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– ¿Qué quieres decir?

– La han enviado desde el frente, ¿verdad? La han limpiado y cosido -dijo Tommy, señalando un remendón de cinco centímetros, justo sobre el corazón de Charlie-. Lo bastante ancho para meter por él una bayoneta, diría yo.

Les dejaron ir a cenar tras otra sesión de dos horas en el ahora helado terreno.

– Más pan y queso rancios -dijo Tommy de mal humor, pero Charlie estaba demasiado hambriento para quejarse, y devoró hasta la última miga. Por segunda noche consecutiva, cayó en la cama como una piedra.

– ¿A que hemos disfrutado nuestro primer día al servicio de la patria y el rey? -preguntó el cabo de guardia, cuando apagó las luces de gas del barracón a las veintiuna horas.

– Sí, gracias, cabo -fue el sarcástico grito de respuesta.

– Bien -dijo el cabo-, porque siempre somos buenos con vosotros el primer día.

Se elevó un rugido que, en opinión de Charlie, debió oírse en pleno corazón de Edimburgo. Oyó por encima del nervioso parloteo el toque de retreta, ejecutado a corneta desde la torre del castillo.

Cuando despertó a la mañana siguiente saltó de la cama al instante, y estuvo lavado y vestido antes de que nadie se moviera. Hizo la cama y estaba sacando brillo a las botas cuando sonó la diana.

– ¿A que somos madrugadores? -dijo Tommy, dándose la vuelta-. Pero para qué molestarse, me pregunto yo, cuando lo único que os van a dar para desayunar es un gusano.

– Si eres el primero de la cola, al menos el gusano está caliente -respondió Charlie-, Y, en cualquier caso…

– Los pies en el suelo. ¡En-el-suelo! -rugió el cabo, entrando en el alojamiento y golpeando al pasar el borde de cada cama con su porra.

– Claro que -sugirió Tommy, mientras intentaba reprimir un bostezo -un propietario como tú ha de levantarse pronto para vigilar que sus empleados trabajen y no se estén rascando la tripa.

– Vosotros dos dejad de hablar y moveos -dijo el cabo-. Y vestíos, o las pasaréis canutas.

– Ya estoy vestido -indicó Charlie.

– No me repliques, muchacho, y llámame «cabo», si no quieres pasarte el día limpiando letrinas.

La amenaza bastó para que Tommy pusiera los pies en el suelo.

La segunda mañana consistió en más instrucción, amenizada por la sempiterna nieve, que ya tenía un espesor de cinco centímetros, seguida de otra comida a base de pan y queso. La tarde, sin embargo, fue destinada a lo que, en los reglamentos de la compañía se definía como «Juegos y pasatiempos». Se cambiaron de equipo antes de trotar hacia el gimnasio para realizar ejercicios físicos, seguidos de instrucción de boxeo.

Charlie, que ahora era un peso medio ligero, no veía el momento de subir al ring, en tanto Tommy se las arregló para mantenerse alejado de la línea de fuego toda la tarde, aunque ambos eran conscientes de la presencia amenazadora del capitán Trentham. Daba la impresión de estar siempre al acecho, sin quitarles el ojo de encima. La única sonrisa que cruzó sus labios en toda la tarde se produjo cuando vio a alguien caer inconsciente de un golpe. Y cada vez que pasaba frente a Tommy se limitaba a fruncir el ceño.

– Soy escurridizo como una anguila -explicó Tommy a Charlie aquella noche-. Sin duda habrás oído la expresión «segundos fuera». Bien, ése soy yo.

Yacía en la cama, mirando al techo.

– ¿Nos escaparemos alguna vez de este lugar, cabo? -preguntó Tommy cuando el cabo de guardia entró en el barracón unos minutos después-. Por buen comportamiento, ya sabe.

– Se os permitirá salir el sábado por la noche -dijo el cabo-. Tres horas libres, de seis a nueve, para hacer lo que os dé la gana. Sin embargo, no os alejaréis más de tres kilómetros de los barracones, vuestro comportamiento será el propio de un Fusilero Real y os presentaréis en el cuartel de la guardia, sobrios como un juez un minuto antes de las nueve. Dormid bien, queridísimos.

Estas fueron las últimas palabras del cabo antes de iniciar la ronda de los barracones y apagar todas las luces de gas.

