Aquel día, cuando volví a casa, no veía el momento de que mamá viera lo que había escrito. Pero no lo veía no tanto por anhelo como por terror. Sabía que pasaría algo terrible, pero no sabía qué. No saqué el cuaderno de la cartera, no se lo mostré a mamá. Ella fue a sacarlo y lo miró. Quién sabe por qué lo hizo; después de los primeros días, al comprobar que mi cuaderno volvía siempre en blanco, no lo había tocado en semanas. Quién sabe qué señal le mandé. Al leerlo gritó y se demudó. Siguió protestando todo el día, con la idea fija. Ese pequeño cartel le vino de perillas, porque desencadenó su espíritu combativo, que lo tenía y que los acontecimientos recientes habían tenido refrenado. Le dio aire. Al día siguiente entró conmigo a la escuela y tuvo una conferencia de una hora en la dirección con mi maestra. Me hicieron comparecer, pero por supuesto no me sacaron una palabra. Ni la necesitaban. Desde la galería abierta donde me quedé (del grado se había hecho cargo la Secretaria mientras duraba la reunión) oí los gritos de mamá, los insultos feroces con que cubría a la maestra, sus argumentos implacables (basados en que yo no sabía leer). Fue uno de los escándalos memorables de la Escuela 22 de Rosario. Al fin, poco antes de que sonara la campana, la maestra salió de la dirección y se metió en el grado, que era el primero de la galería. Al pasar a mi lado ni me miró ni me invitó a seguirla: de hecho, no volvió a dirigirme la palabra ni la mirada en todo el año. Durante el recreo, mamá se fue: entre la barahúnda de chicos y maestras no la vi salir. Cuando volvió a sonar la campana, me metí en el aula como siempre y me senté en mi banco. La maestra se había recuperado un poco, no mucho. Tenía los ojos enrojecidos, estaba terrible. Para variar, se hizo un silencio de muerte. Los treinta pares de ojos infantiles se clavaban en ella. Estaba de pie frente al pizarrón. Quiso hablar, y le salió un cuac quebrado. Ahogó un sollozo. Con movimientos bruscos, de maniquí, dio un paso adelante y acarició la cabeza de un niño sentado en un banco de adelante. Quiso poner mucha ternura en el gesto, y estoy segura de que de veras la tenía, quizás nunca en su vida había tenido más ternura en su corazón, pero sus movimientos eran tan rígidos que el chico se echó atrás asustado. Ella no lo notó y le acarició igual la cabecita piojosa. Lo mismo a otro, y a un tercero. Aspiró fuerte, y habló al fin:
– Yo digo siempre la verdad. Yo verdo siempre la digo. Yo niños. Yo soy la verdad y la vida. Yo vido. La verda. La niños. Soy la segunda mamá. La mamunda segú. Yo los quiero a todos por igual. Yo los igualo a todos por mamá. Les digo la verdad por amor. La amad por verdor. La mamá por mamor. ¡Por segunda verdanda! ¡A todos! ¡A todos! Pero hay uno… Uro hay peno… Uy ay pey…
La voz se le quebraba, demasiado aguda. Levantó el índice, vertical. Fue el único gesto que hizo en ese discurso memorable… El dedo estaba firme y ella era un temblor general; a continuación, y al mismo tiempo, el dedo temblaba y toda ella estaba firme como un metal… Las lágrimas le corrían por la mejilla. Continuó, tras la pausa:
– El niño Aira… Está entre ustedes, y parece igual que ustedes. Quizás ni lo han notado, tan insignificante es. Pero está. No se confundan. Yo les digo siempre la verda, la sunda, la guala. Ustedes son niños buenos, inteligentes, cariñosos. Los que se portan mal son buenos, los repetidores son inteligentes, los peleadores son cariñosos. Ustedes son normales, son iguales, porque tienen segunda mamá. Aira es tarado. Parece igual, pero igual es tarado. Es un monstruo. No tiene segunda mamá. Es un inmoral. Quiere verme muerta. Quiere asesinarme. ¡Pero no lo va a lograr! Porque ustedes van a protegerme. ¿No es cierto que van a protegerme del monstruo? ¿No es cierto…? Digan…
– …
– Digan "sí señorita".
