Lo que no me explicaba yo misma era cómo podía perderla, cómo se podía hurtar a mi tenaz y lúcida persecución; cuando lo pensaba, me parecía la faena más simple del mundo. En mi subconciente sabía bien que lo último que quería mamá era que yo la perdiera de vista. Sólo en mi juego era una astuta delincuente que advertía que la sutil detective la estaba siguiendo, y la desorientaba, o trataba de hacerlo, con maniobras sagaces… La pobre mamá me habría llevado con una correa. Pero, incapaz de impedir que yo me demorase y me escondiera en un zaguán esperando tenerla a cierta distancia, lo único que pedía era que yo no la perdiera de vista… Si por ella fuera, habría ido dejando un reguero de miguitas o botones, o se habría hecho fosforecente o habría llevado una bandera en alto, para que la idiota de su hija no la perdiera otra vez… Pero no podía. No podía ponerse demasiado en evidencia, porque eso habría significado entrar en mi juego; habría sido fácil para ella, caminar despacio por el medio de la vereda, bien visible, detenerse un minuto en todas las esquinas, hacer lo mismo en la puerta de los negocios donde iba a entrar… Así estaría segura de que yo seguía atrás. Pero no podía entrar en mi juego, no era que no quisiera sino que no podía, era casi una cuestión de vida o muerte, no podía entrar en mi juego, no podía darme esa importancia. Y mucho menos podía hacérmelo deliberadamente difícil, ocultarse, librarse de mí de entrada nomás, eso no habría ofrecido dificultades, qué va, pero era doblemente imposible, porque ahí intervenían sus sentimientos maternales, su preocupación. Lo único que le quedaba era actuar con naturalidad, hacer sus compras como las haría si fuera sola, como si no la siguiera nadie… ¡Pero tampoco podía! Eso menos que lo otro. ¿Cómo iba a poder, si tenía en las espaldas mi mirada, si sabía perfectamente que yo venía cien metros atrás, oculta detrás de un perro, de un tacho de basura? ¿Qué le quedaba entonces? Se veía obligada a una combinación de las tres imposibilidades, negándose siempre a cualquiera de ellas y rebotando de una a otra…
Envalentonada por mis fracasos (¡que otros se envalentonaran por sus triunfos!) empecé a hacerlo más difícil. En vez de cien metros de distancia, ponía doscientos. Directamente la perdía de vista de entrada. Ya no era una persecución visual, era adivinatorio. La influencia de mis instrucciones, que habían terminado por modelar mi relación con el mundo, me hizo avanzar en ese sentido, y debía hacerlo todo en un extremo de sutileza y eficacia… Que fallara era secundario. El imperativo estaba antes. Además, de ese modo el sentimiento de cacería era más fuerte, más intenso… A partir de ahí, hubo una vuelta de tuerca. Cuando perdía de vista a mamá, y me ocupaba cada vez más de que eso sucediera al comienzo del paseo, empezaba a sentir que yo era perseguida.
Esa sensación fue creciendo de modo exponencial. Tuve la genial idea de comentárselo a mamá. Mi imprudencia era asombrosa. Al principio no me hizo caso, pero insistí justo lo necesario, antes de dar marcha atrás, para que se inquietara. Pasaban tantas cosas tan terribles… Me preguntaba si había visto al que me seguía, si era hombre o mujer, joven o viejo… Yo no sabía cómo decirle que estaba hablando de otra cosa, de sensaciones, de sutilezas, de "instrucciones".
– ¡No salís más a la calle si no vas de mi mano!
Por aquel entonces la prensa amarilla se estaba haciendo un festín con los cadáveres exangües de niños de ambos sexos violados en los baldíos… Sin sangre en las venas. Era una ola de vampiros que cubría el país. Mamá era una mujer de pueblo, no demasiado ignorante (había hecho un año del secundario) pero crédula, simple… ¡Qué distintas éramos! Ella no sólo creía en las noticias de la prensa amarilla (si era por eso, yo también podía creerlas), sino que las aplicaba a su propia vida real… Ahí estaba nuestra diferencia clave, el abismo que nos separaba. Yo tenía una vida real totalmente separada de las creencias, de la realidad general conformada por las creencias compartidas…
Pues bien, una vez, en uno de esos trances… Yo había perdido completamente a mamá, y ya no sabía si seguir derecho, doblar, o directamente volver a casa, que estaba a dos cuadras nada más.
