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Se miró en el espejo mientras le medían.

– Un metro y setenta y tres centímetros -dijo el ordenanza.

Y aún creceré más, deseó decir Charlie, mientras se apartaba un mechón de pelo de los ojos.

– Dientes sanos, ojos pardos -dijo el médico -. Nada que objetar -añadió.

El viejo hizo unas señales en la parte derecha del formulario antes de decirle que se presentara de nuevo al tipo de los tres galones blancos. Charlie se encontró en otra cola y volvió a encontrase cara a cara con el sargento.

– Bien, muchacho, firma aquí y te enviaremos con un permiso para viajar.

Charlie garabateó su firma en el punto que indicaba el dedo del sargento. No dejó de observar que al hombre le faltaba el pulgar.

– ¿La Honorable Compañía de Artillería o los Reales Fusileros? -preguntó el sargento.

– Los Reales Fusileros -dijo Charlie-, Es el regimiento de mi viejo.

– Pues los Reales Fusileros -dijo el sargento sin pensarlo dos veces, marcando otra casilla.

– ¿Cuándo me darán el uniforme?

– Cuando llegues a Edimburgo, muchacho. Preséntate en King's Cross a las ocho horas de mañana por la mañana. El siguiente.

Charlie regresó al 112 de Whitechapel Road para pasar otra noche en blanco. Sus pensamientos saltaban de Sal a Grace y de ésta a Kitty, y se preguntaba cómo sobrevivirían sus hermanas durante su ausencia. También pensó en Rebecca Salmon y en la sociedad que formaban, pero, en último término, su mente volvía a la muerte de su padre en un campo de batalla extranjero y a la venganza que deseaba infligir a todo alemán que se le pusiera por delante. Estos pensamientos no le abandonaron hasta que la luz de la mañana se coló por las ventanas.

Charlie se puso el traje nuevo, el que la señora Smelley había alabado, su mejor camisa, la corbata de su padre, una gorra y su único par de zapatos de piel. Se supone que voy a combatir contra los alemanes, no a una boda, pensó, mientras se miraba en el espejo rajado que había encima del lavabo. Ya había escrito una nota a Becky (con una pequeña ayuda del padre O'Malley), indicándole que vendiera la tienda y sus carretones si tenía la oportunidad, y que le guardara su parte del dinero hasta que volviera a Whitechapel. Nadie hablaba ya de Navidad.

– ¿Y si no vuelves? -había preguntado el padre O'Malley, inclinando un poco la cabeza-, ¿Qué ocurrirá con tus propiedades?

– Divida todo lo que quede a partes iguales entre mis tres hermanas -respondió Charlie.

El padre O'Malley escribió las instrucciones de su antiguo pupilo y, por segunda vez en dos días, Charlie firmó con su nombre al pie de un documento oficial.

Cuando Charlie terminó de vestirse, descubrió que Sal y Kitty le esperaban a la puerta, pero no les dio permiso para acompañarle a la estación, a pesar de sus sollozantes protestas. Sus dos hermanas le besaron (otra primera ocasión) y tuvo que desprenderse de la mano de Kitty para recuperar la hoja de papel en que había consignado todos sus bienes terrenales.

Se dirigió solo al mercado de Whitechapel Road y entró en la panadería por última vez. Los dos ayudantes le juraron que no notaría ningún cambio cuando volviera. Salió de la tienda y descubrió que otro muchacho, tal vez un año menor que él, ya había situado su carretón en su puesto. Atravesó el mercado con parsimonia en dirección a King's Cross, sin mirar ni un instante hacia atrás.

Llegó a la Gran Estación del Norte media hora antes de lo estipulado y divisó de inmediato al sargento que le había alistado el día anterior.

– Bien, Trumper, tómate una taza de té y espera en el andén tres.

Charlie no recordaba la última vez que había recibido u obedecido una orden. Antes de la muerte del abuelo, desde luego.

El andén tres ya estaba abarrotado de hombres, tanto uniformados como en traje de calle. Algunos hablaban a voz en grito, otros se apartaban y guardaban silencio; todos expresaban de alguna manera su inseguridad.

