– ¿Adonde está mi papá? -Empecé a levantar la voz.
Pobre mamá. Habría tenido motivos para pensar que se lo hacía a propósito.
– Ahora lo vas a ver -dijo sin comprometerse. Trató de cambiar de tema, de distraerme: -Mirá qué lindas flores.
Pasábamos frente a una casa con soberbios parterres en el jardín delantero.
– ¿Está muerto?
Yo estaba lanzada. Los pasajeros del colectivo ya habían entrado en la historia, lo que me excitó fuera de toda medida. Porque yo era la dueña de la historia. Mamá me pasó un brazo por los hombros, me acercó a ella.
– No, no. Ya te dije -susurró bajando la voz a un nivel casi inaudible.
– ¿Qué? -chillé.
– Shh…
– ¡No te oigo, mamá! -grité sacudiendo la cabeza, como si temiera que la incertidumbre por mi papá me estuviera volviendo sorda. No tuvo más remedio que hablar alto:
– Ahora lo vas a ver.
– Sí, lo voy a ver. ¿Pero muerto?
– No. Vivo.
Yo palpaba el interés de la gente. El paisaje urbano se deslizaba por los vidrios de las ventanillas como un accesorio olvidado.
– Mamá, ¿adonde está papá? ¿Por qué no viene a casa?
Le di a esta pregunta una entonación que significaba: "no me mientas más. Portémonos como personas adultas. Tengo seis años, aparento tres, pero tengo derecho a la verdad."
Mamá me había dicho toda la verdad. Yo sabía que estaba preso, esperando el veredicto de ocho años por homicidio. Lo sabía todo. Estas dudas intempestivas mías no tenían razón de ser, como no fuera hacerle contar la historia para beneficio de unos perfectos desconocidos. Ella no podía creer (y yo tampoco) que su hija fuera capaz de una traición tan idiota. Pero la angustia que yo estaba desplegando en el colectivo era demasiado real. Como siempre, me las arreglaba para confundirla. Era fáciclass="underline" no tenía más que confundirme a mí misma.
– Está enfermo -me dijo, otra vez inaudible, en un susurro-. Por eso vamos a visitarlo.
– ¡¿Enfermo?! ¿Se va a morir? ¿Como la abuelita?
Una de mis abuelas había muerto antes de nacer yo. La otra gozaba de buena salud, en Pringles. Nunca se hablaba de "abuelita" en casa. Era un detalle que incluí para dar verosimilitud a la escena.
– No. Se va a curar. Como vos. ¿No estuviste enfermo y te curaste?
– ¿Le hizo mal el helado?
Así seguí hasta que llegamos, mamá todo el tiempo tratando de hacerme callar, yo alzando la voz hasta hacer un verdadero escándalo. Cuando bajamos, no me dijo nada, no me pidió explicaciones. Yo sentí que mi teatro había terminado, había terminado mal, y ella estaba avergonzada de mí… La angustia se multiplicó, y volví a llorar, con muchísimo más ahínco que antes. Lo lógico habría sido que se detuviera en la plaza, que esperáramos sentadas en un banco hasta que se me pasara. Pero mamá estaba cansada, harta de mí y de mis trucos, y enfiló directamente a la cárcel. Mis ojos se secaron. No quería que papá me viera llorosa.
Era la hora de visitas, por supuesto. Hicimos la cola, una señora que me pareció bastante amable nos palpó, revisó la bolsita de red con comida que traía mamá y nos dejó pasar. Ya estábamos en el patio de visitas. Papá se hizo esperar un rato. Mamá, pensativa y sola (no hablaba con las otras mujeres) me dejó en libertad para explorar.
El patio estaba rodeado de entradas y salidas. No daba impresión de hermetismo como debería haberse esperado. Es inevitable que uno se haga una idea romántica de una cárcel, aunque, como era mi caso, yo no supiera lo que era el romanticismo. Ni una cárcel, para ser sincera. Ésta daba una sensación de realismo acentuada y destructora; las ideas previas, aunque no las hubiera tenido, caían.
Me dirigí a una puerta, atraída como por un imán. Noté con un trasfondo de conciencia que había otros chicos en el patio, todos de la mano de sus madres. Un fuerte sol de otoño volvía blancas las superficies. Era una hora algo adormecida. Me sentí invisible.
