– ¿Cómo puedes decir eso? Ésta es tu casa.
Ella iba a replicarme, pero agitó la cabeza y apartó la mirada.
Me coloqué en su línea visual, señalé hacia la mesa de caballetes en madera de fresno, que había en el comedor.
– El único mueble que me importa es ése. Y es porque tú lo construiste.
Silencio.
– Sólo tienes que decirlo, y cogeré un hacha y lo haré todo astillas, Robin. Empezaremos a partir de cero. Juntos.
Ella ocultó su cara en las manos, la mantuvo así un tiempo y luego la alzó, con los ojos llorosos.
– No es un problema de decoración de interiores, Alex.
– ¿Cuál es el problema?
– Tú eres el problema. El tipo de persona que eres. Avasallador. Agobiante. El problema es que nunca me has preguntado si quería algo diferente… si tenía ideas propias.
– Nunca pensé que este tipo de cosas te importara.
– Nunca te hice saber que me importasen…, también yo soy el problema, Alex. Aceptando, siguiéndote, adaptándome a tus nociones preconcebidas. Y, entre tanto, he estado viviendo una mentira…, viéndome a mí misma como fuerte y autosuficiente.
– Eres fuerte.
– Ésa era la argumentación habitual de Papi: eres una chica fuerte, una hermosa chica fuerte. Acostumbraba a enfadarse mucho conmigo cuando me fallaba la confianza en mí misma, me gritaba y me decía, una y otra vez, que yo era diferente de las otras chicas. Más fuerte que ellas. Para él, el ser fuerte equivalía a usar tus manos, a crear. Cuando las otras chicas estaban jugando con sus muñecas Barbie, yo estaba aprendiendo a cómo cambiarle la hoja a una sierra de tira y rascándome los dedos hasta los huesos con el cepillo. Construyendo perfectas uniones de madera. Siendo fuerte. Durante años me tragué ese cuento. Y aquí estoy ahora, dándome por fin una buena mirada en el espejo, y lo único que veo en él es a otra débil mujer, viviendo de un hombre.
– ¿Lo de Tokio ha tenido algo que ver con todo esto?
– La oferta de Tokio me hizo ponerme a pensar acerca de lo que yo quería de la vida, y me hizo darme cuenta de lo muy lejos que estaba de ello… de lo dependiente que siempre he sido de alguien.
– Nena, yo nunca quise meterte bajo mi ala…
– ¡Ése es el problema! ¡Soy una nena… un maldito bebé! ¡Inerme y preparada para ser ajustada por el buen doctor Alex!
– Nunca te he visto como a una paciente -le dije-. ¡Por Dios, te amo!
– Amor -dijo ella-. Sea lo que sea lo que eso signifique.
– Yo sé lo que significa para mí.
– Entonces, eres mejor persona que yo, ¿vale? ¡Lo cual es la parte central del problema, ¿no?! El doctor Perfecto, Comecocos, Desfacedor de Entuertos. Bien parecido, inteligente, encantador, con dinero… y con todos esos pacientes que piensan que eres Dios.
Se alzó, caminó arriba y abajo.
– Maldita sea, Alex, cuando te conocí, tenías problemas…, estabas quemado, tenías todas aquellas dudas sobre ti mismo. Eras un ser humano, y yo podía ocuparme de ti. Yo te ayudé a superar aquello, Alex. Yo fui una de las principales razones para que lograses salir de aquel pozo. Alex. Lo sé.
– Lo fuiste. Y aún te necesito.
Ella sonrió.
– No. Ahora estás reparado, cariño. Perfectamente sintonizado.
Y ya no me queda nada que hacer a mí.
– Eso es una tontería. Me he sentido absolutamente hundido este tiempo que he estado sin verte.
– Es una reacción pasajera -afirmó ella-. Ya pasará.
– Debes de creer que soy absolutamente superficial.
