Выбрать главу

– ¿Qué te ha enseñado esta arriesgada decisión? -preguntó Dan Salmon, de pie en la puerta de su tienda, la gorra encasquetada en la cabeza y los pulgares hundidos en los bolsillos del chaleco, que exhibía con orgullo su reloj de cadena.

– Pensarlo con mucho cuidado antes de emplear a un miembro de la familia y no dar por sentado que todo el mundo pagará sus deudas.

– Bien -aprobó el señor Salmon-. Aprendes rápido. ¿Cuánto necesitas para aguantar hasta el mes que viene?

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Charlie.

– ¿Cuánto? -repitió Salmon.

– Cinco libras -confesó Charlie, bajando la cabeza.

El viernes por la noche, Dan Salmon le entregó a Charlie cinco soberanos de oro, así como varios panes ázimos.

– Devuélvemelo cuando puedas, muchacho, y no se lo digas a mi mujer, o los dos las vamos a pasar moradas.

Charlie pagó la deuda a razón de cinco chelines por semana, y la saldó veinte semanas después. Siempre recordó la fecha de ese pago final, porque aquel mismo día el primer zepelín atacó Londres; se pasó casi toda la noche escondido bajo la cama de su padre, con Sal y Kitty agarradas a él como un náufrago a una tabla.

A la mañana siguiente, Charlie leyó un reportaje sobre el bombardeo en el Daily Chronicle y se enteró de que más de cien londinenses habían muerto y unos cuatrocientos habían resultado heridos durante el ataque.

Comió su manzana matutina y entregó el pedido semanal de la señora Smelley antes de volver a su puesto de Whitechapel Road. Los lunes siempre eran muy ajetreados; todo el mundo renovaba su despensa después del fin de semana. Llegó al número 112 para tomar su merienda, agotado. En tanto devoraba con buen apetito su parte de pastel de cerdo, alguien llamó a la puerta.

– ¿Quién puede ser? -preguntó Kitty, mientras Sal servía a Charlie su segunda patata.

– Sólo hay una forma de averiguarlo, querida -dijo Charlie, sin moverse de su sitio.

Kitty se levantó de la mesa a regañadientes y volvió al cabo de un momento, arrugando la nariz.

– Es Becky Salmon. Dice que quiere hablar contigo.

– Pues haz pasar a la señorita Salmon al recibidor -contestó Charlie, sonriente.

Kitty volvió a salir, mientras Charlie abandonaba la cocina para entrar en la única habitación que no era dormitorio. Se sentó en una vieja butaca de cuero y esperó. Un momento después, «Posh Porky» avanzó hacia el centro de la estancia y se detuvo frente a Charlie, en silencio. Le sorprendió un poco la corpulencia de la muchacha. Aunque era cinco o seis centímetros más baja que él, debía pesar al menos seis kilos más. Un auténtico peso pesado, reflexionó. Estaba claro que los bollos de crema de su padre seguían siendo su debilidad. Charlie contempló su brillante blusa blanca y la falda plisada azul oscuro. Llevaba un águila dorada, rodeada de palabras pertenecientes a un idioma que nunca había visto, en su elegante chaqueta de lana azul. Una cinta roja descansaba precariamente sobre su corto cabello oscuro. Charlie reparó en que sus zapatos y calcetines blancos estaban tan inmaculados como siempre. La hubiera invitado a sentarse, pero él ocupaba la única silla de la habitación. Ordenó a Kitty que les dejara a solas.

– ¿Qué puedo hacer por ti? -preguntó Charlie, en cuanto oyó que la puerta se cerraba.

Rebecca Salmon se puso a temblar cuando intentó articular las palabras.

– He venido a verte por lo que les ha pasado a mis padres. -Pronunció cada palabra con mucha lentitud, y Charlie descubrió con disgusto que había perdido por completo el acento del East End.

– ¿Y qué les ha pasado a tus padres? -preguntó Charlie con rudeza, confiando en que ella no hubiera advertido los cambios que su voz había experimentado en los últimos tiempos. Becky estalló en lágrimas. Charlie miró por la ventana, porque no sabía muy bien qué hacer.

