Cuando una persona entra en la cárcel una vez ya se convierte en un visitante periódico. Una vez que ha estado en la cárcel, vuelve a ella una y otra vez. Es muy raro encontrar a alguien que haya estado en la cárcel y nunca vuelva a ella. Cuando sale de la cárcel tiene más maestría. Cuando sale de la cárcel tiene más ideas de cómo hacer lo mismo de una forma más experta. Cuando sale de la cárcel ya no es un aficionado. Sale de la cárcel con un título; la salida de la cárcel es una especie de título del crimen. Ahora sabe más, y sabe cómo hacerlo mejor. Ahora sabe lo que tiene que hacer para que no le pesquen. Ahora ya conoce las fisuras del sistema jurídico.
Y los encargados de que se cumpla la ley son tan delincuentes como los demás, en realidad, son más delincuentes que ninguno, porque para tratar con delincuentes tienen que ser más delincuentes. La policía, los carceleros y los guardias penitenciarios son más criminales que las personas obligadas a estar en la cárcel; es necesario que lo sean.
No ha cambiado nada. Esta no es la forma de cambiar las cosas y ha demostrado ser un fracaso rotundo.
El zen dice que el cambio viene a través de la comprensión y no de la imposición.
¿Y qué son vuestro cielo y vuestro infierno? No son nada más que el mismo concepto trasladado a la vida del más allá. El mismo concepto de prisión se convierte en vuestro concepto de infierno. Y el mismo concepto de recompensa -recompensas gubernamentales, recompensas presidenciales, medallas de oro, esto y lo otro-, ese mismo concepto se traslada al cielo, al paraíso, firdaus. Pero la idea sigue siendo la misma.
El zen destruye de raíz esa forma de pensar. El zen no condena nada, es comprensivo, dice que hay que intentar comprender que las cosas son como son. Intenta comprender al ser humano como es y no le impongas ningún ideal, no digas cómo debería ser.
En el momento que dices cómo debería ser, te ciegas a la realidad de lo que es. El «debería» se convierte en una barrera. Entonces, no puedes ver la realidad, no puedes ver lo que es porque tu «debería» se convierte en algo opresivo. Tienes un ideal, un ideal perfeccionista y, naturalmente, todas las personas quedan por debajo de ese ideal. De ese modo condenas a todo el mundo. Y las personas egoístas que consiguen de alguna manera encajar en ese ideal -aunque sea superficialmente o exteriormen-te- se convierten en grandes santos. Pero solo son egoístas, y si les miras a los ojos, encontrarás una única cualidad: soy-más-santo-que-tú. Son los elegidos, los elegidos de Dios y están aquí para condenarte y transformarte. El zen no está interesado en la transformación de nadie pero la paradoja es que transforma. No le interesa qué deberías ser, sino qué eres. Analízalo, analízalo con una mirada cargada de amor y cariño. Intenta comprenderlo y de esta comprensión surgirá la transformación. La transformación es natural, no tienes que hacer nada, sucede espontáneamente. El zen transforma pero no habla de la transformación. Cambia, pero no le preocupa el cambio. Aporta más beatitud a los seres humanos que ninguna otra cosa, pero no le preocupa en absoluto. Llega como una gracia, como un regalo. Es el resultado de la comprensión. Esa es la belleza del zen, que por encima de todo no tiene valores. La valoración es una enfermedad de la mente, eso es lo que dice el zen. No hay nada bueno ni malo, las cosas son exactamente como son. Todo es como es.
El zen abre una dimensión completamente nueva: la dimensión de la transformación sin esfuerzo. La dimensión de la transformación que llega naturalmente cuando tienes los ojos limpios, cuando hay claridad, cuando estudias la naturaleza de las cosas directamente sin el obstáculo de los prejuicios.
En cuanto dices que una persona es buena es que has dejado de mirarla. Ya le has puesto una etiqueta, la has encasillado y la has clasificado. En cuanto dices que «ese hombre es malo», ¿cómo puedes volver a mirarle a los ojos? Has decidido de antemano acabar con esa persona, esa persona ha dejado de ser un misterio. Has resuelto el misterio escribiéndole encima «malo» o «bueno» y ahora estás relacionándote con esas etiquetas y no con las realidades.
