El pasajero masculino y la mujer salieron volando y cayeron en la moqueta. El niño muñeco se quedó agarrado por el arnés, cabeza abajo.
Quien tenía prendada su atención era el muñeco conductor… que estaba tendido en el asiento delantero, no habiendo saltado por haberse quedado prendido de un pie al volante. Resoplando, el niño forcejeó para soltarlo. Tiró de él y lo retorció, comenzó a gruñir por la frustración, pero finalmente logró liberarlo. Lo mantuvo en alto, apartado de su cuerpo, examinó su rostro de plástico, y le arrancó la cabeza de un tirón. Luego, la colocó junto al bebé.
Oí un jadeo sobresaltado al otro lado de la habitación y me volví. Denise Burkhalter volvió a esconderse tras de su libro.
Sin darse cuenta de la reacción de su madre, el chico dejó caer el cuerpo descabezado, tomó la muñeca, la abrazó y la volvió a dejar. Luego volvió a los muñecos: el conductor decapitado y el pasajero del asiento delantero. Alzándolos por encima de su cabeza, los lanzó contra la pared, los vio golpearse contra ella y luego caer.
Miró al niño, boca abajo en su sillita, y tomó la cabeza que había colocado a su lado. Tras hacerla rodar por su palma, la tiró a un lado.
Dio un paso hacia el muñeco que no había tocado, el conductor del otro coche, dio otro paso, se quedó quieto, y luego se echó atrás.
La habitación estaba en silencio, si exceptuamos el zumbido de la cámara. Giró una página. Él se quedó quieto unos momentos, luego se sumergió en un estallido de hiperactividad tan brutal, que electrificó la habitación.
Lanzando risitas, se acunó de atrás hacia adelante, se retorció las manos y las hizo ondear en el aire, mientras escupía y balbuceaba. Corrió de un lado a otro de la habitación, dando patadas a las estanterías de libros, las sillas, la mesa, arrastrando los pies por los zócalos, arañando las paredes y dejando pequeñas manchas grasientas en el yeso. Su risa fue creciendo de tono, hasta dejar paso a una tos como un ladrido, para acabar en un estallido de llantos. Tirándose al suelo, tuvo un rato de rabieta, luego se encogió en la posición fetal y se quedó así, chupándose el pulgar.
Su madre siguió tras el libro.
Fui hasta él y lo alcé entre mis brazos.
Su cuerpo estaba en tensión y se mordía con fuerza el pulgar. Lo mantuve en mi regazo, le dije que todo iba bien, que era un buen chico. Sus ojos se abrieron por un instante luego se cerraron. Un aliento dulce de leche, mezclado con el olor, no desagradable, de sudor de bebé.
– ¿Quieres ir con Mami?
Un somnoliento gesto, asintiendo.
Ella aún no se había movido. Le dije:
– Denise. -Nada. Repetí su nombre.
Metió el libro en su bolso, se colgó éste del hombro, se alzó y cogió al niño.
Salimos de la biblioteca y caminamos hacia la parte delantera de la casa. Para cuando llegamos a la entrada, el bebé estaba durmiendo. Abrí la puerta y la mantuve abierta. Entró un soplo de aire frío. Era un suave estío que amenazaba con calentarse. De la distancia nos llegó el sonido de un cortacéspedes motorizado.
– ¿Hay alguna pregunta que quiera hacerme, Denise?
– No.
– ¿Cómo ha dormido el niño esta semana?
– Igual.
– ¿Seis o siete pesadillas?
– Más o menos. No las he contado… ¿tengo que seguir contándolas?
– Me ayudaría el saber lo que está pasando.
No hubo respuesta.
– La parte legal de la evaluación ya acabó, Denise. Tengo suficiente información para el señor Worthy. Pero Darren sigue luchando con lo sucedido…, lo que es absolutamente normal, después de lo que le ha pasado.
No hubo respuesta.
– Ya ha recorrido un largo camino -le dije-, pero todavía no ha sido capaz de interpretar el papel del… otro conductor. Todavía quedan en él mucho miedo y mucha rabia…, lo que también es muy normal. Le ayudaría el poder expresarlos. Me gustaría seguir viéndolo un poco más.
