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– ¡Basta ya, Alex! Me he pasado toda la noche despierta con Aaron. Justo en este momento no puedo copar con esto.

– ¿Copar con qué?

– Con todas tus palabras. Vienen contra mí como si fueran balas.

– ¿Y cómo se supone que vamos a poder arreglar algo sin usar palabras?

– No vamos a arreglar nada justo ahora, así que dejémoslo por el momento. Adiós.

– Robin…

– Dime adiós, Alex. Por favor, no quiero tener que colgarte el teléfono.

– Entonces, no lo hagas.

Silencio.

– Adiós, Robin.

– Adiós, Alex. Aún te amo.

Los hijos del zapatero van descalzos.

El comecocos se ahoga con sus propias palabras.

El desánimo se fue acumulando y me dio en la cara con toda su fuerza.

Me hubiera ayudado el tener alguien con quien hablar. Mi lista de confidentes era jodidamente corta.

Robin ocupaba el primer lugar.

Luego estaba Milo.

Milo se encontraba de vacaciones con Rick, de pesca por las Sierras. Pero, aunque su hombro hubiera estado disponible, no hubiera llorado en él.

A lo largo de los años, nuestra amistad había tomado un cierto ritmo: hablábamos de asesinatos y otras locuras, mientras nos tomábamos unas cervezas con algo para picar, y discutíamos sobre la condición humana, con el aplomo de un par de antropólogos observando una colonia de babuinos en libertad.

Cuando el montón de los horrores se hacía ya demasiado alto, Milo se cagaba en todo, y yo le escuchaba. Cuando estaba a punto de salirse de sus casillas, yo le ayudaba a volverle a ellas.

El polizonte tristón y el comecocos que le secaba las lágrimas. No estaba preparado para invertir los papeles.

Toda una semana de correo se había amontonado en la mesa del comedor. Yo había evitado abrirlo, temiendo las caricias superficiales de los mensajes publicitarios, los cupones de pedido de artículos inútiles y los planes ofreciendo supuestos modos para ser feliz con facilidad. Pero, justo en este momento, lo que necesitaba era el tener mi mente ocupada con menudencias, libre de los peligros de la introspección.

Llevé todo el montón a mi dormitorio, coloqué una papelera al lado de la cama, me senté, y comencé la selección. Debajo de todo el montón había un sobre color ante. En papel grueso de lino, con un remite de Holmby Hills, en letras plateadas en relieve, en la parte de atrás del sobre.

Mucho lujo. Alguna promoción de ventas de las caras. Di la vuelta al sobre, esperando ver la habitual etiqueta de destinatario hecha por ordenador, y vi mi nombre y dirección, impreso con una extravagante caligrafía plateada. Alguien se había tomado el trabajo de hacer las cosas bien.

Comprobé el matasellos… de hacía diez días. Abrí el sobre y saqué una tarjeta de invitación, también de color ante, bordeada en plata, con más caligrafía en ella:

QUERIDO DOCTOR DELAWARE,

QUEDA USTED CORDIALMENTE INVITADO A REUNIRSE

CON DISTINGUIDOS ALUMNOS Y MIEMBROS DE LA

COMUNIDAD UNIVERSITARIA, EN UN COCTEL AL AIRE LIBRE

Y RECEPCIÓN. EN HONOR DEL

DOCTOR PAUL PETER KRUSE,

CATEDRÁTICO DE PSICOLOGÍA Y DESARROLLO HUMANO,

DONACIÓN BLALOCK

CON MOTIVO DE SU NOMBRAMIENTO COMO

PRESIDENTE DEL DEPARTAMENTO DE PSICOLOGÍA

EL SÁBADO, 13 DE JUNIO DE 1987, A LAS CUATRO DE LA TARDE

SKYLARK

LA MAR ROAD

LOS ÁNGELES, CALIFORNIA 90077

S.R.C., EL DEPARTAMENTO DE PSICOLOGÍA

Kruse Presidente. Un cargo con donación, la más alta recompensa para una profesionalidad intelectual excepcional.

No tenía el menor sentido; aquel hombre era cualquier cosa menos un intelectual. Y, aunque habían pasado ya muchos años desde la última vez que yo había tenido algo que ver con él, no había razón alguna para creer que hubiera cambiado, para convertirse en un ser humano decente.

