No te das cuenta de lo que ha sucedido en la historia muchas veces. Hace trescientos años, en muchas culturas se creía que los locos fingían. En otras muchas se creía que estaban poseídos por los espíritus. E incluso en algunas se creía que estaban locos, pero que se podían curar con castigos. Así es como se trataba a los locos.
Los trataban a base de azotes -¡vaya tratamiento!- y sacándoles sangre. Ahora les hacen transfusiones de sangre pero antes hacían justo lo contrario: les sacaban sangre pensando que tenían demasiada energía. Naturalmente, se quedaban más débiles y al mostrar signos de debilidad por toda la sangre que les habían sacado, pensaban que les habían curado de su locura.
Azotándolos, naturalmente, de vez en cuando recuperaban la cordura. Es casi como si empiezas a golpear a una persona que está dormida y esta se despierta. Un loco se ha salido de su mente consciente y es posible que, si le das un azote, en algún caso vuelva a sus cabales. Esa era la prueba de que pegarle era el tratamiento correcto. Aunque solo se curaban de vez en cuando; en el noventa y nueve por ciento de los casos les torturaban innecesariamente. Pero esa única excepción confirmaba la regla.
Se pensaba que los locos estaban poseídos por espíritus, por fantasmas; y en ese caso también les daban un azote, porque si estaban poseídos por fantasmas, el azote solo le afectaría al fantasma y no a la persona. No estás pegando el cuerpo de la persona, sino a los fantasmas que le están poseyendo, y gracias a esos golpes, los fantasmas huirán. Alguna que otra vez, la persona volvía a sus cabales, pero no llegaba ni al uno por ciento de las veces.
Estuve en un sitio famoso por tratar a los locos. Llevaban a ese lugar a cientos de locos. Se trataba de un templo a las orillas de un río; el sacerdote de ese templo debe de haber sido carnicero al menos en varios centenares de vidas. Parecía un carnicero y azotaba a todo el mundo. Los locos estaban encadenados, les azotaban, no les daban comida y les administraban laxantes muy fuertes. Vi cómo de vez en cuando alguno volvía a sus cabales. Los fuertes laxantes durante unos días y la falta de comida efectuaban una limpieza de su sistema interno. Los azotes les devolvían un poco de conciencia. Sin comida, pasando hambre… un hombre hambriento no puede permitirse estar loco porque su cuerpo está pasando un suplicio. Para estar loco necesitas un mínimo de comodidad en tu vida.
Puedes comprobarlo, cuanto más rica es una sociedad, más lu-josa y abundante es una cultura, más locos hay. Cuanto más pobre es una sociedad -famélica y hambrienta-, menos gente se vuelve loca. La locura necesita, en primer lugar, una mente. Pero una persona hambrienta no tiene alimento para la mente. Está desnutrida, de manera que su mente no está en situación de estar chiflada. Para estarlo, la mente necesita más energía de la necesaria para sobrevivir normalmente. La locura es una enfermedad del hombre moderno. Los pobres no se la pueden permitir.
Cuando le haces pasar hambre a una persona y le administras laxantes, se limpia su sistema interno, y esto le produce tanta hambre que solo puede centrarse en el cuerpo. Se olvida de la mente y su principal preocupación es el cuerpo. Ya no está interesado en la mente y sus juegos.
La locura es un juego de la mente.
Por eso, de vez en cuando, había gente que se curaba en ese templo; ese uno por ciento que se curaba hacía que se extendiese el rumor y que llevasen allí a cientos de personas. El templo se enriqueció muchísimo. Yo he ido a visitarlo muchas veces, pero solo he visto curarse a una persona. Los demás volvían a sus casas apaleados, hambrientos y desnutridos… incluso más enfermos aún y más débiles; muchos murieron a causa del tratamiento de ese sacerdote.
Cuando un sacerdote realiza un tratamiento en un templo o en un lugar sagrado de la India, no es un crimen si mueres. Volverás a nacer en un nivel más elevado de conciencia, por eso no se considera un crimen. Hace muchos siglos que los sacerdotes están tratando a los locos de todo el mundo con este sistema.
Ahora sabemos que no se puede tratar a un loco de esta manera. Antes solían encerrarlos en celdas aisladas de la cárcel. Esto sigue sucediendo en todo el mundo porque no sabemos qué hacer con ellos. Para esconder nuestra ignorancia los metemos en la cárcel, así podemos olvidarnos de ellos; al menos podemos olvidar que existen.
En mi pueblo, el tío de uno de mis amigos estaba loco. Era una familia rica. Solía ir a su casa a menudo, pero solo años más tarde me percaté de que uno de los tíos de mi amigo estaba encerrado y encadenado en el sótano.
– ¿Por qué está encerrado? -les pregunté.
– Está loco -me respondieron-, y solo teníamos dos alternativas: o le mantenemos encadenado en nuestra casa… y claro, no podemos tenerlo encadenado en la planta baja, pues todo el que venga de visita se va a alarmar y preocupar, y además sería terrible para sus hijos y su mujer ver a su padre y su marido en ese estado, o lo enviamos a la cárcel. Y enviarlo a la cárcel habría perjudicado la reputación de la familia, así que buscamos esta solución y le encerramos en el sótano. Un sirviente le lleva la comida y, aparte de él, no ve a nadie; nadie baja a verle.
