Cuando el doctor se iba, me dejaba hecha una piltrafa. Lo oía hablar y reírse en las camas vecinas, oía las voces de los enfermitos respondiendo a sus preguntas… Todo me llegaba a través de una niebla espesa. Me sentía caer en un abismo… Mi mala voluntad no era deliberada. Era sólo mala voluntad, de la más primitiva, algo que se había apoderado de mí como la evolución se apodera de una especie. Me había hecho su presa durante la enfermedad, o quizás un poco antes, un paso antes, porque yo no era así normalmente. Al contrarío, si algo me caracterizaba era mi espíritu de colaboración. Ese hombre, el médico, era una especie de hipnotizador que me transformaba. Lo peor era que me transformaba dejándome intacta la conciencia de mi mala voluntad.
Mamá no se perdía pasada del doctor… Se apartaba por discreción, se acercaba para ayudar en cuanto yo me hacía inmanejable… Tenía una verdadera ansiedad por sacarle datos. Él hablaba de un shock… No debía de ser un verdadero intelectual, porque mostraba mucho interés en lo que le contaba mamá. Se alejaban, cuchicheaban, yo no tenía idea de qué podía tratarse… No sabía que habíamos salido en los diarios. Él decía una vez más "shock", y lo repetía una y otra y otra vez…
Pero el médico, y mamá, eran apenas una breve diversión en mi jornada. El día se extendía con impávida majestad, se desenrollaba de la mañana a la noche. No se me hacía largo, pero me infundía una especie de respeto. Cada instante era distinto y nuevo y no se repetía. Era la definición misma del tiempo, y se efectuaba sin cesar, con todos… Hacía parecer tan pequeñas mis pequeñas estrategias malévolas, que me atontaba de vergüenza…
El día se encarnaba en Ana Módena de Colon-Michet, la enfermera. Había una sola enfermera en la guardia diurna de la sala; una sola para cuarenta pequeños pacientes… Puede parecer muy poco, y seguramente era poco. El Hospital Central de Rosario era una institución bastante precaria. Pero nadie se quejaba. Quien más quien menos, todos esperaban salir de él con vida, y todos con la irracional ilusión de no volver. Hasta los niños, sin saberlo, se ilusionaban.
Pero los días se estacionaban en la gran sala blanca y donde se volviera la vista, allí estaba la enfermera. Ana Módena era un jeroglífico viviente. No se iba nunca del hospital, no tenía ilusiones. Era un fantasma.
Las madres siempre estaban quejándose de ella, la combatían, pero debían de saber que era inútil. Las madres se renovaban todo el tiempo, mientras ella permanecía. Se forjaban y disolvían alianzas en su contra, y más de una vez hicieron participar a mamá, que débil de carácter como era, no sabía negarse ni siquiera cuando advertía que no le convenía. Las quejas se dirigían contra su brusquedad, su impaciencia, su grosería, su ignorancia rayana en la locura. Las madres se hacían una imagen (basada en su semana promedio de experiencia hospitalaria) de la enfermera ideal para el pabellón de niños, el hada de delicadeza y comprensión que debía ser, que sería cada una de ellas… No les resultaba difícil imaginárselo; sin saberlo se referían a la delicadeza y comprensión que habría que tener con ellas, y nadie sabe mejor que uno mismo cómo ser delicado y comprensivo con su propia persona. No se las podía culpar, eran mujeres pobres, ignorantes, amas de casa en desgracia. En nueve casos de cada diez sus hijos se habían enfermado por culpa de ellas… No se les podía impedir soñar… creían saber, y sabían realmente, cómo debía ser la buena enfermera. Su error era ir un paso más allá y pensar que esas cualidades podían reunirse en una mujer… Que Ana Módena, la enfermera-Perón de la Sala de Pediatría, coincidiera con el opuesto de esa imagen, las ponía en un estupor del que no percibían más salida que hacer un petitorio, o implementar una política… para que la echaran… Eran esos sueños los que la hacían un fantasma. Yo, que no entendía nada, entendía bien esto porque era una soñadora… Y también porque Ana Módena era un fantasma en otros sentidos. Siempre estaba apurada, atareadísima, como tenía que estarlo necesariamente la única enfermera en una sala de cuarenta camas. Pero nunca estaba disponible para nadie. Estaba ocupada con los otros, y los otros nunca eran uno… Me acostumbré a verla del amanecer al crepúsculo, de reojo desde mi horizontal, pasando a gran velocidad… Nunca se detenía… Es que no se ocupaba sólo de los niños en sus camas, sino de los que partían al quirófano, a los rayos… y lo hacía tan mal, según los susurros de las madres, que casi todo fracasaba por culpa de ella… Se le morían los chicos, decían… Se le mueren… se le mueren en las manos… Se le morían en las manos, decía la leyenda que a mí me rodeaba como un vendaje de filacterias parlantes… Dejaban de vivir cuando pasaban a ser los otros imposibles de su ocupación, de su velocidad… Pero esa repetición maldita no impedía que las madres la cortejaran, la mimaran, le dejaran propinas, le trajeran pastelitos… con un servilismo increíble, chocante… Después de todo, sus hijos, el mayor tesoro que tenían, estaba en sus manos.