Ella miró al techo.
– Esos muñecos… -dijo.
– Lo sé. Es duro mirarlo.
Ella se mordió el labio.
– Pero a Darren le es de mucha ayuda, Denise. La próxima vez podemos intentarlo, quedándose usted esperando fuera. Él ya está preparado para eso.
– El venir aquí… está tan lejos… -dijo ella.
– ¿Mucho tráfico?
– Infernal.
– ¿Cuánto tiempo le ha llevado?
– Hora y tres cuartos.
Desde Tujunga a Beverly Glen. Un viaje de cuarenta y cinco minutos por autopista…, si uno se atrevía a ir por la autopista.
– ¿Las calles laterales estaban embotelladas?
– Ajá. Y para subir aquí el camino hace muchas curvas.
– Lo sé. A veces, cuando tengo que…
De repente, ella empezó a retroceder:
– ¿Por qué se aísla de este modo, viviendo aquí? Si quiere ayudar a la gente… ¿por qué se lo pone tan difícil a los demás?
Aguardé un momento, antes de contestarle:
– Sé que ha sido duro, Denise. Si prefiere que lo visite donde el señor Worthy…
– ¡Oh, olvídelo! -y ya estaba en la puerta.
La miré llevar a su hijo a lo ancho de la terraza y escaleras abajo. El peso del niño la hacía tambalearse. Su aire de desamparo me hacía sentir ganas de correr a ayudarla. Pero, en lugar de hacerlo, me quedé allí de pie y la contemplé luchar con el peso. Finalmente llegó al coche de alquiler, y se esforzó en abrir la puerta trasera con una mano. Inclinándose mucho consiguió meter el inerte cuerpo de Darren en el asiento del auto. Cerró la puerta de golpe, dio la vuelta para ir al sitio del conductor y abrió la puerta delantera.
Metió la llave en el encendido, bajó la cabeza hasta el volante y la dejó descansar allí. Y se quedó así sentada durante un rato, antes de conectar el motor.
De regreso a la biblioteca apagué la cámara de vídeo, saqué la casete, la etiqueté, y comencé mi informe, trabajando con lentitud, con mayor precisión de la ya habitual en mí.
Tratando de retrasar lo inevitable.
Varias horas más tarde la maldita tarea estaba terminada: acabado ya mi papel de auxiliador, de nuevo era alguien que, a su vez, necesitaba auxilio. Y me fui sumergiendo en una estupefacción, imparable como la marea que sube.
Sopesé la idea de llamar a Robin, y me decidí en contra. A nuestra última conversación se le podía llamar cualquier cosa menos triunfal… palabras educadas, mientras te mordías la lengua, que finalmente eran saboteadas por las cargas de profundidad del dolor y la ira.
– … libertad, espacio… pensé que eso ya lo habíamos dejado atrás.
– Bueno, yo nunca he dejado atrás la libertad, Alex.
– Ya sabes lo que quiero decir…
– No, realmente no lo sé.
– Simplemente, estoy tratando de descubrir qué es lo que quieres, Robin.
– Te lo he explicado una y otra vez. ¿Qué más te puedo decir?
– Si lo que deseas es espacio, ahora has puesto más de trescientos kilómetros entre ambos. ¿Te sientes más realizada?
– No se trata de realizarme.
– Entonces ¿de qué se trata?
– Vale ya, Alex. Para, por favor.
– ¿Parar? ¿De qué…, de tratar de solucionar esto?
– Para de tratar de comerme el coco. Suenas demasiado hostil.
– ¿Y cómo se supone que debo sonar, cuando una semana se ha alargado a un mes? ¿Dónde está el punto final?
– Me… me gustaría poderte contestar a eso, Alex.
– Maravilloso…, un cuelgue eterno. ¿Y cuál fue mi gran pecado? ¿El profundizar demasiado en nuestra relación? De acuerdo, puedo cambiar eso. Créeme…, puedo ser tan frío como el hielo. Mientras estudiaba mi carrera aprendí a distanciarme de los sujetos. Pero, si me echo atrás, diez a uno que me acusas de indiferencia masculina.