– ¡Sí señorita!
– ¡Más fuerte!
– ¡¡Síí seeñooriitaa!
– Digan "ñi sisorita".
– ¡Ri soñonita!
– ¡Más fuerte!
– ¡ ¡Ñoorriiñeesiireetiitaa!!
– ¡¡Mááás fueeerteee!!
– ¡ ¡Ñiiitiiiseetaaasaaañoooteeeriiitaaa!!
– Mmmuy bien, mmmuybien. Protejan a su maestra, que tiene cuarenta años de docencia. La maestra se va a morir en cualquier momento y después va a ser tarde para llorarla. El asesino la mata. Pero no importa. No lo digo por mí, que ya viví mi vida. Cuarenta años en primer grado. La primera segunda mamá. Lo digo por ustedes. Porque a ustedes también quiere matarlos. A mí no. A ustedes. Pero no tengan temor, que la maestra los protege. Hay que tener cuidado, de la yarará, de la araña pollito y del perro rabioso. Pero de Aira más. Aira es mil veces peor. ¡Tengan cuidado con Aira! ¡No se acerquen a él! ¡No le hablen, no lo miren! Hagan como si no existiera. A mí ya me había parecido que era tarado, pero no sé… nnno sé… Nnno me daba cuenta… ¡Ahora sí me di cuenta! ¡No se ensucien con él! ¡No se enfermen con él! No le den ni la hora. No respiren cuando él está cerca, si es necesario muéranse de asfixia pero no le den bolilla. ¡El monstruo mata! Y sus mamas van a llorar si ustedes mueren. Me van a querer echar la culpa a mí, yo las conozco. Pero si se cuidan del monstruo no va a pasar nada. Hagan como si no existiera, como si no estuviera aquí. Si no le hablan ni lo miran, es inofensivo. La señorita los protege. La señorita es la segunda mamá. La señorita los quiere. La señorita soy yo. Yo digo siempre la verdad…
Así siguió un buen rato. En cierto punto empezó a repetir, y repitió todo lo que había dicho, como un grabador. Yo veía a través de ella. Veía el pizarrón donde ella misma había escrito: Zulema, zapato, zorro… con su caligrafía perfecta… La letra era lo más lindo que tenía. Y ya había llegado a la zeta… Yo la encontraba alterada, pero no me parecía que estuviera diciendo barbaridades. Todo me parecía transparente de tan real, y leía las palabras en el pizarrón… Leía… Porque ese día aprendí.
6
A todo esto, papá estaba preso por lo del heladero. Una tarde mamá me llevó a visitarlo. Era lógico, porque yo había estado en el centro de la desgracia, en el nudo. Ellos dos me culpaban y no me culpaban. No podían culparme, habría sido demasiado injusto, y al mismo tiempo no podían no culparme, porque todo había salido de mí. Y yo a mi vez podía y no podía culparlos de estos sentimientos. Sea como sea, uno de ellos, o los dos, habían decidido que era buena política llevarme a la hora de visita. Para dar imagen de familia y todo eso. Qué ingenuos eran. La cárcel de encausados de Rosario estaba lejos de casa, al otro lado de la ciudad. Tomamos un colectivo. En la mitad del viaje a mí me dio un ataque de angustia, sin motivo, y me largué a llorar. Se levantaba el telón de mi teatro íntimo. Mamá me miró sin asombro. Digo bien: sin.
– ¿Se puede saber qué te pasa?
Yo no tenía nada muy preciso que decir, pero me salió algo totalmente inesperado, para ella y para mí también:
– ¿Adonde está mi papá?
¡La voz que puse! Fue un graznido… Pero cristalino, sin nada de balbuceo.
Mamá echó una mirada alrededor. El colectivo estaba atestado, y los que nos rodeaban se habían puesto a mirarnos, alertados por mi llanto. No atinó a decir nada.
– ¿Adonde está mi papá? -Empecé a levantar la voz.
Pobre mamá. Habría tenido motivos para pensar que se lo hacía a propósito.