Era una mujer gorda, corpulenta. Cuando caía sobre mí, era un elefante chapoteando en un charco… yo era el agua… Su torpeza tenía algo de sublime… Sufría de un mal extraño: para ella la izquierda era la derecha, y viceversa. Abajo era arriba, adelante era atrás… La extensión tan pobre de mi cuerpo se descuartizaba en sus manos… piernas, brazos, cabeza… cada extremo era afectado por una gravedad diferente… me fragmentaba en caídas, en desequilibrios… Con ella no valían mis simulaciones… me ponía en otra dimensión… eran partes súbitamente lejanas de mi cuerpo las que tomaban la iniciativa de simular por su cuenta… algo, no sabía qué… Sus manos, en las que se moría, amasaban una verdad absoluta…
Me mantenían en vida con suero. Ana Módena me renovaba los frascos, siempre a destiempo, y me pinchaba el brazo… Clavaba la aguja en cualquier parte. Me empezaba a chorrear la nariz. Todo lo que entraba por el brazo salía por la nariz, en un goteo constante. Era un caso rarísimo. A ella le parecía normal… En todo caso no era una prioridad para ella. Temprano a la mañana, antes de que llegara la primera madre, Ana Módena traía a la enana, y le hacía ejecutar sus ensalmos frente a cada cama, inclusive las vacías. La enana era una autista iluminada. La traía tomándola por los hombros como a un triciclo, la enana no parecía ver nada, era un mueble… Era de esos enanos de cabeza desmesurada… La ponía frente a una cama, a un niño dormido o demudado… se hacía un gran silencio en la sala… le daba un golpecito entre los omóplatos y la enana bisbiseaba un ave maría con raros movimientos de los bracitos…
– ¡ La Madre Corita los salvará, no los médicos! -tronaba Ana Módena.
El pasaje de la enana era como un cometa… Todo se hacía automático… Era la cura a ciegas: bendecía las camas ocupadas como las vacías… La religión entraba al mundo de la enfermedad, clandestinamente. Por otra parte, era un secreto a voces, y la primera salvedad que oponían las madres con ínfulas de decencia científica a los desvaríos de esa bestia… pero bastaba una reticencia del doctor, una recaída, un vómito, y ahí eran los Tráigame a la enanita, se lo ruego, señora, que me salve a mi ángel… Hipócritas. Y ella, austera: La Virgen salva, no la enana… Tráigame a la enanita, o me muero…
La Madre Corita era la verdadera consistencia del Hospital; la enfermera era apenas su representante. La enana impedía que el Hospital estallara en mil pedazos… y mi cuerpo hiciera lo mismo… la cabeza al norte, las piernas al sur, un brazo, un dedo… La fe en la enana era la coherencia… por ella corría el líquido de la vida, por el tubo, del brazo a la nariz… Pero había que creer. Había que simular no creer, y en realidad creer.