Y eso que acabábamos de salir, y mamá tardaría una buena media hora en volver, nerviosa, inquieta por mí, quizás sin poder terminar sus compras por mi culpa… Una desconocida me abordó:
– Hola, César.
Sabía mi nombre. Yo no conocía a nadie, nadie me conocía a mí. ¿De dónde había salido? Podía vivir en el inquilinato, o ser de alguno de los negocios donde mamá hacía las compras; para mí todas las señoras eran iguales, así que podía ser cualquiera, no me asombraba demasiado no reconocerla. Lo que sí era extrañísimo era que me dirigiera la palabra. Porque no se trataba sólo de quién era ella, sino, mucho más, de quién era yo. Tan convencida estaba de mi propia imperceptibilidad, de lo general y anodino de mis rasgos, que esto sólo podía aceptarlo como un milagro. Lo asocié con las marquitas que tenía en la nariz, a la que me llevé la mano.
– ¿Qué te pasó en la naricita? -me preguntó sonriendo, interesada.
– Me mordieron -dije sin entrar en detalles, no porque no quisiera contarle toda la historia (me prometí llegar a eso) sino por cortesía, por no abrumarla, por ahorrarle tiempo.
– Qué barbaridad. ¿Fue un chico, un amiguito malo? ¿O un perrito?
Me irritó que insistiera. Mostraba no haber apreciado mi cortesía. Yo estaba apurada por pasar a otro tema, por aclarar la situación, para entonces sí, poder contarle la historia de la mordida con pelos y señales. Me encogí de hombros con una sonrisa que la impaciencia me hizo difícil producir.
Como si me hubiera leído el pensamiento, entró en materia.
– ¿Te acordás de mí?
Asentí, con la misma sonrisa, ahora un poco más relajada, más encantadora. Ella se sobresaltó visiblemente, pero se controló de inmediato. Sonrió más todavía.
– ¿Te acordás, en serio?
Yo había dicho que sí por pura cortesía, por reciprocidad, ya que ella sí me conocía.
Volví a asentir, pero ya el gesto tenía un sentido totalmente distinto. Este sentido se me escapaba en sus detalles, aunque los adivinaba oscuramente. Esa mujer en realidad no me conocía, me estaba mintiendo, era una secuestradora, una vampiro… La adivinación tiene un margen de incertidumbre. Y la cortesía, la cautela de cortesía, se proyectaba desde ese margen y lo invadía todo. Aun cuando yo hubiera creído en la realidad de los vampiros, les habría temido menos que a una ruptura de la situación. La cortesía era una fijación, un equilibrio. Para mí, la vida dependía de eso. Caer en manos de un vampiro no era peor. Además, yo no creía en los vampiros, y esta mujer no era un vampiro. De modo que al asentir, lo que quería decir era que la situación seguía como estaba.
– No, no te acordás, pero no importa. Soy amiga de tu mamá, pero hace mucho que no la veo. Nos conocíamos de Pringles… ¿Cómo está?
– Muy bien.
– ¿Y don Tomás?
– Está preso.
– Sí, ya me había enterado.
Era una mujer común, morocha pero teñida de rubia, más bien baja, regordeta, muy arreglada…
Tenía algo de histérica, de alucinada. Eso yo lo sentía en la intensidad que tenía la escena. No era la manera natural de dirigirse a una niña encontrada por casualidad en la calle. Parecía como si hubiera ensayado, como si estuviera desarrollándose un drama fundamental para ella. No me alarmaba demasiado porque hay gente así, gente, sobre todo mujeres, que no jerarquiza los momentos y les da a todos la misma importancia trágica.