Me vi obligada a emplear un arte de la memoria. Mi memoria era perfecta, pero no bastaba. Me las había arreglado para necesitar algo más. Necesitaba un método, y utilicé la imagen de mi aula en su momento de plena ocupación. Para hacer imagen debía tener las figuras en silencio. Ahora bien, en el aula, y supongo que será igual en cualquier aula de cuarenta y dos chicos (yo no me cuento) de seis años, eran muy escasos los momentos en que todos ocupaban sus bancos y se quedaban en silencio. Había un solo momento así: cuando la señorita tomaba asistencia. Era una letanía de nombres, el apellido primero, el nombre de pila después -faltaba yo, que debería haber estado segundo, entre Abate y Artola. Repetida todos los días en el mismo orden, me la había aprendido de memoria. Y estaba fundida, como el audio de una imagen, al recuerdo utilizable mnemotécnicamente de toda el aula en su lugar… Lamentablemente, esa fusión me impedía usar la imagen tal como la tenía almacenada. Porque el orden sonoro de los niños, que era el alfabético, no coincidía con el de las ubicaciones. Eso me obligaba a un penoso zigzag, eran dos órdenes sobreimpresos…
Este entretenimiento me absorbía. Me absorbía tanto que llegó a producirme placer, el primero extenso y manipulable que yo experimentara en mi vida. Era un placer doloroso, casi abrumador, pero así era yo. Y no tardó en sublimarse, en trascenderse… Un poco al margen de mi voluntad creó un suplemento sobre el que se lanzó mi imaginación con una avidez loca. Trascendí la escuela. Empecé a dar instrucciones. Instrucciones de todo, de vida. Se las daba a nadie, a seres impalpables que había dentro de mi personalidad, que ni siquiera tomaban formas imaginarias. Eran nadie y eran todos.
Las instrucciones que yo daba se referían a cualquier cosa. A algo que estuviera haciendo, en principio, pero también a otras actividades que no hacía ni iba a hacer jamás (por ejemplo trepar a una montaña) y sobre las cuales sin embargo especificaba los detalles más mínimos. Pero la base, el modelo, el grueso de mis instrucciones, se refería a lo que yo estaba haciendo en ese momento. A tal punto que mis actividades se duplicaban en las instrucciones para llevarlas a cabo, actividades e instrucciones eran una misma cosa. Caminaba, y lo hacía explicándole a un discípulo fantasmal cómo era que se caminaba, cómo se debía caminar… No era tan simple como parecía, nada lo era… Porque la verdadera eficacia era una elegancia, y la elegancia dependía de un saber minuciosamente detallado, caprichoso de tan detallado, una idiosincrasia esotérica que sólo yo estaba en condiciones de transmitirle a… nadie, no sabía a quién, quizás a alguien. El juego invadía toda mi vida. Cómo sostener el tenedor, cómo llevárselo a la boca, cómo beber un sorbo de agua, cómo mirar por la ventana, cómo abrir una puerta, cómo cerrarla, cómo encender la luz, cómo atarse los zapatos… Todo acompañado de un flujo incesante de palabras, "hágalo así… nunca lo haga así… una vez yo lo hice así… tenga la precaución de… hay gente que prefiere… de este modo los resultados no son tan…" Era un discurso rápido, muy rápido, no disponía de ninguna lentitud en la que refugiarme porque la velocidad justa era parte esencial de la corrección, y yo estaba dando el ejemplo. Y además eran tantas las actividades sobre las que debía instruir… eran todas… algunas simultáneas, lanzar una mirada ligeramente a la derecha y algo arriba del horizonte, controlando el movimiento de la pupila, de la cabeza (¡y había que tener algún pensamiento adecuado y elegante como acompañamiento de esa mirada, sin lo cual no valía nada!), al mismo tiempo que se recogía una piedrita, con el gesto preciso de los dedos… Cómo usar los cubiertos, cómo ponerse el pantalón, cómo tragar saliva. Cómo estar quieto, cómo estar sentado en una silla, ¡cómo respirar! Hacía yoga sin saberlo, ultrayoga… Pero para mí no era un ejercicio: era una clase, daba por supuesto que yo ya lo sabía todo, ya lo dominaba… Por eso debía enseñar… Y en realidad lo sabía, cómo no iba a saberlo si era la vida en todo su despliegue espontáneo. Aunque lo principal no era saberlo, ni siquiera hacerlo, sino explicarlo, desplegarlo como saber… Y tan curiosos son los mecanismos de la mente y el lenguaje, que a veces me descubría dándome las instrucciones a mí misma.
