Porque para terminar su retrato me faltaba mencionar el rasgo más notable, la desmesurada nariz ganchuda que tenía, tan pero tan grande que le daba su forma a todo el rostro, lo proyectaba hacia adelante. Otra característica notable: la voz. O mejor dicho, la manera de hablar, como si le hubieran inflado la boca con gas o le hubieran metido una papa caliente. Le daba una afectación medio oligárquica, indescriptible pero no inimitable. Nada es inimitable.
Arturito se consideraba rico. Se creía un heredero. Vástago final y único de una familia de acomodados estancieros, la lógica le decía que en él se acumularían las propiedades, las rentas… No había nada de eso. Eran pobrísimos. Sobrevivían a duras penas con unos trabajitos de costura que hacía la abuela, que se arruinaba con los gastos de sastrería del nieto. Era extraño que él persistiera tan inconmovible en su delirio, cuando ella no hablaba más que de plata y de la miseria y del temor de dejar en la mendicidad a su nieto si ella moría… Es cierto que eso lo decía en su dialecto, y nadie más que él lo entendía. Pero justamente si entendía, ¿cómo no entendía el significado, lo que le concernía, es decir que no era rico? La oía como quien oye llover. Como si ella se quejara para otros, pour la galerie, ¡para los que no podían entenderla!
A pesar de estas peculiaridades, o a causa de ellas, Arturito era un niño feliz, un niño típico (o sea: de los que no existen), libre de los rasgos atormentados de la infancia de la clase media, de la que yo era un exponente tan acusado. No tenía preocupaciones. Era popularísimo en la escuela, propulsor de todas las modas, sociable, triunfante. Sólo la circunstancia de que viviéramos en la misma casa lo acercó a mí, de otro modo yo jamás habría tenido acceso a su círculo dorado. Se hizo mi protector, mi agente, siempre poniendo por las nubes mi inteligencia. Era de una cortesía loca, como todo lo suyo. Toda ocasión le era buena para poner en relieve mis virtudes, lo alto que me elevaba mi intelecto por encima de él… Y quizás acertaba sin saberlo. Por lo pronto, yo reservaba mi interioridad, mientras él ponía la suya a la vista. Ocultar algo es tener algo que ocultar. Yo no lo tenía, pero ocultaba, asomaba al mundo como quien viene de enterrar un tesoro. Ya mi asombro ante el azar que me había hecho la amiga más íntima del chico más popular de la escuela era un ocultamiento. Por lo pronto, me cuidé de ocultárselo a Arturito. Y además, no tomé lecciones de elegancia de él. En eso no me servía. La elegancia alucinada de la que yo era suprema instructora siguió intacta en mí, sin tomar nada de él ni de nadie. Arturito en ese sentido representaba otra esfera, la de la riqueza… Su alucinación coloreaba la mía… Ser rico era pasar de largo, ir más allá de la elegancia, de la precisión, de la finura: la riqueza conducía a una vida en bloque, radiante y compacta, pero sin los claroscuros, los pequeños movimientos diferenciales, que eran el motivo de mi vida. De modo que, sin proponérmelo realmente, sin maldad, me oculté enteramente de Arturito. Le oculté una pequeña parte de mí, y esa parte ocultó el resto… Traicioné la única amistad que pude haber tenido… No sé cómo pude hacerlo. O quizás lo sé. Es como si me hubiera puesto una máscara, para salvaguardar detrás de ella los giros de un sujeto sin límites.
Una de las fantasías más arraigadas en Arturito era la de las fiestas de disfraz, grandes mascaradas que daba para sus innumerables amistades todos los años, para Carnaval. Sonaba como un disparate, pero hablaba de ellas con la más inquebrantable certeza, y era inagotable en anécdotas de sus fiestas de carnavales anteriores. Mamá y yo habíamos ido a vivir al inquilinato poco después del Carnaval (muy poco después), y faltaba bastante para el próximo, así que yo no tenía forma de saber si esos relatos tenían algún asidero o no. Para Arturito una fiesta de disfraces era un sine qua non de la vida. Él mismo parecía siempre disfrazado, con sus trajecitos. Aunque apenas apuntaba la primavera, ya estaba pensando su disfraz para la fiesta que daría en el próximo carnaval, a la que yo estaba invitado desde ya… si es que me dignaba asistir, si le hacía el honor, si condescendía a divertirme un rato con esas frivolidades tan por debajo de mi nivel…
Yo no lo encontraba muy imaginativo. No lo era, en comparación conmigo. Era demasiado imaginativo, también aquí se pasaba un poco (para mi gusto) y quedaba en una especie de niebla radiante en la que se podía ser feliz, siendo demasiado imaginativo, es decir rico, aristocrático, despreocupado, pero se perdía el vigor creativo de la imaginación. Se le había ocurrido que usaría un disfraz de Astrónomo, y de ahí no lo sacaban. No podía precisar nada en cuanto a los contenidos: para él era sólo una palabra, "astrónomo", y algunas cosas anexas subyugantes y "hermosísimas" (una palabra muy suya) como las estrellas, las constelaciones, las galaxias…
Pero cuando me preguntaba de qué iría yo, yo que era mil veces más rica en imaginación que él, no atinaba a decirle nada.
Entonces quiso colaborar. Era una tarde, después de la escuela, antes de los radioteatros. Estábamos en el patio del inquilinato, y reinaba uno de esos silencios muertos que sólo los niños, viajeros a lo más profundo del día, pueden tener alrededor. Me dijo que tenía algo que podía servirme, algo que si bien no era un disfraz, podía darme una punta, un comienzo… Se escabulló adentro de su pieza. El silencio persistía. No se oyó a la abuela… Había ese silencio de cuando todos se han dormido al mismo tiempo, pero no era la hora de la siesta: era una casualidad. Sentí una inquietud, un desasosiego; Arturito era tan impulsivo, entendía tan poco del mundo fuera de él… ¿con qué se aparecería? Podía ofenderme sin quererlo. Tuve un escozor de alarma que no duró mucho. Confiaba en mi impasibilidad, que era sobrenatural.
