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Acabada la tarea, y mucho antes de que la pintura se hubiera secado, hice rodar el carretón con aire triunfal hacia el mercado. Cuando divisé el puesto de mi abuelo, mi sonrisa ya se extendía de oreja a oreja.

La multitud congregada alrededor del viejo carretón parecía más numerosa de lo que acostumbraba a ser los sábados por la mañana, pero guardaba un extraño silencio, y no pude adivinar por qué enmudecieron en el momento en que aparecí.

– Ahí viene Charlie el joven -gritó una voz.

Varios rostros se volvieron en mi dirección. Presentí que algo había ocurrido. Solté mi nuevo carretón y corrí hacia la muchedumbre, que me abrió paso enseguida. Lo primero que vi después de atravesarla fue al abuelo tendido en el suelo. Apoyaba la cabeza en una caja de manzanas y estaba pálido como la cera.

Corrí a su lado y me arrodillé.

– Soy Charlie, abuelo, soy yo. Estoy aquí. ¿Qué puedo hacer? Dímelo y haré lo que sea.

Sus cansados ojos parpadearon lentamente.

– Escúchame con atención, muchacho -dijo, casi sin aliento-. Ahora, el carretón te pertenece, de modo que nunca lo pierdas de vista más de unas horas, ni tampoco el puesto.

– Pero es tu carretón y tu puesto, abuelo. ¿Cómo vas a trabajar sin carretón ni puesto? -pregunté, pero ya no me escuchaba.

Hasta aquel momento no se me había pasado por la cabeza que un conocido pudiera morir.

Capítulo 2

El funeral del abuelo Charlie se celebró una despejada mañana de octubre en la iglesia de Santa María y San Miguel, en la calle Jubilee. Cuando los componentes del coro tomaron asiento, sólo quedó sitio para estar de pie, y hasta el señor Salmon, ataviado con un largo abrigo negro y un sombrero negro de ala ancha, se encontraba entre los que se apretujaban en la parte trasera. Fue la segunda lección de Charlie sobre el significado de la palabra reputación.

A la mañana siguiente, cuando Charlie llegó al puesto de su abuelo con el flamante carretón nuevo, hasta el señor Dunkley salió de la tienda de pescado y patatas fritas para admirar su adquisición.

– Tiene casi el doble de capacidad que el viejo carretón del abuelo -le dijo Charlie-, Además, sólo debo una libra de su importe.

Sin embargo, al acabar la semana Charlie descubrió que el nuevo carretón seguía medio lleno de fruta pasada que nadie quería. Sal y Kitty también arrugaban la nariz cuando les ofrecía delicadezas tales como plátanos pasados o melocotones aplastados. Le costó varias semanas al nuevo comerciante calcular la cantidad que precisaba cada mañana para satisfacer las demandas de sus clientes, y aún más darse cuenta de que esas demandas variaban de un día a otro.

Un sábado por la mañana, después de recoger los productos en el mercado y de camino a Whitechapel, Charlie oyó un estridente chillido.

– Tropas británicas diezmadas en el Somme -gritaba un vendedor de periódicos en la esquina de Covent Garden.

Se desprendió de medio penique a cambio del Daily Chronicle, se sentó en la acera y empezó a leer, seleccionando las palabras que comprendía. Supo que miles de ingleses habían muerto en una operación combinada con el ejército francés contra las tropas del káiser Guillermo. El desventurado enfrentamiento había terminado en un desastre. El general Haig había previsto un avance de cuatro kilómetros por día, pero todo concluyó en una retirada. La consigna «Volveremos a casa por Navidad» sonaba ahora como una pura insensatez.

Charlie tiró el periódico a la cloaca. Ningún alemán podría matar a su padre, de eso estaba seguro, aunque últimamente empezaba a sentirse culpable acerca de su contribución a la guerra, teniendo en cuenta que Grace había solicitado el traslado a los hospitales de campaña, a sólo medio kilómetro del frente.