Un hombre bueno se puede volver malo y uno malo se puede volver bueno. Sucede a cada instante; por la mañana el hombre era bueno, por la tarde es malo y por la noche volverá a ser bueno. Pero ahora tendrás que comportarte con arreglo a la etiqueta que le has puesto. No estarás hablando con el hombre en sí, sino que estarás hablando con la etiqueta que le has impuesto, con la imagen que has fabricado.
Por supuesto, sigues sin percibir las realidades y a las verdaderas personas, y esto origina mil y un problemas y complicaciones. Problemas que no tienen solución. ¿Realmente hablas con tu mujer? Cuando estás en la cama con tu mujer, ¿con quién estás en la cama realmente, con tu mujer o con determinada imagen? Tengo la sensación de que en cualquier lugar que se encuentren dos personas, en vez de dos personas, en realidad hay una multitud. Por lo menos cuatro personas ya que también están ahí tu imagen del otro y la imagen que el otro tiene de ti. Y además nunca concuer-dan, porque la verdadera persona va cambiando, es un flujo. La verdadera persona es un río que va cambiando de color. ¡La verdadera persona está viva! El hecho de que le hayas puesto una etiqueta no significa que haya muerto; sigue estando viva.
Una vez, alguien preguntó a Chuang Tzu: «¿Has acabado tu trabajo?». Él respondió: «¡Cómo voy a haberlo terminado si todavía estoy vivo!».
Analiza lo que dice: «¿Cómo voy a haberlo terminado? Todavía estoy vivo. Solo se habrá acabado el día que muera; mientras siga fluyendo, seguirán ocurriendo cosas».
Mientras un árbol esté vivo le saldrán flores, hojas nuevas, irán nuevos pájaros para hacer en él sus nidos, irán nuevos viajeros que pasarán la noche debajo de él… las cosas irán cambiando. Mientras estás vivo todo es posible. Pero en cuanto clasificas a una persona como buena, mala, moral, inmoral, religiosa, irreligiosa, teísta, ateísta, esto y lo otro, estás pensando como si la persona hubiese muerto. Solo deberías poner etiquetas a la persona cuando haya muerto. Puedes etiquetar a una persona cuando esté en la tumba, pero no antes. Puedes ir a su tumba y escribir: «Esta persona es esto». Ahora ya no te puede contradecir, porque todo se ha acabado; ha llegado al final. El río ha dejado de fluir.
Pero mientras alguien siga estando vivo… Pero no dejamos de poner etiquetas, incluso a los niños, a los niños pequeños. Decimos: «Este niño es obediente y este otro es muy desobediente. Este niño es una delicia y este otro es un problema». Estás poniendo etiquetas, y recuerda, al hacerlo estás creando muchos problemas. En primer lugar porque cuando le pones una etiqueta a alguien estás exigiéndole que se comporte de acuerdo con la etiqueta que le has puesto, ahora empieza a sentir que tiene la obligación de demostrar que estás en lo cierto. Si el padre dice: «Mi hijo es un problema», el hijo piensa: «Ahora tengo que demostrar que soy un problema, si no, se demostrará que mi padre no tenía razón». Este razonamiento es inconsciente, ¿cómo puede pensar un niño que su padre no tiene razón? Por eso el niño causa más problemas para que el padre pueda decir: «¿Ves? Este niño es un problema».
Tres mujeres estaban hablando y, como hacen todas las mujeres, se jactaban de sus respectivos hijos. Una dijo: «Mi hijo solo tiene cinco años y escribe poesía. Son unos poemas tan hermosos que hasta los poetas consumados sentirían vergüenza».
La segunda dijo: «Eso no es. nada. Mi hijo solo tiene cuatro años y pinta unos cuadros tan modernos, tan ultramodernos, que ni siquiera Picasso les encontraría ni pies ni cabeza. Y ni siquiera usa pincel, lo hace todo con las manos. A veces solo lanza la pintura contra el lienzo y de la nada sale algo precioso. Mi hijo es un impresionista, es un pintor muy original».