En ese tipo de situaciones, lo que domina es la repetición. Un día se hace igual a todos los otros. La emisión de la radio era todos los días distinta. Y a la vez se repetía. Se repetían los programas que seguíamos… No habríamos podido seguirlos si no se repitieran; habríamos perdido el rastro. Por otro lado, los locutores leían siempre las mismas propagandas, que yo me había aprendido de memoria. Nada nuevo por ese lado, ya que en mí la memoria era, y sigue siendo, lo primero. Las repetía en voz alta a medida que ellos las decían, una tras otra. Lo mismo las presentaciones de los programas, y la música que las acompañaba. Me callaba cuando empezaba el programa en sí.
Seguíamos tres radioteatros. Uno era la vida de Jesucristo, en realidad la infancia del Niño Dios; era un programa de sesgo infantil, auspiciado por una marca de maltas, bebida que yo nunca había probado a pesar de los panegíricos que se hacían, siempre iguales (yo repitiendo sobre la voz del locutor), de sus propiedades nutritivas y promotoras del crecimiento. Jesús y sus amiguitos eran una pandilla simpática, que incluía un negro, un gordo, un tartamudo, un forzudo; el Mesías niño era el caudillo, y operaba un pequeño milagro pueril por capítulo, como para ir practicando. No era infalible, todavía, y solían meterse en problemas en su afán de ayudar a los pobres y descarriados de Nazaret; pero siempre las cosas terminaban bien, y la voz grave y retumbante del Padre, o sea Dios, daba al final la moraleja, o sabios consejos en su defecto. Esos chicos se habían vuelto mis mejores amigos. Adoraba tanto sus aventuras y travesuras que mi fantasía trabajaba a toda velocidad imaginando variantes o soluciones para sus peripecias; pero al fin siempre me conformaba más el desenlace propuesto por los guionistas; claro que yo no sabía que había guionistas. Para mí era una realidad. Una realidad que no se veía, de la que sólo se oían las voces y ruidos. Las visiones las ponía yo. Salvo que dentro de esa realidad estaba la voz del Padre, mi momento favorito, en el que todos, ya no sólo yo, tenían que poner la visión. Dios era la radio dentro de la radio.
El segundo radioteatro también era de historia, pero profana, y argentina. Se llamaba Cuéntame Abuelita, y ponía en escena, en una especie de prólogo siempre igual, a la anciana Mariquita Sánchez de Thompson y a sus nietos, que cada vez le pedían el relato de algún hecho de la historia patria, de la que la dama había sido testigo presencial. Una vez era la Primera Invasión Inglesa, otra la Segunda, o algún episodio durante cualquiera de ambas, o las jornadas de Mayo, o una fiesta en el Vierreynato, o bajo la Tiranía, o algún pasaje de la vida de Belgrano o de San Martín… Lo que me encantaba era el azar del tiempo, la lotería de años; yo no sabía nada de historia, por supuesto, pero los diálogos preliminares, las adorables vacilaciones en la voz de la viejecita, dejaban bien en claro que se trataba de una extensa playa de tiempo en la que se podía elegir… Y la memoria de la Abuelita parecía frágil, pendiente de un hilo a punto de cortarse… pero una vez lanzada, su voz cascada se borraba y en su lugar aparecían los actores del pasado… Ese reemplazo era lo que más me gustaba: la voz que vacilaba en el recuerdo, la niebla, a la que se superponía la claridad ultra-real de la escena tal cual había sido…
Este radioteatro no era ni para niños ni para adultos, y a la vez era para unos y para otros. Era algo intermedio: a los adultos les recordaba lo que habían aprendido en la escuela, a los niños les señalaba lo que recordarían cuando lo aprendieran. Doña Mariquita y sus nietos formaban un bloque: ella era la eterna niña… Su memoria débil y senil, en realidad era formidable: las escenas de su vida remota revivían no como revive el pasado habitualmente, como cuadros mudos, sino en cada una de sus inflexiones sonoras, hasta el último suspiro o roce de una silla al ponerse de pie precipitadamente el caballero virreynal muerto sesenta años atrás cuando entraba al salón la dama muerta cuarenta años atrás, de la que él, por supuesto, estaba enamorado.