Cuando por fin llegó el sábado por la noche, dos soldados destrozados, con los pies magullados y los miembros doloridos, exploraron todo cuanto les fue posible la ciudad en tres horas, con sólo cinco chelines para gastar entre los dos, un problema que limitó sus interminables discusiones sobre qué taberna elegir.

A pesar de esto, Tommy parecía saber cómo sacar más cerveza por penique a cualquier patrón de lo que Charlie había soñado jamás, aunque no entendiera lo que decían o, para el caso, no lograra hacerse comprender. En el último puerto de escala, «El Voluntario», Tommy consiguió desaparecer detrás de la taberna con la camarera durante veinte minutos.

– ¿Qué estabas haciendo ahí afuera? -preguntó Charlie.

– ¿Tú qué te piensas, idiota?

– Pero sólo te has ausentado diez minutos.

– Lo suficiente. Sólo los oficiales necesitan más de diez minutos para lo que yo estaba haciendo.

A lo largo de la semana siguiente tuvieron su primera lección de conocimiento del fusil, prácticas de bayoneta y hasta una sesión de lectura de mapas.

Mientras Charlie no tardó en dominar el arte de leer un mapa, a Tommy sólo le costó un día comprender el manejo de un fusil. A la tercera lección ya sabía desmontarlo y montarlo más rápido que el instructor.

El miércoles por la mañana, el capitán Trentham les dio su primera conferencia sobre la historia de los Fusileros Reales. Charlie la hubiera disfrutado, de no ser porque Trentham dejó la impresión de que ninguno de ellos merecía estar en el mismo regimiento que él.

– Aquellos de nosotros que elegimos los Fusileros Reales antes que ningún otro, por razones de vínculos familiares, tenemos el derecho a pensar que permitir a criminales unirse a nuestras filas sólo porque estamos en guerra no redundará en beneficio de la reputación del regimiento -dijo, mirando directamente a Tommy.

– Presumido de mierda -masculló Tommy, en voz lo bastante alta para que lo captaran todos los oídos presentes en la sala de conferencias, excepto los del capitán.

El capitán Trentham volvió al gimnasio el jueves por la tarde, pero esta vez no se golpeaba el costado de la pierna con una fusta.

Iba pertrechado con una camiseta blanca de gimnasta, pantalones cortos azul oscuro y un grueso jersey blanco. El nuevo atavío estaba tan limpio e inmaculado como su uniforme. Paseó por la sala, observando cómo los instructores ponían a prueba a los hombres, y al igual que en la anterior ocasión, pareció mostrar un interés especial por lo que ocurría en el cuadrilátero de boxeo. Durante una hora, los hombres fueron pasando de dos en dos para recibir instrucciones básicas, primero de defensa y después de ataque.

– No bajes la guardia, muchacho -eran las palabras que se ladraban una y otra vez cuando los puños alcanzaban los mentones.

Cuando Charlie y Tommy subieron al cuadrilátero, Tommy había dejado claro a su amigo que confiaba en largarse a los tres minutos de boxear con la propia sombra.

– Manteneos pegados -gritó Trentham, pero aunque Charlie empezó a golpear el pecho de Tommy, no hizo nada para causarle auténtico daño.

– Si no os lo tomáis en serio, me encargaré de los dos, uno tras otro -aulló Trentham.

– Apuesto a que es incapaz de quitarle la nata a un flan de un manotazo -dijo Tommy, pero esta vez alzó demasiado la voz.

Trentham, ante la sorpresa del instructor, saltó de inmediato al cuadrilátero.

– Ahora lo veremos -dijo. Le pidió al entrenador un par de guantes-. Mantendré tres asaltos con cada uno de estos dos hombres -dijo Trentham, mientras un vacilante instructor le ataba los guantes.

Todo el mundo en el gimnasio interrumpió su actividad para contemplar lo que se avecinaba.

– Tú primero. ¿Cómo te llamas? -preguntó el capitán, señalando a Tommy.

– Prescott, señor -respondió Tommy, con una sonrisa.

– Ah, sí, el presidiario -dijo Trentham, y le borró la sonrisa en el primer minuto, porque Tommy, a pesar de que se esforzó con desesperación en alcanzar el mentón del capitán, no lo consiguió ni una vez.