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Pero se produjo un giro completo. Frunció los rasgos de inmediato en una mueca de asco, y escupió con fuerza. ¡Era inmundo! Yo estaba desorbitada (estaba desorbitada de antes, por las arcadas) y lo veía doble, o triple. Debería haberme transportado el conocido sentimiento de triunfo, el triunfo de los débiles de ver que se les da la razón después de lo irremediable. Algo de eso hubo, quizás, porque el hábito es fuerte. Pero no me sentí transportada. De hecho, no entendía bien qué podía estar pasando. Estaba tan arraigada en el desastre que buscaba otra explicación, más barroca, una vuelta de tuerca que no anulase lo anterior, como habría tendido a anularlo cualquier persona moralmente sana.

Se llevó el vasito a la nariz y olió con fuerza. Su gesto de disgusto se acentuó. Hubo esa impasse de movimientos imperceptibles que anuncia el paso a la acción. Él no era un hombre de acción; en ese aspecto era normal. Pero la acción a veces se impone. No me miró. En todo lo sucesivo de esa tarde funesta no volvió a mirarme. Aunque debo de haber sido un considerable espectáculo. Ni una sola vez volvió sus ojos a mí. Una mirada habría equivalido a una explicación, y ya era imposible explicarnos. Se levantó y fue adentro de la heladería, me dejó sola en el banco de la vereda, llorosa y enchastrada. Pero yo fui tras él.

– Señor…

El heladero alzó la vista del Tony. Quiso componer la cara porque adivinó que había problemas, y no acertaba a imaginarse de qué índole eran.

– Esta mierda de helado que me vendió está en mal estado.

– No.

– ¡Cómo que no, carajo!

– No señor, todo el helado que vendo es fresco.

– Bueno, éste está podrido.

– ¿Cuál es? ¿Frutilla? Me lo trajeron esta mañana.

– ¡Qué mierda me importa! ¡Esto está podrido!

– Más fresco, imposible -insistió el hombre. Buscó rápidamente entre las tapas de aluminio de los tambores alineados en el mostrador, y abrió una. -Ahí está, sin empezar. Lo empecé con usted.

– ¡Pero no me va a decir a mí!

– ¿Qué culpa tengo yo si al pibe no le gustó?

Papá estaba rojo de furor. Le tendió el vasito.

– ¡Pruébelo!

– Yo no tengo por qué probar nada.

– No… Usted lo va a probar y me va a decir si…

– No me grite.

A pesar de esta sugerencia sensata, los dos estaban gritando.

– Lo voy a denunciar.

– No me haga reír.

– ¡Qué se cree!

– ¡Qué se cree usted!

En realidad, habían llegado a una competencia de voluntades. Eso impedía que el problema encontrara su solución natural. Mi padre debía de saber que si él hubiera probado el helado de frutilla de entrada, las cosas no habrían llegado tan lejos. Pero no lo había hecho, y ahora le devolvían la misma moneda, que él no podía ver sino por el reverso, el de la malevolencia. Adiviné que estaba dispuesto a hacérselo probar por la fuerza. El otro, por su parte, se enfrentaba a una alternativa en la que creía tener todas las de ganar. Podía probar el helado, encontrarle o no algún sabor extraño, ligeramente amargo o medicinal, y embarcarse en una interminable discusión sobre lo incomunicable o indecidible. En ese momento entraron dos chicos. El heladero los miró, con el triunfo pintado en el rostro.

– Dos de un peso.

Los de un peso eran grandes, de cuatro gustos. Dos pesos en aquellos años eran algo. La escena cambiaba radicalmente. Ahora ponía a la heladería bajo la luz de la prosperidad, de la normalidad, el ancho mundo entraba bajo la figura de esos dos adolescentes. Quedaba atrás la figura siniestra del loco reclamando por un matiz del sabor en un helado de diez centavos. Esa apertura de la situación significaba nuevas reglas. Reglas de racionalidad, que habían estado faltando. Toda relación, incluida (y sobre todo) la mía con papá, tenía sus reglas. Pero además estaban las reglas de juego generales del mundo. El heladero lo percibió con fluidez, y fue lo último que percibió. Sin alterar su gesto de triunfo, dijo:

– A ver qué pasa con esa frutilla.