Paseó un poco más, agitó la cabeza:
– Dios, me escucho a mí misma y me doy cuenta de que, finalmente, todo son celos; ¿no? Estúpidos celos infantiles. Es lo mismo que sentía por las chicas que estaban muy solicitadas por los chicos. Pero no puedo evitarlo… Y es que tú lo tienes todo organizado: corres tus cinco kilómetros, te das una ducha, trabajas un poco, ingresas tus cheques, tocas tu guitarra, lees tus revistas profesionales. Me jodes hasta que los dos nos corremos, luego te quedas dormido sonriendo. Compras pasajes para Hawai, y tenemos unas vacaciones. Apareces con una cesta de picnic, y comemos. Es una cadena de montaje, Alex, en la que tú eres el que aprieta los botones… y si algo me enseñó el viaje a Tokio, es que no quiero una cadena de montaje. Y lo más jodido del asunto es que, realmente, es una vida de coña. Si te dejase, te cuidarías por siempre de mí, harías de mi vida un perfecto sueño, cubierto de azúcar. Sé de montones de mujeres que matarían por tener algo así, pero no es lo que yo necesito.
Nuestras miradas se cruzaron. Yo me sentí aguijoneado, y aparté la vista.
– ¡Oh, Dios! -exclamó-. Te estoy haciendo daño. ¡No puedo soportarlo!
– Estoy bien. Continúa.
– Eso es todo, Alex. Eres un hombre maravilloso, pero el vivir contigo ha empezado a darme miedo. Corro el peligro de desaparecer.
Y ya has empezado a hablar de matrimonio. Si nos casásemos, aún perdería más de mi propia personalidad. Nuestros hijos acabarían viéndome como alguien aburrido, nada estimulante y muy amargado. Y, entre tanto, Papi estaría marchando por el ancho mundo, realizando sus actos heroicos. Necesito tiempo, Alex… y espacio para respirar. Para poder aclararme.
Se fue hacia la puerta.
– Ahora tengo que irme. Por favor.
– Tómate todo el tiempo que quieras -le dije-. Y todo el espacio. Sólo te pido que no cortes conmigo.
Se quedó, temblando, en el hueco de la puerta. Vino corriendo hacia mí, me besó en la frente, y se marchó.
Dos días más tarde volví a casa y encontré una nota en la mesa de fresno:
Querido Alex,
Me voy a San Luis. La prima Terry ha tenido un hijo. Voy a ayudarla, regresaré aproximadamente dentro de una semana.
No me odies.
Con amor,
R
3
En uno de los casos en que acababa de estar trabajando estaba involucrada una niña de cinco años como rehén de una malévola batalla por su custodia entre un productor de Hollywood y su cuarta mujer.
Durante dos años los padres, animados a seguir con la guerra por unos abogados que cobraban en tanto que ésta continuase, habían sido incapaces de llegar a un acuerdo. Finalmente, el juez se había hartado y me había pedido que le hiciese alguna recomendación. Yo había evaluado a la chica, y pedido que asignasen a otro psicólogo, para examinar a los padres.
El consultor que yo había recomendado era un antiguo compañero de estudios llamado Larry Daschoff, un agudo diagnosticador, cuya ética yo respetaba. Larry y yo habíamos seguido siendo amigos a lo largo de los años, recomendándonos a posibles clientes de nuestras respectivas especialidades, reuniéndonos de vez en cuando para comer o para una partida de frontón. Pero, como amigo, caía en la categoría de los no íntimos, por lo que me sorprendió que me llamase a las diez de la noche del viernes:
– ¿Doctor D? Habla el Doctor D -me gritó, tan jovial como siempre. Un huracán de sonidos rugía al fondo: neumáticos chirriantes y tiros de una tele puesta a todo volumen, compitiendo con lo que parecía ser el patio de una escuela en el descanso entre clases.
– Hola, Larry. ¿Qué pasa?
– Lo que pasa es que Brenda está en la Biblioteca de la Facultad de Derecho, empollando para su curso de postgraduada y dejándome a los cinco monstruos pequeños para mi solito.
– Las alegrías de ser padre.
– Ya, claro -el nivel del ruido creció. Una vocecilla gimió:
– ¡Papi! ¡Papi! ¡Papiii!
– Un segundo, Alex. -Colocó la mano sobre el micrófono, pero le escuché decir-: Espera hasta que haya acabado de hablar por teléfono. No, ahora no. Espera. Y si te molesta, mantente alejado de él. Ahora no, Jeremy, no quiero escucharlo. Estoy hablando por teléfono, Jeremy. Si no te tranquilizas, no habrá galletitas de cacao y te mandaré veinte minutos antes a la cama.