Becky continuó temblando, mientras intentaba volver a hablar.

– Papá murió anoche, durante el bombardeo del zepelín, y mamá está en el hospital de Londres. -No añadió ninguna otra explicación.

– No me lo ha dicho nadie -exclamó Charlie, saltando de la silla.

– No podías haberte enterado -dijo Becky-. Ni siquiera lo he dicho en la tienda. La gente cree que se ha puesto enfermo.

– ¿Quieres que yo se lo diga? ¿Has venido a verme para eso?

– No -contestó ella. Alzó la cabeza poco a poco y estuvo callada unos momentos -Quiero que te hagas cargo de la tienda.

La oferta dejó tan asombrado a Charlie que se quedó sin habla.

– Mi padre solía decirme que no pasaría mucho tiempo antes de que tuvieras tu propia tienda, así que he pensado…

– Pero no tengo ni idea de panaderías -tartamudeó Charlie, saltando de la silla.

– Los dos ayudantes de papá saben todo lo que hay que saber sobre el negocio, y sospecho que tú sabrás más que ellos dentro de seis meses. Lo que la tienda necesita en este preciso momento es un vendedor. Mi padre siempre me decía que tú eras tan bueno como el abuelo Charlie, y todo el mundo sabe que él era el mejor.

– ¿Y mi puesto?

– Sólo está a unos metros de la tienda, así que no te costaría nada vigilar ambos sitios. -Vaciló antes de añadir-: Al contrario que tu servicio de reparto.

– ¿También sabes eso? -preguntó Charlie, algo sorprendido.

– Hasta sé que intentaste devolver los últimos chelines a mi padre pocas horas antes de que fuera a la sinagoga el pasado sábado. No teníamos secretos.

– ¿Y cuál es el trato? -preguntó Charlie, sospechando que la muchacha siempre se le adelantaba.

– Tú te encargas del puesto y la tienda y seremos socios al cincuenta por ciento.

– ¿Y tú qué harás?

– Verificaré los libros cada mes y me cuidaré de que paguemos los impuestos a tiempo y no quebrantemos las ordenanzas municipales.

– Nunca he pagado impuestos -replicó Charlie-, y a nadie le importa un comino el ayuntamiento y sus estúpidas ordenanzas.

Los ojos oscuros de Becky se clavaron en él por primera vez.

– Le importan a la gente que un día espera emprender un negocio serio, Charlie Trumper.

– El cincuenta por ciento no me parece justo -dijo Charlie, esforzándose todavía por llevar la voz cantante.

– Mi tienda vale mucho más que tu carretón, y también produce mayores ingresos.

– Hasta que tu padre murió -replicó Charlie, arrepintiéndose de sus palabras en el acto.

Becky bajó la cabeza de nuevo.

– ¿Vamos a ser socios o no? -preguntó.

– Sesenta por ciento -dijo Charlie.

Ella vaciló durante un largo momento. Después, extendió de repente la mano, y Charlie se la estrechó vigorosamente para confirmar que su primer trato se había cerrado.

Después del funeral de Dan Salmon, Charlie empezó a leer cada mañana el Daily Chronicle, con la esperanza de averiguar cuál era la situación del Segundo Batallón de Fusileros Reales, y quizá de su padre.

Descubrió que el regimiento combatía en algún lugar de Francia, pero el periódico nunca daba detalles de su emplazamiento exacto.

El diario empezó a ejercer una doble fascinación sobre él, por cuanto los anuncios desplegados en casi todas las páginas despertaron su interés. No podía creer que los señorones del West End desearan pagar por cosas que a él le parecían lujos innecesarios. Sin embargo, Charlie aún quería probar la Coca-Cola, el último refresco llegado de Estados Unidos, a penique la botella, y probar la nueva maquinilla de afeitar de Gillette (a pesar de que todavía no se afeitaba), a seis peniques el soporte y dos peniques las seis hojas. Estaba seguro de que su padre, que siempre utilizaba una navaja, consideraría la idea una mariconada. No menos ridículas eran las fajas de señora a dos guineas. Ni Sal ni Kitty necesitarían nunca ninguna, aunque tal vez sí Becky, si seguía igual.