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Así que se quedó allí esperando. Alguna que otra risa ligera le llegó desde abajo. La diosa Bendis deTracia era la deidad que allí se adoraba, un vulgar demonio de cabellos lacios, cuyos devotos eran unos completos desvergonzados. Normalmente, a cualquier hora del día o de la noche, se oficiaba un servicio; un ritual que consistía en la habitual escena orgiástica, finalizada con la inmersión bautismal culminante en la pileta helada en la que Bendis se escondía y desde donde ofrecía la absolución de los pecados recientemente cometidos y el estímulo para los venideros. No se trataba de un culto secreto. Allí todos eran bienvenidos. Pero los misterios del culto de Bendis ya no eran misteriosos para Fausto. Él había sido bautizado en esas frías aguas suficientes veces como para toda una vida; no deseaba repetir. Por otra parte, las diestras atenciones de su compañera de juegos numidia, Oalatea, saciaban con creces la lujuria que los años le iban mermando.

Pasó mucho tiempo hasta que Menandros y Maximiliano regresaron de las profundidades. Contaron poco, pero por la expresión triunfante del pequeño rostro enrojecido del griego quedaba claro que cualquier éxtasis que éste hubiera ido a buscar, lo había encontrado en el santuario de los baptai.

Ahora había llegado el turno de las rameras caldeas, lejos de la ciudad subterránea, cerca del maremágnum de cavernas de debajo del Circo Máximo. Menandros parecía haber oído muchas cosas sobre esas mujeres, la mayoría de ellas equivocadas.

—No debes llamarlas putas —le explicaba Fausto—, ¿sabes?, sino prostitutas, prostitutas sagradas.

—Es una distinción muy sutil, ¿no? —dijo sardónico el griego.

—Lo que quiere decir Fausto —terció el cesar— es que todas ellas son mujeres de buena posición social, que profesan un culto que nos llegó de Babilonia. Algunas de ellas son incluso descendientes de babilonios, pero la mayoría no. En cualquier caso, las mujeres que practican este culto son requeridas en algún momento de sus vidas, entre los…, ¿qué serán, Fausto?, ¿dieciséis y treinta?…, más o menos esas edades, para que acudan al santuario de su diosa y permanezcan allí sentadas a la espera de que algún extraño se les acerque y las elija para pasar la noche. Ese hombre arroja una moneda de plata en su regazo y ella debe alzarse e ir con él, por horrible o repulsivo que sea. Con este acto, ella cumple por completo con su obligación para con su diosa, y así puede regresar luego a una vida de pureza sin tacha.

—Tengo entendido que algunas, según se dice, vienen a cumplir con sus obligaciones más de una vez —dijo Fausto—. Imagino que debido a un exceso de piedad. A menos que se trate de la excitación de fornicar con extraños, supongo.

—Tengo que verlo —dijo Menandros, radiante otra vez de avidez juvenil—. ¿Mujeres virtuosas, dices, esposas e hijas de hombres notables? ¿Y deben entregarse voluntariamente? ¿No pueden negarse bajo ninguna circunstancia? Justiniano encontrará esto difícil de creer.

—Es una costumbre oriental —dijo Fausto—. De la Caldea babilónica. Es muy extraño que no haya nada de todo esto en vuestra propia capital.

No lo podía creer. Según todas las historias que Fausto había oído, Constantinopla era un semillero de cultos orientales cuando menos igual que la propia Roma. Comenzó a preguntarse si existiría alguna razón de Estado tras el evidente deseo de Menandros de representar al Imperio Oriental como un riguroso lugar de piedad y virtud. Quizá tuviera algo que ver con los términos del tratado que Menandros debía negociar. Pero no acertaba a ver claramente cuál podría ser la conexión.

Pero no llegaron a ver a las prostitutas caldeas aquel día. Aún no habían recorrido la mitad del camino en aquel subterráneo, cuando oyeron un confuso barullo de voces que les llegaba de más adelante, desde la vía Subterránea. Al acercarse más a la ancha avenida empezaron a distinguir alguna palabra concreta. Los gritos aún resultaban indistintos y confusos, pero lo que parecía que estaban diciendo era: «¡El emperador ha muerto! ¡El emperador ha muerto!».

