—¿De verdad es el Estigia? —preguntó Menandros, con una inocencia que Fausto no esperaba de él.
—Así lo llamamos —contestó bar-Heap—, porque es el río de nuestro mundo subterráneo, como ve. Pero el verdadero se encuentra en algún lugar de su propio reino oriental, creo. Aquí… debemos girar…
Una apertura oval recortada de forma irregular en el muro del corredor demostró ser la entrada a la gran sala que hacía las veces de mercado de los hechiceros. Originalmente, se decía, había servido como lugar de almacenamiento de las cuadrigas imperiales, con el fin de impedir que se apoderaran de ellas los bárbaros invasores. Cuando tales precauciones ya fueron innecesarias, una multitud de hechiceros se apropió de la enorme sala, que fue dividida mediante hileras de arcos de piedra calcárea en una sucesión de pequeñas cámaras de muros bajos. Una claraboya octogonal en lo alto, en el mismo centro de la techumbre de la sala, permitía el paso de pálidos haces de luz solar desde el exterior, pero la mayor parte de la iluminación procedía de braseros humeantes dispuestos frente a cada uno de los puestos. Los braseros, bien por encantamiento o bien por simple destreza técnica, ardían todos ellos con chillonas llamas de tonos diversos, danzarinas lenguas de fuego de color violeta y pálido carmesí, azul cobalto y esmeralda brillante mezcladas con otras más corrientes, rojas y amarillas, propias de una hoguera de carbón.
El clamor del comercio era intenso. Cada uno de los puestos tenía su pregonero, que voceaba las excelencias de la mercancía de su señor. Apenas había entrado el embajador Menandros en la sala, cuando un individuo grueso de rostro sudoroso y vestido con una túnica brocada de estilo egipcio lo consideró un posible blanco y, haciéndole señas con ambas manos, le gritó:
—¡Eh, usted, amiguito! ¿Le interesa un filtro de amor, un afrodisíaco excelente, el mejor de los de su clase?
Menandros se mostró interesado. El voceador le dijo:
—Venga, pues. ¡Déjeme enseñarle este maravilloso hechizo! ¡Atrae tanto a hombres como a mujeres y hace que las vírgenes salgan a toda prisa de sus casas en busca de amantes! —El voceador se puso tras él, alcanzó un pergamino enrollado y lo agitó frente a la nariz de Menandros—. ¡Aquí está, amigo mío, aquí! Coge usted papiro natural y, con la sangre de un asno, escribe en él las palabras mágicas que aquí ve. Luego añade un cabello de la mujer que desea o un pedazo de sus vestiduras o de las sábanas de su lecho… si es que puede hacerse con ello.Y a continuación pone en el pergamino un poco de cola de vinagre y lo pega en la pared de la casa de su amante. ¡Quedará usted maravillado! Pero ¡vaya con cuidado de no pringarse usted o caerá rendido de amor por algún arriero que pase por su lado o, quizá incluso peor, por su mismo asno! ¡Tres sestercios! ¡Tres!
—Si el amor infalible resulta tan barato… —preguntó Maximiliano al tendero—, ¿por qué hay amantes desesperados que se arrojan al río todos los días de la semana?
—Y, si por tres monedas de latón cualquiera puede tener a la mujer de sus sueños ¿por qué los burdeles están siempre tan concurridos? —añadió Fausto.
—O la mujer o el hombre —dijo Menandros—, pues el encantamiento funciona en ambas direcciones, como así nos lo ha dicho.
—Sí, o incluso sobre el burro —remató bar-Heap.
Todos rieron y pasaron de largo.
Muy cerca, se vendía un filtro de invisibilidad al precio de dos denarios de plata.
—Es la cosa más sencilla —explicaba el voceador, un hombrecillo magro y seco como un palo, cuyo rostro moreno de prominente mentón estaba marcado por las cicatrices de alguna vieja pelea a cuchillo—. Coja el ojo de un ave nocturna, una bola de estiércol de escarabajo de AEgyptus y el aceite de una aceituna sin madurar. Macháquelo todo bien hasta formar una pasta. Embadúrnese el cuerpo entero con ella, diríjase después al santuario más cercano de Apolo con las primeras luces del amanecer y pronuncie la plegaria que está escrita en este pergamino. Será invisible para todos los ojos hasta que el sol se ponga. Podrá entrar, sin que nadie lo advierta, en los baños de las señoras o deslizarse en el palacio del emperador y probar las exquisiteces de su mesa, o también llenar su monedero con el oro de las mesas de los cambistas. ¡Dos denarios de plata solamente!
