siendo amigos.

Daphne miró a Becky con aire pensativo.

El sábado siguiente por la mañana, Guy se dirigió al 97 de Chelsea Terrace para recoger a Becky y conducirla a Ashurst. Al verla ataviada con un elegante vestido rojo de Daphne comentó lo atractivo de su aspecto, y se mostró tan locuaz y alegre durante el trayecto a Berkshire que Becky empezó a tranquilizarse por primera vez en aquel día. Llegaron a Ashurst poco antes de las tres y Guy le guiñó el ojo cuando internó el coche por el sendero de un kilómetro y medio de largo que conducía a la mansión.

Becky no pensaba que la casa sería tan grande.

Un mayordomo, un lacayo y tres criados les esperaban en el peldaño superior para recibirles. Guy detuvo el coche en el sendero de grava y el mayordomo se adelantó para sacar las dos maletitas de Becky del portaequipajes y pasárselas al lacayo, que las entró en la casa. El mayordomo guió a Becky con paso sosegado hasta una habitación de la primera planta, después de atravesar el vestíbulo y subir por una escalera de madera.

– La alcoba Wellington, señora -entonó mientras le abría la puerta.

– Se supone que pasó aquí una noche -explicó Guy, subiendo la escalera detrás de ella-. Por cierto, no vas a sentirte sola, porque ocupo la habitación contigua, y estoy mucho más vivo que el finado general.

Becky entró en una amplia y confortable estancia, donde una joven que llevaba un largo vestido negro de cuello y puños blancos ya estaba deshaciendo sus maletas. La chica se volvió, hizo una reverencia y se presentó.

– Soy Nellie, su doncella personal. Le ruego que me informe de todo lo que necesite, señora.

Becky le dio las gracias, caminó hasta el mirador y contempló las onduladas hectáreas que se extendían hasta perderse de vista. Becky se volvió al oír un golpe en la puerta y vio que Guy entraba en la habitación antes de que ella le diera permiso.

– ¿Te gusta la habitación, querida?

– Es perfecta -contestó Becky, mientras la doncella hacía una nueva reverencia.

Becky creyó distinguir una fugaz mirada de temor en los ojos de la joven cuando Guy atravesó la habitación.

– ¿Preparada para conocer a papá?

– Más preparada de lo que nunca estaré -admitió ella.

Bajó con Guy por la escalera hasta la sala de estar que se utilizaba por las mañanas. Un hombre de unos cincuenta y pocos años se hallaba de pie frente a un fuego espléndido, aguardándoles.

– Bienvenida a Ashurst Hall -dijo el mayor Trentham.

– Gracias -sonrió Becky.

El mayor era un poco más bajo que su hijo, pero poseía la misma complexión esbelta y cabello rubio, algo salpicado de gris en las sienes. El parecido terminaba allí. Mientras la tez de Guy era suave y pálida, la piel del mayor Trentham exhibía el tono rubicundo de un hombre que había pasado la mayor parte de su vida al aire libre. Cuando Becky le estrechó la mano notó la aspereza de alguien que ha trabajado la tierra.