9
Mi mamá era mi mejor amiga. Pero no por una elección que me definiera, ni por una elección de cualquier otro tipo, sino por necesidad. Estábamos solas, aisladas, ¿qué nos quedaba sino tenernos la una a la otra? En esos casos la necesidad se hace virtud, y no es menos virtud por eso. Ni menos necesidad. La nuestra no era profunda, no tenía raíces o concomitancias. Era una necesidad casual, de momento. Difícilmente podría encontrarse dos seres con menos afinidades que nosotras dos. Ni siquiera éramos opuestos complementarios, porque nos parecíamos. Ella también era una soñadora. Habría preferido ocultármelo, pero lo descubrí por alguna señal mínima. Las personalidades secretas se revelan en lo furtivo, y eso era lo que yo captaba antes que nada, de modo que la pobre mamá no tuvo ninguna chance de hacerse imperceptible conmigo. Mis ojos horadantes de monstruo impedían que ningún ser vivo se mimetizara con mi vida.
Aun así, tuve un amigo, ese año. Un niño, un vecinito, con el que solía jugar, un amigo en el sentido corriente de la palabra… Un poco más, y yo me volvía una niña corriente en el sentido corriente de la palabra (de la palabra "corriente"). Pero no, no es para tanto. La historia de mi amistad con Arturo Carrera es de lo más peculiar.
Vivíamos, como creo haberlo dicho ya, en un inquilinato ruinoso en los arrabales de Rosario, del lado del río. Ocupábamos una pieza, por casualidad no de las peores, del piso alto. En marcado contraste con lo que suele pasar en tales lugares, no había casi niños. Los dueños no los admitían. Conmigo habían hecho una excepción porque no tenía hermanos, porque mamá estaba desesperada, y sobre todo porque les dijo que yo era retrasada mental, cosa que mi aspecto hacía tan verosímil. La excepción de la que se había beneficiado Arturo Carrera era más complicada, y nunca he intentado explicármela. (Pero es la clave de todo.)
Era huérfano de padre y madre, y no tenía otro pariente vivo que su abuelita, que a su vez no lo tenía más que a él. El mismo caso que mamá y yo, pero mucho más acentuado: nosotras estábamos momentáneamente solas en Rosario, ellos lo estaban definitivamente, en el mundo. Su relación además era muy diferente de la nuestra, como ellos eran distintos de nosotras. La abuela era viejísima, pequeñita como un niño, pelo blanco, vestido negro; hablaba en dialecto siciliano y el único que la entendía era su nieto. No obstante, salía sola a hacer las compras, y hablaba con todos los vecinos. No sé cómo se las arreglaba.
Arturito por su parte era muy bajo para su edad; tenía siete años, uno más que yo, pero no me llegaba al hombro; y yo no era alta. Era muy pálido, ceroso, rubio, se peinaba con gomina. En la ropa sobre todo se notaba que no tenía madre ni padre ni tías ni nada. Cualquier adulto razonable lo habría hecho vestir de un modo más adecuado a su edad. Como no era así, hacía su capricho. Usaba trajes, con camisa blanca almidonada, gemelos, corbata, a veces los trajes eran de tres piezas, con chaleco, o bien sacos sport a cuadros, pantalones de franela gris, mocasines color guinda muy lustrados. Parecía un enano. El gusto con que elegía telas y cortes era deplorable, pero eso era lo de menos, habida cuenta de su fantástica inadecuación. Con todo, debe decirse que no llamaba demasiado la atención. Quizás la gente del inquilinato y del barrio se había habituado. Quizás ese atuendo ridículo era lo que más sentaba a su tipo. Era un chico con personalidad, eso no podía negarse. Lo inadecuado parecía ser el precio justo de la personalidad. Yo en cambio no tenía personalidad. Estaba dispuesta a pagar el precio, pero no se me ocurría cuál podía ser. Imitar a Arturito, además de ser materialmente imposible, no me habría servido de nada, pero no tenía otro modelo. Entonces renunciaba a imitarlo, renunciaba a tener personalidad, y adivinaba oscuramente que en la renuncia estaba mi única posibilidad de ser alguien. Llegué a angustiarme. Me miraba al espejo y no me encontraba un solo rasgo por el que se me pudiera reconocer. Era invisible. Era la niña-masa. Habría cambiado sin vacilar mis lindos rasgos armoniosos por la nariz de Arturito…