—¡Maximiliano! —exclamó, tratando de detener el brazo en movimiento del cesar—. Mi señor, te lo ruego, no es justo, mi señor…
Hizo una señal a bar-Heap, y el hebreo sujetó el otro brazo de Maximiliano. Entre los dos lo hicieron retroceder.
Se produjo un súbito silencio en la sala. Los hechiceros y sus empleados se habían detenido en sus tareas y contemplaban la escena con mirada atónita y horrorizada, como también lo hacía Menandros.
El harapiento y pequeño adivino, sentándose como pudo en medio de su aturdimiento, escupió un diente y dijo, en una especie de desafío desesperado:
—Incluso así, vuestra majestad, es la verdad: emperador.
Por suerte Fausto y el hebreo consiguieron llevarse al príncipe de allí sin provocar más daños.
Esta capacidad de furia salvaje era un aspecto de Maximiliano que Fausto nunca había visto en él. El cesar no se tomaba nada en serio. El mundo le resultaba una gran broma. Lo que siempre había demostrado era que nada ni nadie le preocupaban, ni siquiera él mismo. Era demasiado cínico y licencioso de espíritu, demasiado frivolo e indiferente ante cualquier cosa de verdadera importancia, como para incurrir en el tipo de implicación que la ira auténtica exigía. Así pues, ¿por qué las palabras del adivino le habían irritado de esa manera? Su furia era desproporcionada a la ofensa, si es que había habido tal ofensa. El hombrecillo estaba simplemente tratando de halagarlo. He aquí que viene un príncipe a visitarnos: pues bien, digámosle que es un gran héroe, digámosle incluso que se convertirá en emperador algún día. Esto último, al menos, no era imposible. Heraclio, que pronto subiría al trono, muy bien podía morir sin descendencia, y no habría entonces más alternativa que pedirle a su hermano que asumiera el poder; sin embargo, al mismo Maximiliano parecía traerle sin cuidado.
Pero decir que Maximiliano se convertiría en un gran héroe… eso debía de ser lo que lo había herido tan profundamente, pensó Fausto. Sin duda, él no consideraba que poseyera ni un ápice del material del que están hechos los héroes, dijera lo que dijese un adivino halagüeño. También debía de creer que nadie en Roma lo veía como un apuesto y joven príncipe que podía lograr grandes hazañas, sino como el jugador y mujeriego haragán, el bribón disoluto y derrochador que él era ante sus propios ojos. Y por eso interpretó las palabras del adivino como una mofa de la peor calaña y no como un halago.
—Creo que deberíamos encontrar pronto una taberna —dijo Fausto—. Un poco de vino refrescará tus ardores, mi señor.
En efecto, el vino, repugnante como era, calmó en seguida a Maximiliano, quien pronto estuvo riéndose a mandíbula batiente por el descaro de aquel andrajoso hombrecillo.
—¡Un héroe del reino! ¡Yo! ¡Y también emperador! ¿Hubo alguna vez un augur tan desencaminado en sus augurios?
—Si todos los augures son como ése —dijo bar-Heap—, creo que no tenemos que preocuparnos por la inminente y atroz destrucción del universo. Todos esos individuos son unos payasos, o algo peor. Sólo divierten a los idiotas.
—Una función útil en el mundo, diría yo —observó Menandros—. El mundo está lleno de idiotas y ¿no tienen también ellos derecho a divertirse?
Fausto dijo muy poco. El episodio entre hechiceros y augures lo había dejado sumido en un inusitado y sombrío estado de ánimo. Siempre había sido un hombre jovial; el cesar tenía en gran estima su alegre compañía, pero el tono de su humor se había ido haciendo cada vez más grave desde la llegada a Roma de aquel embajador griego, y ahora se sentía envuelto en una serie de lúgubres pensamientos. Pasar tanto tiempo en aquel reino subterráneo de oscuridad y sombras titilantes, se dijo a sí mismo, era lo que hacía que se sintiera de esa manera. Hasta entonces, de allí, el príncipe y él sólo habían obtenido placer, pero durante aquellos dos días en los antiguos túneles aquel reino misterioso de inexplicables ruidos y apariciones, de seres invisibles y fantasmas acechantes, le había hecho sentirse cansado e incómodo. «Este mundo frío, húmedo y ajeno a la luz del sol —pensaba—, es la verdadera Roma, un reino ignorante de magia y terror, un lugar de agüeros y pavores.»
