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Todas las cosas que habían ocurrido, habían contribuido a hacer pasar el tiempo. De pronto yo, que no advertía nada, sentía que el aire cambiaba de consistencia, que hacía menos frío, que los días eran más largos… Llegaba la primavera. Era como si el año quedara atrás, y al hacerlo se fundiera en un bloque muerto, extraño a mí. Secretaba todas las pequeñas diferencias, los movimientos, temblores, pensamientos, los expulsaba a todos del presente, donde yo palpaba una novedad un poco salvaje que me embriagaba. No es que me dejara llevar por el optimismo -mi experiencia era demasiado unilateral para eso, y de todos modos no habría sido mi estilo. Era más bien la percepción de un ciclo, pero como mi vida, podía decirse, había empezado ese otoño, poco después de nuestra llegada a Rosario, no veía el cielo en su repetición sino en su línea recta. En una palabra, creí que las cosas estaban por cambiar.

¿Y por qué no iban a cambiar, si el mundo cambiaba a mi alrededor, y yo misma cambiaba también? La escuela ya no me llamaba la atención, la ausencia de papá tampoco, el juego de la maestra tampoco, la radio tampoco, Arturito tampoco. Era como si todo se gastara y se hiciera transparente… Y yo me aferraba a la transparencia, pero sin angustia, sin dolor, como si no fuera aferrarme sino atravesarla, como un pájaro. Sentía el anhelo de espacios abiertos, como los había vivido en Pringles; aunque yo no tenía recuerdos de Pringles; una amnesia completa me separaba de mi vida anterior a Rosario, que había sido la invención de mi memoria. Pero los espacios de Pringles no eran un recuerdo. Eran un deseo, una especie de felicidad, que podía estar en cualquier lado: todo lo que tenía que hacer era abrir los ojos, extender la mano…

Ese espacio, esa felicidad, tenía un color: el rosa. El rosa de los cielos al atardecer, el rosa gigante, transparente, lejano, que representaba mi vida con el gesto absurdo de aparecer. Yo era gigante, transparente, lejana, y representaba al cielo con el gesto absurdo de vivir. Mi vida era mi pintura. Vivir era colorearme, con el rosa de la luz suspendida, inexplicable…

En nuestro barrio las casas eran bajas, las calles anchas, los espectáculos celestes estaban al alcance de la mano. Mamá empezó a dejarme ir sola a la escuela, que estaba a cuatro cuadras. Yo hacía lento y difuso el trayecto, sobre todo al regreso, cuando se desplegaba el crepúsculo. Me ganaba la libertad, el vagabundeo. Descubría la ciudad… Sin entrar en ella, claro está, limitándome a mi rincón marginal… La adivinaba desde allá, sobre todo desde el río, al que todos los días le echaba una mirada, porque estábamos cerca y siempre había una oportunidad. Por supuesto, no me perdía ocasión de salir. La acompañaba a mamá cada vez que salía… En realidad, siempre la había acompañado, ella no se atrevía a dejarme sola en la pieza, quién sabe con qué temores. Pero ahora yo había inventado un modo de acompañarla que me encantaba. A mí todo lo que me gustaba se me volvía un vicio, una manía. No conocía términos medios. Mamá tuvo que resignarse, aunque le causaba toda clase de problemas e inquietudes. Lo que yo hacía eran las "persecuciones". La dejaba adelantarse, cien metros más o menos, y me escondía, y la iba siguiendo escondida, yendo de un árbol a otro, de un zaguán a otro… Me escondía (por puro gusto de ficción, ya que ella, hastiada, había terminado por no darse vuelta a mirarme) detrás de cualquier cosa que me cubriera, un auto estacionado, un poste de luz, algún peatón… Cuando ella doblaba, yo corría hasta la esquina y la espiaba, la dejaba alejar, acechaba la ocasión de ganar terreno oculta… Si la veía entrar a un negocio, esperaba escondida, la vista fija en la puerta… Cuando llegaba de vuelta a casa, era un anticlímax. Me quedaba media hora en la esquina para ver si volvía a salir, al fin entraba, y las más de las veces recibía un bife, mis estrategias la ponían nerviosa, y no era para menos. Casi siempre la perdía. Me pasaba de lista, lo hacía más difícil de lo que debía ser, y la distancia que nos separaba ya no era ni poca ni mucha, porque había desaparecido. Entonces volvía a casa, me escondía en el zaguán, no sabía si había vuelto o no… y ella a veces tenía que interrumpir sus compras para volver, cuando se le hacía evidente que yo no la estaba siguiendo… Entonces me daba un bife y volvía a partir pero arrastrándome de la mano, que apretaba hasta hacerme crujir los huesos… Yo era incorregible. El juego era mi libertad. Curiosamente, mientras lo practicaba nunca me daba mis famosas instrucciones mentales, aunque esa actividad era ideal para ellas… Es que las persecuciones ya eran instrucciones en sí, eran mapas, eran ciudad… Mamá no salía de un radio muy limitado alrededor de nuestra morada, siempre las mismas calles, los mismos recorridos, el almacén, la carnicería, la pescadería, la verdulería… No había peligro de que yo me perdiera. La perdía a ella, siempre, tarde o temprano, pero no me perdía yo. Aunque ella no renunciaba al temor de que me extraviara. Y no podría habernos extrañado que sucediera. No sé cómo no me perdí nunca.