No había de qué preocuparse. Lo que trajo era una nariz de cartón. La había usado para una de las bromas que estaba haciendo siempre… Su filosofía primera y última era que una vida social intensa exigía mucho consumo de humor, por lo menos humor como lo entendía él, humor bromista, que dejara un recuerdo risueño. Era nada más que una nariz, enorme eso sí, con una gomita para ajustársela… Una nariz grande como la de él, más grande… pero con la misma forma… Tuve una erupción de entusiasmo, tan infantil. ¿Era para mí? Eso ni se preguntaba. Arturito era la mar de desprendido, a veces. A veces era maniáticamente avaro. Era tan contradictorio. Me la puso él mismo. No porque me considerara torpe… Me sabía poco habituada a gestos mundanos, pero por la superioridad que me atribuía. Me iba perfecta. Me miró y me dijo que ya estaba a medias disfrazada. Tenía el embrión, la gayadura del disfraz, lo demás era suplementario… Un vestido viejo de mi mamá… De pronto él también estaba entusiasmado, o ya lo estaba de antes… Pero su entusiasmo empezaba a curvarse sobre él… yo ya me lo veía venir. Teníamos seis y siete años, nos dominaba la urgencia… Era como si la fiesta fuera esa misma noche… El silencio sobrenatural que reinaba en la casa había anulado el tiempo. Arturito tuvo una idea y volvió corriendo a su pieza… Volvió castañeteando algo en la mano. Era la dentadura de porcelana de la abuela. No me asombró que se la hubiera podido robar, la anciana no la usaba permanentemente… El tac tac que venía sacándole resonaba en el silencio, en el mismo silencio, en el que todo podía robarse… Era lo que correspondía después de la nariz: la dentadura. Quiso que me la probara… pero por supuesto me negué… Yo jamás me metería en la boca eso, era obsesivo de todo lo chupado… Se la puso él, lo deformaba, sobre todo al reírse… Me imaginé lo que seguía: ahora querría la nariz… Me llevé las manos a la cara para protegerla, en un gesto instintivo. Tuvo la inocencia de mentar al Astrónomo, quería ser el Astrónomo con dentadura y nariz… Si me la hubiera pedido se la habría devuelto sin vacilar… Pero no, hubo una segunda curvatura, su generosidad se imponía y al mismo tiempo se trascendía… Le pondría un hilo a la dentadura y me la colgaría del cuello, sería Caníbal… O mejor… la nariz colgada del cuello, la dentadura como hebilla del pelo… o una nariz superfetatoria en el pecho, la dentadura en la axila… Hubo un instante de combinatoria absoluta, de ir y venir por mi cuerpo… nariz y dentadura… Era inevitable que se le ocurriera… quizás se me ocurrió a mí un momento antes, eso nunca se sabe, es casi objetivo… La nariz debía ir sobre mi nariz, no podía haber otro sitio… Y la dentadura mordiéndola… Era el disfraz completo, sin más: la niña mordida por el fantasma… Gracias al fantasma, no importaba que el Carnaval fuera seis meses después, hendía todo el tiempo… La aplicó mordiendo, en un ángulo perfecto… Hay improvisaciones que valen todo el arte… hincó los dientes en el cartón, sin sacarme la nariz… Me preocupaba que estuviera estropeando su nariz de cartón, pero Arturito más que generoso era sacrificial, no le importaba destruir sus cosas, si era por reírse, por pasarla bien, a lo rico… Esos dientecitos de porcelana parecían de rata, afilados… Yo no sabía que eran de porcelana, creía que eran de un muerto, creía que las dentaduras postizas se hacían con dientes de muerto; hay mucha gente que lo cree… Atravesaron el cartón… Arturito se reía hasta el llanto, trabajaba sobre mí con esa torpeza hábil… Yo quería mirarme a un espejo… aunque en realidad no lo necesitaba, podía verme en los ojitos grises de mi amigo… era fenomenal… la niña que había sido mordida por un fantasma… Pero en su pasión, en la pasión por el disfraz que dominaba su vida, Arturito fue demasiado lejos. Apretó demasiado. La pinza de dientes, de dientes que se revelaban de pronto como horribles dientes de muerto, se clavó en mi nariz… Porque abajo de la narizota de Arturito (la de cartón) yo tenía mi nariz, la verdadera… No fue tanto el dolor como la sorpresa… Me había olvidado de mi carne, y la recordé con terror, mordida, asfixiada… Di un grito escalofriante… Estaba segura de que me había mutilado, ahora sería un monstruo, una calavera… Arturito dio un paso atrás asustado. Mi expresión le heló la sangre en las venas… nunca se olvidaría de eso… pero como anécdota chistosa, una más, de las tantas que tenía, quizás la mejor, la más graciosa… aunque por el momento no entendía… Me vio, y yo me vi en sus ojos espantados, extraerme de sus manos retorciéndome y salir corriendo, llorando y gritando… a toda velocidad, despavorida… ¿Adonde iba? ¿Adonde huía? ¡Si lo supiera! Huía de las bromas, del humor, de las anécdotas futuras… huía de la amistad, y no con desdén o para ir a hacer algo más importante, como creía el ingenuo de Arturito: era sólo el horror el que le daba alas a mis pies, el horror más sombrío.