¿Sería el mundo destruido por las llamas al cabo de dieciocho años, como afirmaba el anciano? Probablemente no. En cualquier caso, Fausto dudaba que viviera lo suficiente como para comprobarlo. Posiblemente, el final del universo no se estaba acercando, pero el suyo propio sí: cinco años, diez, quince como mucho, y él se habría ido, bastante antes de la catástrofe vaticinada, de la (¿cómo la había llamado el griego?)…, la gran ekpyrosis.
Pero aunque en realidad el futuro no les deparara ninguna hoguera apocalíptica, el Imperio parecía estar desmoronándose. Por todas partes había síntomas de la enfermedad. Que el segundo hombre en la línea de sucesión al trono reaccionara con tal furia ante la posibilidad de ser llamado para servir al reino, era un signo del alcance del mal. Otro era la posibilidad de que los bárbaros pudieran estar pronto de nuevo llamando a la puerta, tan sólo una generación después de haber sido supuestamente puestos en fuga para siempre. Era como si se hubiese perdido el rumbo.
Fausto volvió a llenarse la copa. Sabía que estaba bebiendo demasiado y demasiado de prisa. Hasta la capacidad de su panza tenía sus límites. «Pero el vino alivia el sufrimiento. Bebe pues, viejo Fausto. Bebe. Si no puedes hacer otra cosa, permítete este consuelo.»
Sí, se estaba haciendo viejo. Pero Roma estaba incluso más envejecida. La inmensidad del pasado de la ciudad la presionaba por todos lados. Calles estrechas invadidas por montones de basura, que conducían a grandes plazas con sus miles de fuentes, con sus surtidores plateados, a los palacios de los ricos y poderosos, y estatuas por todas partes, y obeliscos, y columnas traídas de templos lejanos; los botines de un centenar de conquistas imperiales, los santuarios de un centenar de dioses extranjeros. Y la limpia y vieja Roma de la primitiva República en alguna parte debajo de todo aquello: una capa sobre otra, doce siglos de historia; el presente continuamente superponiéndose al pasado, aunque el pasado también permanece… «Sí —se decía a sí mismo—, ha sido un largo viaje y quizá ahora que hemos creado tanto pasado, nos quede ya poco futuro, y en realidad nos hallemos vagando hacia el fin, hasta que desaparezcamos en nuestra propia debilidad, nuestra propia confusión, nuestro propio y fatal amor por el placer y la buena vida.»
Eso le preocupaba enormemente. Pero ¿por qué se preocupaba?, se preguntaba Fausto. Él mismo no era más que un licencioso y viejo haragán, compañero de otro licencioso más joven que él. Su pretensión a lo largo de toda la vida había sido no preocuparse nunca por nada.
Y sin embargo… sin embargo no podía permitirse olvidar que por sus venas corría la sangre del formidable Constantino, uno de los más grandes emperadores. El destino del Imperio había preocupado profundamente a Constantino: había estado a su mando durante décadas de afanoso trabajo y lo había salvado del desmoronamiento creando una capital nueva en el este, una segunda base que contribuyó a llevar el peso que la ciudad de Roma ya no era capaz de soportar por sí sola. «Y aquí estoy yo —pensaba—, dos largos siglos y un cuarto después. Yo, que soy a mi gran antepasado Constantino lo que un gato soñoliento y perezoso es a un bravo león. Pero por fin he de preocuparme un poco por el Imperio al que él consagró su vida. Si no por mí, sí por él. De lo contrario, ¿de qué sirve llevar la sangre de un emperador en las venas?», se preguntó con orgullo.