Aunque Grace escribía a Charlie cada mes, todavía no tenía noticias de su padre. «Tenemos aquí a un millón de soldados, y todos parecen helados, empapados y hambrientos», le explicaba. Sal continuaba trabajando de camarera en Commercial Road y daba la impresión de que ocupaba todo su tiempo libre en buscar un marido; en cambio, Kitty no tenía el menor problema en encontrar infinidad de hombres que se sentían felices complaciendo todos sus deseos. De hecho, Kitty era la única de los tres que podía disponer de tiempo para ayudar en el puesto, pero como nunca se despertaba hasta que el sol brillaba en lo alto, y se escabullía mucho antes de que se hubiera puesto, no era lo que el abuelo hubiera llamado «una buena adquisición».

Pasaron semanas antes de que el joven Charlie dejara de volver la cabeza para preguntar: «¿Cuánto, abuelo? ¿Qué precio, abuelo? ¿Tiene crédito la señora Davies, abuelo?». Y sólo después de pagar hasta el último penique de su deuda y quedarse casi sin blanca, empezó a comprender que su abuelo debía de haber sido muy bueno en su oficio.

Al cumplirse el primer aniversario de la muerte del abuelo, Sal estaba convencida de que todos terminarían viviendo de la caridad, y suplicaba sin cesar a Charlie que vendiera el viejo carretón del abuelo para ganar una libra más, pero la respuesta de Charlie era invariable.

– Jamás -añadiendo a continuación que antes dejaría pudrirse la reliquia en el patio trasero que entregarla a otras manos.

Las cosas empezaron a enderezarse durante el otoño de 1917, y el carretón más grande del mundo rindió los beneficios suficientes para comprar un vestido de segunda mano a Sal, un par de zapatos a Kitty y un traje de tercera mano a Charlie.

Aunque Charlie seguía siendo delgado (ahora un peso mosca) y no muy alto, después de cumplir diecisiete años observó que las damas agazapadas en la esquina de Whitechapel Road, aún empeñadas en plantificar plumas blancas a todos los civiles que aparentaban entre dieciocho y cuarenta años, empezaron a mirarle como buitres impacientes.

Si bien a Charlie no le asustaban los alemanes, confiaba en que la guerra terminaría pronto y su padre regresaría a su rutina de trabajar en los muelles durante el día y beber en el Black Bull por las noches; pero, como no llegaban cartas y las noticias aparecían censuradas en los periódicos, ni siquiera el señor Salmon adivinaba lo que en realidad estaba pasando.

A medida que los meses pasaban, Charlie iba comprendiendo más y más las necesidades de sus clientes, y éstos, a cambio, descubrían que su carretón les ofrecía una mejor relación calidad-precio que muchos de sus competidores. Hasta Charlie presintió que las cosas mejoraban cuando, una mañana, apareció el rostro sonriente de la señora Smelley y le pidió más patatas para la pensión de las que solía vender a un cliente habitual en un mes.

– Podría enviarle sus pedidos directamente a la pensión, todos los lunes por la mañana, señora Smelley -dijo Charlie.

– No, gracias, Charlie. Me gusta ver lo que compro.

– Concédame una oportunidad de demostrarle mi honradez, señora Smelley, y nunca más tendrá que salir a la calle, haga el tiempo que haga, si ha aceptado más huéspedes de los que contaba.

Ella le miró a la cara.

– Bien, lo probaremos un par de semanas, pero si alguna vez me engañas, Charlie Trumper…

– Acaba de hacer un trato -sonrió Charlie, y desde aquel día nadie volvió a ver a la señora Smelley comprando frutas o verduras en el mercado.

Charlie decidió que, tras este éxito inicial, extendería su servicio de reparto a los otros clientes del East End. Tal vez de esta forma, pensó, lograría doblar sus ingresos. A la mañana siguiente sacó el viejo carretón del patio trasero y encargó a Kitty que se responsabilizara de tomar los pedidos, mientras él se quedaba en el puesto de Whitechapel.

Charlie perdió al cabo de pocos días todo el dinero en metálico que había ahorrado durante los seis meses anteriores y se quedó sin blanca. Por lo visto, las cuentas no eran el punto fuerte de Kitty y, además, sucumbía ante todas las historias lacrimógenas que le contaban, y solía terminar regalando la comida. Al final de aquel mes, Charlie se encontró casi arruinado y no le llegó para pagar el alquiler.