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– Esos bonitos zapatos de Londres no le servirán para lo que tengo en mente -afirmó el mayor-, le dejaremos un par de botas de montar de mi esposa, o las botas altas de Nigel.

– ¿Nigel? -preguntó Becky.

– El benjamín de los Trentham. ¿Guy no le ha hablado de él? Cursa el último año en Harrow y confía en pasar a Sandhurst… para eclipsar a su hermano, según me han dicho.

– No sabía que tenías un…

– No vale la pena gastar saliva en ese mocoso -la interrumpió Guy con una media sonrisa, mientras su padre les guiaba hasta el vestíbulo, donde abrió un aparador situado bajo la escalera.

Becky contempló una fila de botas de montar de piel, aún más lustradas que sus zapatos.

– Elija -dijo el mayor Trentham.

Al cabo de dos tentativas, Becky encontró un par de su talla. Después, siguió a Guy y a su padre hasta el jardín. El mayor Trentham dedicó la mayor parte de la tarde a enseñar su propiedad de trescientas cincuenta hectáreas a su joven invitada, y a la hora de volver Becky estaba más que preparada para el ponche caliente que les esperaba en una enorme ponchera que habían dispuesto en la sala de estar.

El mayordomo anunció que la señora Trentham había telefoneado para decir que la habían retenido en la vicaría y que no podía reunirse con ellos para tomar el té.

La señora Trentham aún no había aparecido cuando Becky, al anochecer, volvió a su habitación para bañarse y cambiarse para la cena.

Daphne había prestado a Becky un par de vestidos para la ocasión, así como un broche de diamantes, pese a las protestas de Becky. Sin embargo, cuando se miró en el espejo, el resultado no la disgustó.

Becky regresó a la sala de estar al oír las ocho en alguno de los numerosos relojes esparcidos por la casa. Observó enseguida el efecto que el traje y el broche producían en ambos hombres. Un fuego espléndido continuaba ardiendo en la chimenea, pero la madre de Guy seguía sin aparecer.

– Un vestido encantador, señorita Salmon -dijo el mayor.

– Gracias, mayor Trentham -dijo Becky, paseando la vista por la estancia.

– Mi esposa se reunirá con nosotros dentro de un momento -aseguró el mayor a Becky, mientras el mayordomo servía un jerez en una bandeja de plata a la joven.

– Me ha gustado mucho el paseo por la finca -dijo Becky.

– Creo que no se merece esa descripción, querida -replicó el mayor con una cálida sonrisa-, pero me alegra que disfrutara el paseo -añadió, mirando más allá de Becky.

Ésta se giró en redondo y vio a una dama alta y elegante, vestida de negro de pies a cabeza, que entraba en la sala. Se acercó a ellos con paso lento y sosegado.

– Madre -dijo Guy, adelantándose para besarla en la mejilla-, me gustaría presentarte a Becky Salmon.

– ¿Cómo está usted? -preguntó Becky.

– ¿Puedo preguntar quién sacó mis mejores botas de montar del aparador del vestíbulo? -preguntó la señora Trentham, ignorando la mano extendida de Becky-, ¿Y después tuvo a bien devolverlas cubiertas de barro?

– Yo -dijo el mayor-. De lo contrario, la señorita Salmon habría tenido que pasear por la granja con zapatos de tacón, algo muy poco, sensato, dadas las circunstancias.

– La señorita Salmon habría demostrado su sensatez viniendo con el calzado apropiado.

– Lo siento muchísimo… -empezó Becky.

– ¿Dónde has estado todo el día, madre? -cortó Guy-, Confiábamos en verte mucho antes.

– Intentaba solucionar algunos de los problemas que nuestro nuevo vicario parece incapaz de afrontar -replicó la señora Trentham-, No tiene ni la menor idea de cómo organizar el oficio religioso de Pascua. No sé qué les enseñarán en Oxford actualmente.

– Teología, tal vez -insinuó el señor Trentham.

El mayordomo carraspeó.

– La cena está servida, señora.