—Es bastante razonable por un día de invisibilidad —dijo Menandros—. Lo compraré para diversión de mi señor. —E iba ya a sacar su monedero cuando César, cogiéndole la muñeca, le advirtió que nunca aceptara el primer precio que se le ofreciese en un lugar como aquél. Menandros se encogió de hombros dando a entender que lo que se le pedía era una insignificancia, después de todo. Pero para César Maximiliano se trataba de una cuestión de principios. Invocó la ayuda de bar-Heap, quien rápidamente regateó hasta cuatro monedas de cobre y, ya que Menandros no tenía dinero de tan poco valor en su bolsa, fue Fausto quien pagó.
—Ha hecho bien —dijo el voceador, entregando a Menandros el trozo de pergamino.
Menandros, dándose la vuelta, lo abrió.
—Las letras están en griego —dijo.
Maximiliano asintió con la cabeza.
—Sí, casi toda esta basura está en griego. Aquí es la lengua de la magia.
—Las letras son griegas pero no así las palabras. Escuchad —y leyó con un tono retumbante y envolvente—: «BORKE PHOIOUR IO
ZIZIA APARXEOUCH THYTHE LAILAM AAAAAA IIII OOOO IEO IEO IEO)).
—Y levantando la vista del pergamino, añadió: Y aquí hay tres líneas más casi del mismo tipo. ¿Qué os parece?
—Me parece que has hecho bien en no leernos el resto —dijo Fausto—, de lo contrario podías haber desaparecido ante nuestras mismas narices.
—No sin haberse untado con el estiércol de escarabajo, el ojo de buho y todo lo demás —observó bar-Heap—.Y tampoco es la primera luz del amanecer esa que nos llega desde la claraboya, incluso aunque pretendiésemos estar en el templo de Apolo.
—«io 10 o PHRIXRIZO EOA» —dijo Menandros riéndose a gusto, y tras enrollar el pergamino, se lo guardó en la bolsa.
A Fausto no le pareció probable que el griego creyera en tonterías semejantes, pese a que su ansia por visitar el mercado lo había inducido a sospechar. Sin embargo era un entusiasta comprador. Sin duda estaba buscando souvenirs pintorescos para llevárselos a su emperador en Constantinopla. Ejemplos divertidos de la credulidad romana de aquellos tiempos. Pues Menandros debía de haberse dado cuenta ya de un hecho curioso: en aquella sala, la mayoría de los hechiceros y vendedores eran ciudadanos de la mitad oriental del Imperio (los cuales eran famosos por la magia desde los lejanos días de los faraones y los reyes de Babilonia), mientras que la numerosa clientela estaba formada por completo por romanos occidentales. Seguramente, hechizos de esta clase se encontrarían fácilmente disponibles en el otro Imperio. Estas cosas no serían nuevas en absoluto para ellos. El Imperio Oriental era un lugar artero. Todas las mañas mercantiles se habían inventado allí. Sus raíces se hundían profundamente en la antigüedad, en un período muy anterior al de la misma Roma, y había que estar muy atento en cualquier trato que se hiciera con sus subditos.
De modo que lo que estaba haciendo Menandros era recoger pruebas de la estupidez romana, eso era. Usando a bar-Heap para negociar los precios a la baja por él, iba de uno a otro puesto reuniendo mercancía. Compró unas instrucciones para confeccionar un poderoso anillo que le permitiría obtener cualquier cosa de cualquier persona, o apaciguar la furia de señores y reyes; un hechizo que inducía a la vigilia y otro al sueño. Se hizo con un largo pergamino que ofrecía un completo catálogo de poderosos misterios y, alegremente, se lo leyó a todos: «Verás cómo las puertas se abren de par en par y aparecen siete vírgenes desde las profundidades, vestidas con prendas de hilo y con el rostro de un áspid. Son las Parcas Celestiales y blanden varitas mágicas doradas. Al verlas, salúdalas de esta forma:…». Halló un hechizo que los nigromantes podían usar para evitar que sus cerebros dijeran algo fuera de lugar mientras sus propietarios los estaban empleando en formular encantamientos. Encontró uno capaz de convocar al Gran Descabezado, el que había creado el Cielo y la Tierra, el poderoso Osoronofris, y conjurarlo a expulsar los demonios de un cuerpo que estuviera sufriendo. Adquirió otro que podía devolver las propiedades perdidas o robadas. Volvió al primer puesto y compró el infalible afrodisíaco por una mínima parte del precio pedido al principio y después se llevó una poción que haría que los amigos de uno, en una celebración en la que corriera el vino, creyeran que les habían crecido morros de simio.