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La abigarrada banda miró con temor a la figura que estaría al mando de sus vidas durante los siguientes tres meses. Después de todo, era un hombre que había visto al enemigo y había vuelto a casa para contarlo.

– Bien, empecemos -dijo, y procedió a guiar a sus reclutas (cargados con todo tipo de cosas, desde maletas a hojas de papel marrón) en fila de a dos por las calles de Edimburgo, sólo para asegurarse de que los ciudadanos no observarían la falta de disciplina de aquella chusma. A pesar de todo, los peatones se paraban, aplaudían y vitoreaban. Charlie vio por el rabillo del ojo que uno de ellos descansaba su única mano sobre su única pierna. Unos veinte minutos más tarde, después de subir la colina más grande que Charlie había visto en su vida, y que le dejó literalmente sin aliento, entraron en los barracones del castillo de Edimburgo.

Aquella noche, Charlie apenas abrió la boca, para escuchar los diferentes acentos de los hombres que parloteaban a su alrededor. Tras una cena compuesta de sopa de guisantes («un guisante por cabeza», se mofó el cabo de guardia) y carne de vaca en conserva, quedó acuartelado -mientras aprendía nuevas palabras a cada minuto- en un amplio gimnasio que albergaba temporalmente cuatrocientas camas, de unos setenta centímetros de ancho y separadas entre sí por treinta centímetros. Sobre un colchón del grosor de una crin de caballo descansaban una sábana, una almohada y una manta. Ordenanzas reales.

Por primera vez en su vida, se le ocurrió a Charlie que el 112 de Whitechapel Road podía considerarse lujoso. Se derrumbó sobre la cama sin hacer, exhausto, y se quedó dormido, pero logró despertarse a las cuatro y media de la mañana. Esta vez, sin embargo, no era para acudir al mercado, y no podría elegir la mejor manzana para desayunar.

A las cinco, una corneta lejana sacó a los demás de su profundo amodorramiento. Charlie ya se había levantado, lavado y vestido, cuando un hombre con dos galones en la manga entró. Cerró la puerta con estruendo y gritó: «Arriba, arriba, arriba», mientras lanzaba puntapiés al extremo de toda cama en la que un hombre siguiera dormido. Los reclutas hicieron cola para lavarse en palanganas medio llenas de agua helada, que servían para tres hombres y luego se cambiaban. Algunos se encaminaron a las letrinas situadas en la parte posterior del recinto. En opinión de Charlie, olían peor que Whitechapel Road en un día caluroso de verano.

El desayuno consistió en un cazo de gachas, media taza de leche y un biscote reseco, pero nadie protestó. La jovial algarabía que surgía de aquella sala habría convencido a cualquier alemán que todos los reclutas se habían unido contra un enemigo común.

A las seis, una vez hechas e inspeccionadas las camas, todos salieron arrastrando los pies a la fría oscuridad reinante en la explanada de revista de tropas. Una fina película de nieve cubría el asfalto negro.

– Si esto es la plácida Escocia, yo soy alemán -Charlie oyó proclamar a un acento cockney [3]

Rió por primera vez desde que había partido de Whitechapel. Se abrió paso hasta un joven mucho más bajo que él. Se frotaba las manos entre las piernas para intentar calentarse.

– ¿De dónde eres? -preguntó Charlie.

– De Poplar, amigo. ¿Y tú?

– De Whitechapel.

– Extranjero de mierda.

Charlie miró a su nuevo compañero. El hombre no mediría ni un centímetro más de metro y medio. Era flaco, de cabello oscuro rizado y ojos centelleantes que nunca estaban quietos, como si buscara siempre problemas. Su reluciente traje con coderas le colgaba como un saco, proporcionándole a sus hombros el aspecto de un perchero.

– Me llamo Charlie Trumper.

– Tommy Prescott -fue la respuesta.

Interrumpió sus ejercicios de calentamiento y extendió una mano. Charlie la estrechó vigorosamente.

– Silencio en las filas -rugió el sargento mayor-. Formen en columna de a tres. Los más altos a la derecha, los más bajos a la izquierda. Muévanse.