El tercero, el de las ocho (duraban media hora) era decididamente para adultos. Era de amor, y actuaban todas las estrellas del día. De algún modo, esta novela desembocaba en la realidad plena, que las otras escamoteaban. Una prueba de ello, o lo que a mí me parecía una prueba, era su complicación. La realidad que yo conocía, la mía, no era complicada. Todo lo contrario, era simplísima. Era demasiado simple. A la Novela Lux no podría resumirla como hice con los dos radioteatros anteriores; no tenía mecanismo de base, era una pura complicación flotante. Había una circunstancia que garantizaba su complicación perpetua: todos amaban. No había personajes secundarios, de relleno. Era un radioteatro de amor, y todos amaban. Como pequeñas moléculas, todos extendían sus valencias de amor en el espacio, en el éter sonoro, y ninguno de esos bracitos anhelantes quedaba libre. Era tal el embrollo que se creaba una nueva simplicidad: el compacto. El espacio dejaba de ser vacío, poroso, intangible; se volvía roca de amor sólido. La simplicidad de mi vida, en cambio, era equivalente a la nada. Desde mi desamparo, el mensaje que me parecía oír en el "radioteatro de las estrellas" era que se llegaba a adulto para amar, y que sólo el multitudinario cielo nocturno podía hacer de la nada un todo, o por lo menos un algo.
Además de ésos, escuchábamos toda clase de programas: informativos, preguntas y respuestas, humorísticos, y por supuesto la música. Nicola Paone me subyugaba. Pero no hacía distingos: toda la música era mi favorita, por lo menos mientras la estaba oyendo. Hasta los tangos, que en general a los niños los aburren, a mí me gustaban. La música me resultaba maravillosa por el vigor con que se adueñaba de su presente, y expulsaba de él a todo lo demás. Cualquier melodía que escuchara me parecía la más hermosa del mundo, la mejor, la única. Era el instante llevado a su máxima potencia. Era una fascinación del presente, un hipnotismo (¡otro!). Me obstinaba en ponerlo a prueba cada vez; quería pensar en otras músicas, en otros ritmos, comparar, recordar, y no podía, estaba inundada por ese presente hecho música, presa en una cárcel de oro.
Hablando de música. Una vez, por Radio Belgrano, en un espacio fuera de programa, hubo una cantante que actuó por primera y única vez, y que mamá y yo escuchamos con la mayor atención y no poca perplejidad. Creo que en esa oportunidad la atención de mamá se puso a la altura de la mía. La mujer que cantó era lo más desafinado que se haya atrevido a cantar nunca, ni en broma. Nadie con tan poco sentido de lo que eran las notas ha llegado a terminar un compás; ella cantó cinco canciones enteras, boleros, o temas románticos, acompañada al piano. Quizás era una broma, no sé. Todo fue muy serio, el locutor la presentó con formalidad y leyó con voz lúgubre los nombres de las canciones entre una y otra… Era enigmático. Después siguieron con la programación habitual, sin más comentarios. Quizás era parienta del dueño de la radio, quizás pagó por su espacio para darse el gusto, o para cumplir una promesa, quién sabe. Cantar así, era como para avergonzarse de hacerlo a solas, bajo la ducha. Y ella cantó por la radio. Quizás era sorda, discapacitada, y lo suyo tenía mucho mérito (pero se olvidaron de decirlo). Quizás cantaba bien, y se puso nerviosa. Esto último es menos probable: era demasiado mala. Ni a propósito podría haber sido peor. Desafinaba en cada nota, no sólo en las difíciles. Era casi atonal… Es inexplicable. Lo inexplicable. Lo verdaderamente inexplicable no tiene otro santuario que los medios de comunicación masivos.
Pues bien, la presencia inexplicable de esta cantante en medio de mi memoria, en medio de la radio, en medio del universo, es lo más raro que contiene este libro. Lo más raro que me pasó. Lo único de lo que no estoy en condiciones de dar la razón. Y no porque mi propósito sea explicar el tejido de acontecimientos rarísimos que es mi vida, sino porque sospecho que en este caso la explicación existe, existe realmente, en algún lugar de la Argentina, en la mente de algún hijo, algún sobrino, algún testigo presencial… O ella misma, la Desafinada… quizás vive todavía, y recuerda, y si me está leyendo… Mi número está en la guía. Siempre tengo encendido el contestador automático, pero estoy al lado del teléfono. No tiene más que darse a conocer… No el nombre, por supuesto, que no me diría nada. Que cante. Unas notas nada más, cualquier pasaje, por breve que sea, de una de aquellas canciones, y con toda seguridad voy a reconocerla.