La señora Trentham se volvió sin pronunciar palabra y les guió a paso vivo hasta el comedor. Situó a Becky a la derecha del mayor y frente a ella. Tres cuchillos, cuatro tenedores y dos cucharas brillaban frente a Becky. No le costó elegir con cuál empezar, pues el primer plato era sopa, y en lo sucesivo, siguiendo el consejo de Daphne, imitó en todo momento a la señora Trentham.

Su anfitriona no dirigió la palabra a Becky hasta que se sirvió el plato principal. En lugar de ello, habló a su esposo de los esfuerzos de Nigel en Harrow (muy poco impresionantes), del nuevo vicario (casi igual de desastroso), y de lady Lavinia Malim (la viuda de un juez que se había mudado al pueblo en fecha reciente y estaba provocando más problemas de los acostumbrados).

La boca de Becky estaba llena de faisán cuando la señora Trentham le preguntó de improviso:

– ¿Qué profesión ejerce su padre, señorita Salmon?

– Está muerto -tartamudeó Becky.

– Oh, cuánto lo siento. Imagino que murió sirviendo en la guerra con su regimiento…

– No.

– Así pues, ¿qué hizo durante la guerra?

– Tenía una panadería. En Whitechapel -añadió Becky, recordando la advertencia de su padre: «Si intentas alguna vez disfrazar tu medio social, acabarás llorando».

– ¿Whitechapel? -inquirió la señora Trentham-, ¿No se trata de un delicioso pueblecito en las afueras de Worcester, si no me equivoco?

– No, señora Trentham, está en el corazón del East End de Londres -dijo Becky, confiando en que Guy acudiría en su ayuda, pero parecía más interesado en saborear su clarete.

– Oh -dijo la señora Trentham. Sus labios formaron una línea recta-. Recuerdo que una vez visité a la esposa del obispo de Worcester en un lugar llamado Whitechapel, pero confieso que jamás me he encontrado en la necesidad de desplazarme al East End. Supongo que allí no tienen obispo. -Posó sobre la mesa el cuchillo y el tenedor-. Sin embargo, mi padre, sir Raymond Hardcastle… Tal vez habrá oído hablar de él, señorita Salmon…

– No, la verdad es que no -contestó Becky con franqueza.

Otra mirada de desdén apareció en el rostro de la señora Trentham, aunque no logró dominar su verborrea.

– … quien fue nombrado baronet por sus servicios al rey Jorge V…

– ¿Y cuáles fueron esos servicios? -preguntó Becky inocentemente.

La señora Trentham hizo una pausa antes de proseguir.

– Jugó un pequeño papel en los esfuerzos de Su Majestad por impedir que los alemanes nos vencieran.

– Era un traficante de armas -dijo el mayor Trentham para sí.

Si la señora Trentham oyó el comentario, prefirió ignorarlo.

– ¿Ha sido presentada en sociedad este año, señorita Salmon? -preguntó.

– No. Me he matriculado en la universidad.

– No apruebo tales comportamientos. La educación de una dama no debe exceder de las tres «R», [12] junto con un adecuado conocimiento de cómo manejar a los criados y sobrevivir a un partido de cricket.

– Pero si no se tienen criados… -empezó a decir Becky, y habría continuado de no agitar la señora Trentham una campanilla de plata que tenía a su lado. El mayordomo apareció al instante.

– Tomaremos café en la sala de estar -ordenó la señora Trentham.

El rostro del mayordomo traslució una levísima sorpresa. La señora Trentham se levantó y precedió a los demás por un largo pasillo hasta llegar a la sala de estar, donde el fuego ya no ardía con tanto entusiasmo.

– ¿Le apetece una copa de coñac, señorita Salmon? -preguntó el mayor Trentham, mientras Gibson servía el café.

– No, gracias.

– Os ruego que me excuséis -dijo la señora Trentham, levantándose de la silla en que acababa de sentarse-. Padezco una ligera jaqueca, así que me retiraré a mi alcoba, con vuestro permiso.

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[12] Lectura, escritura y aritmética: Reading, (w)riting, (a)rithmetic. (N. del T.)