Los hombres se separaron.

Durante las siguientes dos horas llevaron a cabo lo que el sargento mayor describió como «instrucción». La nieve manaba incesantemente del cielo, pero el sargento mayor no permitió que cuajara ni un copo sobre sus dominios. Desfilaban en tres filas de diez (Charlie aprendió más tarde que se llamaban secciones), balanceando los brazos hasta la altura del hombro, las cabezas bien erguidas, a ciento veinte pasos por minuto. «Con brío, muchachos», y «No pierdan el paso», eran las frases que le gritaban a Charlie una y otra vez.

– Los alemanes también andan desfilando por ahí, y se mueren de ganas por zurraros de lo lindo -les aseguró el sargento mayor mientras la nieve continuaba cayendo.

De haber estado en Whitechapel, Charlie se habría sentido feliz de correr arriba y abajo del mercado de cinco de la mañana a siete de la noche, boxear un poco en el club, tomar un par de pintas de cerveza y repetir idéntica rutina al día siguiente sin pensarlo dos veces, pero cuando el sargento mayor les dio un descanso de diez minutos a las nueve para tomar una bebida de cacao caliente, se desplomó sobre la hierba del borde, exhausto. Levantó la vista y descubrió que Tommy Prescott le estaba mirando.

– ¿Un cigarrillo?

– No, gracias.

– ¿En qué trabajas? -preguntó Tommy, encendiendo el cigarrillo.

– Tengo una panadería en la esquina de Whitechapel Road, y una…

– Ahórrate lo demás, ya tengo bastante -dijo Tommy-. Ahora me dirás que tu papá es el alcalde de Londres.

– No exactamente -rió Charlie-. Y tú ¿qué haces?

– Trabajo en una fábrica de cerveza. Whitbread y Cía., calle Chiswell, EC1. Soy el que pone los barriles en los carros, y luego los jamelgos me llevan por el East End para hacer las entregas. La paga no es buena, pero puedo emborracharme cada noche antes de volver.

– ¿Por qué te has enrolado?

– Esa es una larga historia -replicó Tommy-. Mira, para empezar…

– Bien. A formar, inútiles -gritó el sargento mayor Philpott, y ningún hombre retuvo el aliento necesario para pronunciar una palabra durante las dos horas siguientes, en que desfilaron arriba y abajo una y otra vez. Charlie tuvo la impresión de que, cuando parase, los pies le fallarían.

La comida consistió en pan y queso. Charlie no se habría atrevido a vendérselos a la señora Smelley. Mientras devoraban ávidamente, Tommy le contó que, a la edad de dieciocho años, le habían ofrecido la alternativa de pasar dos años en los calabozos de Su Majestad o presentarse como voluntario para combatir por la patria y el rey. Tiró una moneda al aire y la cabeza del rey quedó cara arriba.

– ¿Dos años? -preguntó Charlie-. ¿Por qué?

– Por sisar un poco de aquí y allí y hacer un trato adicional con uno de los hosteleros más astutos. Llevaba haciéndolo un montón de tiempo. Hace cien años me habrían colgado en el acto o enviado a Australia, así que no puedo quejarme. Al fin y al cabo, me entrenaron para eso, ¿no?

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Charlie.

– Bueno, mi padre era un ratero profesional. Y su padre antes que él. Tendrías que haber visto la cara del capitán Trentham cuando supo que había elegido destino en los Fusileros antes que volver a la cárcel.

El tiempo que se les concedió para comer fueron veinte minutos. Después, dedicaron la tarde a encontrar el uniforme adecuado. Charlie, que descubrió tener una talla normal, se las arregló con bastante rapidez, pero tardaron casi una hora en localizar algo más o menos ajustado a las medidas de Tommy, sin que pareciera a punto de concursar en una carrera de sacos.

Charlie tiró su viejo traje bajo la cama, contigua a la que había elegido Tommy, y se contoneó por el alojamiento con su nuevo uniforme.

– Ropas de un muerto -le advirtió Tommy, cuando levantó la vista y examinó la chaqueta caqui de Charlie.

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[3] Acento de las clases populares londinenses. (N. del T.)