– Me gustaría conocer a tu tío -convencí a mi amigo.
– Pero no puedo ir contigo -me dijo-, es peligroso, ¡está loco! Aunque está encadenado podría hacerte daño.
– Como mucho, puede matarme. Ponte detrás de mí para poder escapar si me mata, pero me gustaría verle -le dije.
Como insistí, él consiguió la llave del sirviente que se ocupaba de la comida de su tío. Yo era la única persona del mundo exterior que le veía desde hacía treinta años, además del sirviente. Es posible que ese hombre estuviera loco anteriormente -no puedo saberlo-, pero ahora no lo estaba. Nadie estaba dispuesto a hacerle caso porque todos los locos dicen «yo no estoy loco». Por eso, cuando le decía al sirviente: «Dile a mi familia que no estoy loco», el sirviente se reía. Finalmente el sirviente decidió decírselo a la familia pero nadie le hizo caso.
Cuando le vi, me senté con él y estuve hablando. Estaba tan cuerdo como cualquier otra persona, incluso un poco más porque me dijo:
– Estar aquí durante treinta años ha sido una experiencia terrible. Pero puedo ver lo afortunado que soy alejado de vuestro loco mundo. Creen que estoy loco, déjales que lo piensen, no pasa nada pero, en realidad, me siento muy afortunado de estar fuera de vuestro loco mundo. ¿Tú qué opinas? -me preguntó.
– Tienes toda la razón -le contesté-. El mundo exterior está mucho más loco que cuando lo dejaste hace treinta años. En treinta años todo ha evolucionado mucho, también la locura. Deberías dejar de decir a la gente que no estás loco, si no, ¡puede ser que te saquen de aquí! Estás viviendo una vida perfectamente hermosa. Tienes sitio para moverte…
– Es el único ejercicio que puedo hacer aquí… caminar -dijo él.
Le empecé a enseñar a hacer vipassana.
– Estás en la situación perfecta para convertirte en un buda: sin preocupaciones ni molestias, ni interferencias. Eres muy afortunado -le dije.
La última vez que le vi, antes de morir, por la expresión de su cara y sus ojos pude ver que no era la misma persona, había sufrido una transformación, una mutación total.
Los locos necesitan métodos de meditación para poder escapar de su locura. Los criminales necesitan ayuda psicológica y apoyo espiritual. Están profundamente enfermos y estáis castigando a personas enfermas. No es culpa de ellos. Si alguien asesina quiere decir que lleva arrastrando la tendencia a asesinar desde hace mucho tiempo. No es que, de repente, de la nada, asesines a alguien.
Cuando hay un asesinato, habría que juzgar a la sociedad, se debería castigar a toda la sociedad. ¿Por qué le ha ocurrido algo así a esta sociedad? ¿Qué habéis hecho para que ese hombre se convierta en un asesino? ¿Por qué se ha vuelto destructivo? La naturaleza da energía creativa a todo el mundo, pero se vuelve destructiva solo cuando se obstruye, cuando no se permite su flujo natural. Siempre que la energía quiere seguir su cauce natural, la sociedad se lo impide, la mutila, la desvía en otra dirección. En poco tiempo el ser humano está confundido. No sabe qué es qué. Ya no sabe qué está haciendo ni por qué hace lo que está haciendo. Los motivos originales se han quedado muy atrás, ha dado tantas vueltas que ahora es un rompecabezas.
Nadie necesita la pena de muerte y nadie la merece. En realidad, ni la pena de muerte ni ningún otro castigo están bien, porque el castigo no cura a nadie. El número de criminales aumenta día a día; cada día se construyen más cárceles. Es extraño. No debería ser así. Debería ocurrir todo lo contrario, porque con tantos tribunales y tantos castigos, y tantas cárceles debería haber menos crímenes y menos criminales. Con el tiempo, debería disminuir el número de cárceles y juzgados. Pero no está sucediendo.
Esto se debe a un error de planteamiento. No se puede usar el castigo para enseñar a la gente. Vuestros juristas, vuestros expertos en leyes y vuestros políticos han estado diciendo desde hace siglos: «Si no castigamos a la gente, ¿cómo vamos a enseñarles? Todo el mundo empezará a cometer delitos. Tenemos que castigarlos para que tengan miedo». Creen que el miedo es la única forma de enseñar, ¡y el miedo no es en absoluto forma de enseñar nada a la gente! Lo que se consigue con el castigo es que la gente se familiarice con el miedo de manera que ya no existe el sobresalto inicial. Ahora saben lo que les puede pasar: «Como mucho me vas a azotar. Y si otra persona lo puede aguantar, yo también.' Además, de cien ladrones solo puedes atrapar a uno o dos. Si ni siquiera puedo arriesgarme a eso, teniendo un noventa y ocho por ciento de probabilidades de éxito, ¿qué clase de hombre soy?».