Se dirigía más a los recién llegados que a papá. Era su definitiva demostración de dominio. Mi padre seguía con el patético vasito de helado derretido en la mano. El otro no probaría esa porquería: probaría su buen helado del tambor, fresco y virgen. Papá se alarmó. Se sentía derrotado.

– No, pruebe éste… -dijo. Pero lo dijo sin verdadera convicción. No tenía la razón de su parte. Y a la vez la tenía. Dentro de todo, le convenía reservarse esa carta. Si el helado del tambor se revelaba correcto, le quedaba el recurso del vasito.

El heladero alzó la tapa, tomó una cucharita limpia, raspó superficialmente y se la llevó a la boca como un conocedor. El gesto de asco fue instantáneo y automático. Escupió a un costado.

– Tiene razón. Está feo. No lo había probado.

Lo decía como si tal cosa. Como lo más natural del mundo. No pensaba pedir perdón. En realidad, no cuadraba. Fue demasiado para papá. El odio, el instinto destructor, se hizo presente con la contundencia de un mazazo.

– ¿Y así me lo dice? ¿Después de…?

– ¡No se altere! ¡Yo qué culpa tengo!

A esta altura, lo único que les quedaba, a los dos, para poder seguir adelante, era la violencia más desencadenada. No retrocedieron. Papá se lanzó por sobre el mostrador a abofetearlo. El heladero se hizo fuerte detrás de la caja registradora. Los dos chicos salieron corriendo, pasaron a mi lado (yo estaba clavada en el umbral, fascinada, hilvanando de modo enfermizo las distintas lógicas que se sucedían en la controversia) y miraron desde afuera. Papá había saltado al otro lado del mostrador y dirigía todas sus trompadas a la cabeza de su rival. El heladero era gordo, torpe, y no atinaba a devolver los golpes, sólo a cubrirse, y eso apenas. Papá gritaba como un energúmeno. Estaba fuera de sí. Un cross que acertó por casualidad en plena oreja hizo girar al heladero noventa grados. Quedó dándole la espalda, y papá lo tomó con las dos manos por la nuca, se le pegó con todo el cuerpo (parecía como si lo estuviera violando) y le metió la cabeza en el tambor de frutilla, que había quedado abierta.

– ¡Te lo vas a comer! ¡Te lo vas a comer!

– ¡Nooo! ¡Saquenmeló… ggh… de encima…!

– ¡Te lo vas a…!

– ¡Gggh…!!

– ¡Te lo vas a comer!

Con fuerza hercúlea le hundía la cara en el helado y apretaba y apretaba. Los movimientos de la víctima se hacían espasmódicos, y más espaciados… hasta que cesaron por completo.

3

Nunca supe cómo salí de la heladería, cómo me sacaron… qué pasó… Perdí el conocimiento, mi cuerpo empezó a disolverse… literalmente… Mis órganos se hicieron viscosos… pingajos colgados de necrosis pétreas… verdes… azules… La única vida que producían era el ardor frío de la infección… de la descomposición… hinchazones… manojos de ganglios… Un corazón del tamaño de una lenteja latiendo aterido en medio de los despojos… un silbido irregular en la tráquea torcida… Nada más…

Yo había sido víctima de los temibles ciánidos alimenticios… la gran marea de intoxicaciones letales que aquel año barría la Argentina y países vecinos… El aire estaba cargado de miedo, porque atacaban cuando menos se los esperaba, el mal podía venir en cualquier alimento, aun los más naturales… la papa, el zapallo, la carne, el arroz, la naranja… A mí me tocó el helado. Pero hasta la comida hecha en casa, amorosamente… podía ser veneno… Los niños eran los más afectados… no resistían… Las amas de casa se desesperaban. ¡La madre mataba a su bebé con la papilla! Era una lotería… Tantas teorías contradictorias… Tantos habían muerto… Los cementerios se llenaban de pequeñas lápidas con inscripciones cariñosas… El ángel voló a los brazos del Señor… firmado: sus padres inconsolables. Yo la saqué barata. Sobreviví. Pude contar el cuento… pero a un precio de todos modos muy alto… Por algo dicen: lo barato sale caro.