A las once, tres horas después de la hora oficial, les ordenaron que subieran al tren. Charlie se sentó en un rincón de un vagón a oscuras y miró por la mugrienta ventanilla la campiña inglesa que nunca había visto. Alguien interpretaba a la armónica en el pasillo melodías populares de actualidad, desafinando ligeramente. Cuando pasaban por las estaciones de ciudades, de las que jamás había oído hablar (Peterborough, Grantham, Newark, York), la gente saludaba y vitoreaba a sus héroes. La locomotora se detuvo en Durham para repostar carbón y agua. El sargento les dijo que bajaran, estiraran las piernas y tomaran otra taza de té. Añadió que, con un poco de suerte, hasta podrían conseguir algo para comer.

Charlie paseó por el andén mordisqueando un pegajoso bollo, a los acordes de una banda militar que tocaba Land of Hope and Glory. La guerra estaba por todas partes. Al volver al tren, las damas de estrechos sombreros que vestirían santos el resto de sus vidas reprodujeron el agitar de pañuelos.

El tren se arrastró hacia el norte, cada vez más lejos del enemigo, hasta detenerse por fin en la estación de Edimburgo. Un capitán, tres suboficiales y un millar de mujeres les esperaban en el andén para darles la bienvenida.

Charlie oyó las palabras: «Adelante, sargento mayor», y un momento después se adelantó un hombre que debía medir un metro noventa de estatura y cuyo pecho, semejante a un barril de cerveza, estaba cubierto de medallas.

– A formar -dijo el gigante, con un acento ininteligible, que Charlie supuso escocés.

Organizó rápidamente (aunque Charlie averiguaría más tarde que, según su criterio, se realizó con lentitud) a los hombres en filas de tres, antes de presentarse ante alguien que Charlie imaginó un oficial.

– Todos presentes y formados, señor -dijo, saludándole una vez más.

El hombre vestido con elegancia que Charlie nunca había visto dio un paso adelante. Parecía pequeño en comparación con el sargento mayor, aunque debía medir alrededor del metro ochenta. Su uniforme era inmaculado, pero desprovisto de medallas; llevaba tan marcada la raya del pantalón que Charlie se preguntó si lo acababa de estrenar. El capitán sostenía una fusta de cuero en su mano enguantada, y de vez en cuando se golpeaba con ella el costado de la pierna, como si pensara que iba a caballo. Los ojos de Charlie se posaron después en su cinturón Sam Browne y en los zapatos de piel marrón, tan brillantes que le recordaron a Rebecca Salmon.

– Soy el capitán Trentham -informó el hombre al expectante grupo de bisoños, con un acento que, sospechó Charlie, sonaría mucho mejor en Mayfair que en una estación de ferrocarril de Escocia-. Soy el asistente de la compañía -prosiguió, mientras trasladaba el peso de su cuerpo de un pie al otro-, y estaré al mando en tanto se hallen destinados en Edimburgo. En primer lugar, desfilaremos hasta los barracones, donde se les suministrarán las cosas necesarias para que puedan hacerse la cama. La cena se servirá a las diecinueve horas y las luces se apagarán a las veintiuna horas. Mañana por la mañana se tocará diana a las cinco; se levantarán y desayunarán antes de empezar la instrucción básica. Esta rutina se sucederá a lo largo de las doce próximas semanas. Y les prometo que serán doce semanas absolutamente infernales -añadió, y su tono pareció indicar que la idea le resultaba de lo más agradable-. Durante este período, el sargento mayor Philpott será el suboficial al mando del batallón. El sargento mayor luchó en el Somme, donde se le recompensó con la Medalla Militar, así que sabe exactamente qué les espera cuando, en su momento, lleguemos a Francia y nos enfrentemos con el enemigo. Presten atención a todas y cada una de sus palabras, porque es posible que eso les salve la vida. Adelante, sargento mayor.

– Gracias, señor -ladró el sargento mayor Philpott.