—¿Es posible? —preguntó Fausto—. ¿Estoy oyendo bien?

Y entonces lo oyeron otra vez; una voz de hombre, potente como el mugido de un toro, se elevaba por encima de las demás:

«¡EL EMPERADOR HA MUERTO! ¡EL EMPERADOR HA MUERTO!». No Cabía ya ninguna duda.

—Tan pronto —murmuró Maximiliano, con una voz que parecía llegar de ultratumba—. No se esperaba que sucediese hoy.

Fausto miró al cesar. Su rostro estaba blanco como la tiza, como si hubiera pasado la vida entera en aquellas cavernas, y sus ojos tenían un destello duro y aterrador que les confería el aspecto de dos zafiros brillantemente pulidos. Sostener la mirada de aquellos ojos pétreos resultaba espeluznante.

Un individuo con la holgada túnica amarilla de algún credo asiático llegó corriendo hasta donde estaban ellos; parecía medio desquiciado por el miedo. Tropezó con Maximiliano en el estrecho corredor e intentó abrirse paso a empujones, pero el cesar, agarrando al hombre por los dos antebrazos, lo sujetó inmovilizándolo, apretó su cara contra la del individuo y exigió que le diese noticias.

—Su majestad —dijo el hombre entrecortadamente, con los ojos como platos. Tenía un pronunciado acento sirio—. Muerto. Han prendido una gran hoguera ante palacio. Los pretorianos han salido a la calle para mantener el orden.

Mascullando una maldición, Maximiliano apartó al sirio de un empujón con tal vehemencia que el hombre rebotó contra el muro, a continuación miró a Fausto.

—Debo ir a palacio —le dijo y, sin más palabras, se dio la vuelta y salió corriendo, dejando atrás a Fausto y a Menandros mientras desaparecía con largas y poderosas zancadas en dirección a la vía Subterránea.

Menandros parecía abrumado por las noticias.

—Nosotros tampoco deberíamos estar aquí.

—No, no deberíamos.

—¿Vamos a palacio, pues?

—Podría ser peligroso. Cuando muere un emperador y su heredero natural no se encuentra en la escena, puede ocurrir cualquier cosa.

Fausto pasó su brazo por el del griego. Menandros pareció desconcertardo por el gesto, pero pronto entendió que lo que Fausto pretendía era evitar que el caos creciente de la ciudad subterránea los separara. Así unidos, emprendieron la marcha hacia la rampa de salida más cercana.

Las noticias ya se habían extendido por todas partes y hordas de personas corrían enloquecidas por el subsuelo de un lado a otro. Aunque su corazón latía con fuerza por el ejercicio, Fausto caminaba tan rápido como podía, arrastrando prácticamente a Menandros con él, utilizando su corpulencia para apartar a cualquiera que les bloqueara el paso.

«¡El emperador ha muerto!», clamaba el coro interminablemente. «¡El emperador ha muerto!» Cuando salió parpadeando a la luz del sol, Fausto vio el aturdimiento dibujado en cada rostro.

También él se sintió un poco aturdido a pesar de que el fallecimiento del emperador Maximiliano no le había llegado exactamente como un relámpago caído del cielo. Pero el anciano había ocupado el trono durante más de treinta años, uno de los reinados más largos de la historia de Roma, más incluso que el de Augusto; quizá el segundo, sólo por detrás del de su abuelo, el primer Maximiliano. Esos emperadores etruscos eran hombres longevos. Fausto era un mozalbete delgado la última vez que el trono imperial cambió de manos, y aquella vez la sucesión se llevó a cabo sin problemas. El joven y magnífico príncipe que se convertiría en Maximiliano II estaba al lado de su padre moribundo en sus últimos momentos; inmediatamente después, se dirigió al templo de Júpiter Capitolino para recibir el homenaje del Senado y para aceptar las insignias y títulos de su cargo.