Lo que más se acercaba a la cárcel en mi experiencia era el hospital. En ambos casos se trataba de encierros prolongados. Pero había una diferencia. Del hospital no se podía salir por una causa interna: el paciente, como yo había demostrado, estaba imposibilitado de moverse. De la cárcel en cambio no se podía salir por otro motivo. No sabía bien cuáclass="underline" la fuerza era un concepto todavía confuso para mí. Me hice una idea mixta, cárcel-hospital. Había un invisible que se trasladaba de uno a otro. El desvanecimiento de la enfermedad, y una transferencia al prójimo de la conciencia enferma… Era el plan de evasión perfecto. Quizás papá podría volver a casa con nosotras… En este edificio demasiado realista, yo irradiaba mi magia… Si papá estaba aquí por mi culpa…
Pero mi magia empezó actuando sobre mí: una ensoñación melancólica transportó de pronto mi alma a una región muy lejana. ¿Por qué yo no tenía muñecas? ¿Por qué era la única niña del mundo que no tenía una sola muñeca? Tenía un papá preso… y no tenía una muñeca que me hiciera compañía. Nunca la había tenido, y no sabía por qué. No por pobreza o avaricia de mis padres (eso nunca es obstáculo para un niño), sino por otra razón misteriosa… Dentro del misterio, empero, la pobreza era una razón. Y ahora lo iba a ser más. Ahora íbamos a ser pobres de verdad, mamá y yo, abandonadas, solas. Por eso mismo, la muñeca se me presentó como un deseo agudo, doloroso. Con mi habitual estilo dramático, me dejé invadir por un discurso nostálgico, lleno de variaciones. La muñeca había desaparecido para siempre, antes de que yo aprendiera las palabras con las que pedirla, y dejaba un hueco aspirante en el centro de mis frases… Me vi como una muñeca perdida, arrumbada, sin niña…
Eso era yo. La niña que no era. Viva, estaba muerta. Si yo estuviera muerta, papá estaría en libertad. Los jueces se habrían compadecido del padre que se cobraba vida por vida, sobre todo si una vida era la de su hija adorada, y la otra la de un completo desconocido. Pero yo había sobrevivido. Yo me conocía. No era la misma de antes. No sabía cómo ni por qué, pero no era la misma. Por lo pronto, mi memoria había quedado en blanco. Antes del incidente en la heladería, no recordaba nada. Quizás tampoco eso lo recordaba bien. Quizás se había hecho en realidad un trueque de vidas: la del heladero por la mía. Yo había empezado a vivir con su muerte. Por eso me sentía muerta, muerta e invisible…
Cuando esta reflexión cesó, estaba en otro lugar. En un interior. ¿Cómo había llegado ahí? ¿Dónde estaba papá? Esta última pregunta fue la que me despertó. Me despertó porque se parecía tanto a mis sueños. Estaba sola, abandonada, invisible…
O había subido una escalera sin darme cuenta, o, más probable, el edificio tenía sótanos reformados. Porque, al extremo de un pasillo solitario que recorrí volviéndome noventa grados con la intención de regresar al patio y abrazar a mi papá, me encontré en una suerte de plataforma que colgaba sobre un recinto cuadrado, dividido por rejas a la mitad. No sin alarma, creí haber llegado demasiado lejos. Buscando la salida, con la desesperación que tan bien conozco, cometí el error que me faltaba: desconfié de volver sobre mis pasos, y entonces me metí por el primer agujero que encontré, un agujero situado en la pared, donde debían de estar haciendo algunas reformas; era un hoyo, casi una grieta, de cuarenta centímetros de alto y veinte de ancho como mucho, a la altura del zócalo. Lo vi como el atajo perfecto para volver al punto de partida. Fui a parar a una especie de cornisa a diez metros del piso. Me deslicé por ella pegada a la pared (le tenía terror a la altura). El techo estaba cerca. De lo que había abajo, como no me acerqué al borde irregular, sólo vi un pasillo. Además, estaba bastante oscuro. La cornisa, que en realidad era el resto de un cielo raso de yeso, terminaba en un cubículo en el que me metí. Era un tragaluz. Un espacio de un metro por un metro, y las paredes de dos o tres metros de alto; arriba, un cuadrado de cielo. En las cuatro paredes, a la altura de mis pies, cuatro ranuras que daban a profundos cuartos en sombras. Una vez ahí adentro, me quedé quieta. Me senté en el piso. Pensé: voy a pasar toda la noche aquí. Eran las cuatro de la tarde, pero para mí había empezado la noche. No podía avanzar más porque ese lugar no tenía salida. Y no se me ocurrió volver… En esto último era coherente. La actitud de mis padres para conmigo tenía siempre el fondo de "esta vez has ido demasiado lejos". Nunca era de "has vuelto desde demasiado lejos", seguramente porque de ahí no se volvía.