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Extendí mi mano. Ella agitó la cabeza y se mordió el labio.

– Hubo otro hombre -me dijo-. Nada serio… era un viejo ligue de cuando estudiábamos juntos. Corté con él en seco, pero estuvo tan a punto… Aun así, sentí que te había traicionado.

– También yo te he traicionado a ti.

Lanzó un débil gemido y cerró los ojos.

– ¿Quién?

– Un viejo ligue de la Universidad.

– Ella… Estáis aún…

– No, no es nada así. Nunca fue nada así. Ella capturó mi cabeza, no mi polla. Ahora, ha desaparecido para siempre. Pero me cambió.

Caminó hasta el extremo de la habitación, cruzó los brazos sobre sus pechos y permaneció callada un rato. Y, luego:

– ¿Qué es lo que va a pasar con nosotros, Alex?

– No lo sé. Sería bonito un final feliz, pero tengo mucho camino que recorrer antes de que vaya a poder serte de mucha utilidad… o serlo para nadie.

– Me gusta del modo en que eres.

– También me gustas tú -lo dije de un modo tan automático, que nos hizo reír a los dos.

Me miró a la cara. Yo extendí la mano. Volvió hacia mí, me miró hacia arriba. Nos tocamos, nos unimos, comenzamos a desnudarnos el uno al otro sin decir palabra, caíamos hacia atrás, al sofá, e hicimos allí mismo el amor. Sexo. Hecho competentemente: una unión sin costuras, nacida de la práctica y el ritual, tan sin costuras que bordeaba lo incestuoso.

Cuando hubo acabado, ella se sentó y me dijo:

– No va a ser tan sencillo, ¿verdad?

Negué con la cabeza.

– Nada que valga la pena es sencillo.

Se despegó de mí, se alzó, se quedó en pie ante el gran ventanal. Iluminada por detrás, desnuda, con sus rizos cayéndole por la espalda como un racimo de uvas.

– La tienda debe estar hecha todo un lío -me dijo-. Mensajes pasados por debajo de la puerta, todos esos pedidos retrasados.

– Adelante -le dije-. Haz lo que debas hacer.

Se volvió, corrió de vuelta hacia el sofá, se tendió encima de mí, me lloró en el pecho. Nos quedamos juntos, mejilla contra mejilla, antes de que la inquietud se apoderase de nosotros, antes de que siguiésemos nuestros caminos separados.

Sharon, Kruse, el Ratonero, incluso Larry. Bastantes problemas entre ambos como para llenar un libro.

Solo de nuevo, pensé en los míos, en todo el trabajo inacabado. Me enfrenté a ello tomando el camino más fáciclass="underline" hallé un número en mi archivo y lo marqué.

Al cuarto timbrazo: -¿Aló?

– ¿La señora Burkhalter? ¿Denise? Soy el doctor Delaware.

– ¡Oh! Hola.

– Si es un mal momento…

– No, no, es… estoy… es curioso, justamente estaba pensando en usted. Darren aún está, esto… llorando mucho.

– Cabía esperarlo.

– En realidad -prosiguió-, está llorando más. Muchísimo. Desde aquella última vez que usted lo visitó. Y ni duerme ni come como debiera.

– ¿Ha cambiado algo desde la última vez que le vi?

– Sólo el dinero… Aunque aún no puedo apreciarlo. Quiero decir que el señor Worthy dice que puede tardar meses en llegar. Mientras, aún seguimos recibiendo cartas del banco, y la compañía de seguros de mi marido todavía sigue sin mover su maldito… Pero, ¿por qué le cuento esto? No es esto lo que usted quiere oír.

– Quiero oír cualquier cosa que usted quiera contarme.

Pausa.

– Lo siento mucho. La manera en que le hablé la última vez.

– No se preocupe, había pasado usted por demasiadas cosas…

– ¡Y que lo diga! Desde el primer día… -su voz se quebró-. Hablo y no paro de otras cosas y por lo que realmente estoy rota es por mi niño… que llora y grita y me pega, y no quiere conocerme como antes. Y, mientras, toda esta espera. Nunca hay nadie. No sé qué hacer, no comprendo el porqué está sucediendo todo esto.

Otra pausa, ésta mía. Terapéutica.

Se sorbió las narices durante toda ella.

– Lo siento, Denise -le dije-. Me gustaría poder quitarle todo ese dolor.

– Cójalo, métalo en una bolsa de la basura y tírelo por una cloaca -me pidió-. Coja el dolor de todo el mundo.

– ¿No sería una gran cosa?

– Eso. -Una risita-. ¿Qué debo de hacer, doctor? Con Darren.

– ¿Ha estado jugando… del modo en que jugaba en mi oficina?

– Eso es lo que deseo decirle -me contestó-, que no quiere. Le doy los coches y le digo lo que tiene que hacer, pero se limita a mirarlos y se echa a aullar.

– Si quisiera traérmelo, me encantaría visitarlo -le dije-. O, si es demasiado conducir, podría darle la dirección de alguien más cercano.

– No, no, todo eso era… No es tan lejos. Además, ¿qué otra cosa tengo que hacer durante todo el día? Puedo conducir.

– Entonces, no dude en venir -le dije-. Podría verla mañana, a primera hora.

– Ajá, eso sería maravilloso.

Concertamos una cita.

– Es usted un buen hombre -me dijo-. Realmente sabe cómo ayudar a una persona.

Esto me dio los bastantes ánimos como para hacer la segunda llamada.

Las doce menos cinco, la pausa para comer.

– Doctora Small.

– Hola, Ada, soy Alex. ¿Comiendo en la oficina?

– Queso fresco y frutas -me dijo-, hay que combatir a la tripita. Escucha, me alegra que me hayas llamado. Traté de hablar con Carmen Seeber, pero su número ha sido desconectado y no hay información de otro nuevo.

– No te llamo por ella -le dije-. Te llamo por mí.

Su pausa terapéutica.

La maldita cosa funcionaba. Le dije:

– Muchas cosas se han estado amontonando. Me preguntaba si considerarías apropiado que fuera a verte para…

– Siempre me alegra verte, Alex -me informó-. ¿Tienes alguna duda acerca de si es apropiado?

– En absoluto. No, eso no es cierto. Supongo que sí lo dudo. Las cosas han cambiado entre nosotros. Resulta difícil salirse del rol del colega, el admitir que uno está inerme.

– Tú no eres, ni con mucho, inerme, Alex. Sólo lo bastante introspectivo como para darte cuenta de que no eres invulnerable.

– ¿Introspectivo? -me reí-. Ni mucho menos.

– Me has llamado, ¿no? Alex, entiendo lo que me estás diciendo… el alterar los roles puede parecer como dar un paso atrás. Pero, desde luego, yo no lo veo así.

– Te agradezco que me digas eso.

– Lo digo porque es cierto. No obstante, si tienes dudas, te puedo recomendar a otra persona.

– ¿Empezar de cero? No, no desearía eso.

– ¿Quieres tomarte algún tiempo para pensártelo?

– No, no. Lo mejor que puedo hacer es tirarme de cabeza, antes de que se me ocurra algún otro modo de volver a reconstruir mis defensas.

– De acuerdo, entonces todo está claro. Déjame mirar mi agenda. -Sonido de páginas pasando-. ¿Qué tal mañana a las seis? La oficina estará tranquila y no te encontrarás con nadie que tú me hayas mandado.

– Las seis me va de maravillas, Ada. Te veo entonces.

– Estoy deseándolo, Alex.

– También yo. Adiós.

– ¿Alex?

– ¿Sí?

– Lo que estás haciendo está muy bien.

Jonathan Kellerman

***