En aquellos tiempos, él había sido uno de esos tipos que dan consejos en las páginas de la prensa, y el niño mimado del circuito de las conferencias, armado como estaba con el exigido consultorio en Beverly Hills y un repertorio de lugares comunes, revestidos de jerga pseudocientífica.

Su columna había aparecido mensualmente en una de esas revistas para mujeres que se venden en los supermercados…, el tipo de basura impresa que publica artículos acerca de la última dieta milagrosa fulminante, seguida, en la página posterior, por recetas de tarta de chocolate con licor, y combina exhortaciones a «sea usted mismo» con tests de capacidad sexual pensados para que todo el mundo que los rellene acabe sintiéndose impotente.

Catedrático con donación. Sólo había llevado a cabo una especie de intentona de investigación…, algo que tenía que ver con la sexualidad humana, y que jamás había producido el más mínimo dato.

Pero no se había esperado de él que fuese académicamente productivo, porque no había sido un miembro, propiamente dicho, de la Facultad, sino un simple asociado clínico. Uno más de las docenas de profesionales que ejercían la Psicología, y que buscaban tener un tufillo académico a través de una asociación con la Universidad.

Los asociados daban, ocasionalmente, clases como invitados sobre sus especialidades (en el caso de Kruse, se había tratado de la hipnosis y de una forma manipuladora de la psicoterapia que él denominaba Dinámica de la Comunicación), y servían como terapeutas y supervisores de los estudiantes graduados de Psicología Clínica. Una formidable simbiosis, que liberaba a los catedráticos «de verdad» para llevar a cabo sus peticiones de donaciones y sus reuniones de comité, al tiempo que servía para facilitar a esos asociados permisos de aparcamiento en la zona de profesores, billetes preferentes para los partidos de fútbol americano del equipo universitario, y entrada en el Club de la Facultad.

De eso a Catedrático con una donación de Blalock. ¡Increíble!

Pensé en la última vez que había visto a Kruse… hacía unos dos años. Nos habíamos cruzado casualmente en el campus, y los dos habíamos fingido no ver al otro.

Él andaba camino del edificio de Psicología, ataviado con un traje a medida, de paño inglés, con parches de cuero en los codos, pipa humeante, una estudiante a cada brazo. Soltándoles algo muy profundo a las chicas, mientras les metía mano como el que no quiere la cosa.

Volví a mirar esa caligrafía en plata. Cóctel a las cuatro. ¡Ahora, demos todos un viva al jefe!

Probablemente tendría algo que ver con un enchufe conseguido en Holmby Hills, pero aun así el nombramiento desafiaba toda comprensión.

Comprobé la fecha de la fiesta… era dentro de dos días… y luego volví a leer la dirección al pie de la invitación.

Skylark. Alondra… Los muy ricos bautizaban a sus casas, como si fueran hijos.

La Mar Road, sin número. Traducción: toda la calle es nuestra, so pobretones.

Me imaginé la escena: cochazos, tragos aguados y un exhibicionismo anonadante, pavoneándose por sobre el césped color verde dólar.

No era la idea que yo tenía sobre cómo pasar un rato divertido. Lancé la invitación a la papelera y me olvidé de Kruse. Y también de mi etapa académica.

Pero no iba a ser por mucho tiempo.

2

Dormí mal y me desperté, el viernes, con el sol. Sin ningún paciente en agenda, me hundí en trabajos rutinarios: mandar por mensajero el vídeo de Darren a Mal, acabar otros informes, hacer cheques para pagar facturas y mandarlos por correo, alimentar a los koi y retirar con la redecilla las porquerías que había en su estanque, limpiar la casa hasta que reluciera. Todo eso me llevó hasta el mediodía y me dejó el resto del día libre para chapotear en mi desgracia.

No tenía hambre, así que probé a correr, pero no podía quitarme la constricción que sentía en el pecho, así que lo dejé antes de hacer un par de kilómetros. De vuelta en casa, me tragué una cerveza con tanta rapidez, que me provocó dolor en el diafragma, continué con otra y luego me llevé un paquete de seis a la alcoba. Me senté, en ropa interior, y contemplé pasar las imágenes por el televisor. Seriales: gente de aspecto perfecto sufriendo. Concursos: gente con aspecto perfecto, portándose como subnormales.