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La presente era una situación distinta. No había magnífico joven heredero esperando asumir el trono, tan sólo el deplorable príncipe Heraclio, y éste se dedicaba a asuntos tan peregrinos, que ni siquiera estaba en la capital el día de la muerte de su padre. A veces se han producido grandes sorpresas cuando el trono quedaba vacante y el supuesto heredero no estaba en su sitio para reclamarlo. Así fue como el tartamudo y tullido Claudio fue proclamado cesar tras el asesinato de Calígula. Así fue como Tito Galio se convirtió en emperador después de que Caracalla fuera asesinado. Por la misma razón, el primero de los etruscos alcanzó el poder cuando Teodosio, habiendo sobrevivido a su propio hijo Honorio, murió en 1168. ¿Quién sería capaz de predecir qué vaivenes se producirían en la balanza del poder de Roma antes de que aquel día tocase a su fin?

La obligación de Fausto en aquellos momentos era conducir, sano y salvo, al embajador de Justiniano al Palacio Severino, y dirigirse después a la cancillería para aguardar los nuevos acontecimientos. Pero Menandros no parecía captar la precariedad de las circunstancias en su verdadera dimensión, sino que se quedó fascinado por el tumulto de las calles y, como el turista irresponsable que era en espíritu, quería dirigirse al Foro para observar la acción desde primera fila. Fausto tuvo que exceder un poco los límites de la cortesía diplomática para conseguir que abandonara aquella idea insensata y, por su seguridad, se dirigiera a sus propias dependencias. Menandros aceptó finalmente, reticente, pero sólo después de haber visto a una falange de pretorianos avanzando por la calle enfrente de ellos y aporreando sin contemplaciones a todo aquel que pareciera estar alterando el orden.

Fausto fue el último de los funcionarios de la cancillería en llegar a las dependencias administrativas, justo enfrente del camino del palacio real. El canciller, Licinio Obsecuente, lo recibió con acritud.

—¿Dónde has estado todo este tiempo, Fausto?

—Con el embajador Menandros, acompañándolo en un recorrido por las catacumbas —contestó Fausto con la misma acritud. A él le importaba muy poco Licinio Obsecuente, un acaudalado napolitano que, mediante sobornos, había llegado a su elevada posición. De todas formas, Fausto sospechaba que, con el nuevo emperador, ni él ni Licinio Obsecuente continuarían en sus cargos en la cancillería.

—El embajador tenía muchos deseos de visitar la capilla de Príapo y otros lugares parecidos —añadió con un poco de malicia en el tono—. De modo que le condujimos hasta allí—. ¿Cómo iba yo a saber que el emperador moriría hoy?

—¿Has dicho le condujimos?

—El cesar Maximiliano y yo.

Los ojos amarillentos de Licinio se estrecharon hasta convertirse en dos meras rendijas.

—Claro. Tu buen amigo el cesar. ¿Y dónde está el cesar ahora, si puede saberse?

—Se marchó de allí cuando nos llegaron las noticias de la muerte de su majestad —dijo Fausto—. No tengo ninguna información acerca de dónde podría encontrarse en estos momentos. En el Palacio Imperial, supongo. —Fausto se detuvo por un instante—. ¿Y el cesar Heraclio, el que es ahora nuestro nuevo emperador? ¿Sabe alguien algo de él?

—Está en la frontera norte —contestó Licinio.

—No, no está allí. Se ecuentra en su refugio de caza, detrás del lago Nemorensis. En ningún momento ha ido al norte.

Licinio se estremeció visiblemente al oír aquello.

—¿Lo sabes a ciencia cierta, Fausto?

—Completamente. Le envié un mensaje allí justo la otra noche y regresó a la ciudad aquel mismo día para entrevistarse con el embajador Menandros. Da la casualidad de que yo estaba allí. —Una expresión de desbordada estupefacción apareció en el rostro mofletudo de Licinio. Fausto estaba empezando a disfrutar de aquello—. El cesar regresó a su coto privado ayer mismo por la mañana. Hoy a primera hora, cuando fui informado del grave estado de su majestad, le envié un segundo mensaje al lago para que volviera de nuevo a Roma. Aparte de esto, ya no sé nada más.

—¿Tú sabías que el cesar no estaba en la frontera sino cazando y no me informaste de ello? —preguntó Licinio.

Fausto replicó con altivez:

—Señor, me encontraba enteramente ocupado en atender al embajador. Es una tarea difícil. Nunca se me ocurrió pensar que no estuvieras al corriente de los movimientos del cesar Heraclio. Supongo que di por sentado que, cuando él vino a Roma anteanoche, se tomaría la molestia de reunirse con el canciller de su padre para informarse del estado de salud del emperador, pero evidentemente no se le ocurrió tal cosa y, en consecuencia…

Se detuvo en medio de la frase abruptamente. Aselio Próculo, el prefecto de la Guardia Pretoriana, acababa de abrirse paso a empellones hasta el interior de la sala. Era un acontecimiento extraordinario que el prefecto pretoriano pusiera el pie en la cancillería; hallarse allí el día de la muerte del emperador rayaba lo impensable. Licinio Obsecuente, que empezaba a parecer un hombre asediado, lo miró boquiabierto y consternado.

—¿Aselio? Pero ¿qué…?

—Un mensaje —dijo el prefecto con aspereza—. Del lago Nemorensis.

Hizo una señal con el pulgar hacia arriba y un individuo con el uniforme verde del servicio imperial de correos entró tambaleándose. Tenía la mirada vidriosa y estaba alterado y ojeroso, como si hubiera recorrido a la carrera todo el camino desde el lago sin detenerse. Sacó de su túnica un despacho enrollado y, con mano temblorosa, se lo tendió a Licinio, quien se lo arrebató, lo desplegó y lo leyó. Volvió a leerlo. Cuando el canciller miró a Fausto, su cara rolliza reflejaba la impresión.

—¿Qué dice? —preguntó Fausto.

Licinio parecía tener dificultades para articular las palabras.

—El cesar —contestó Licinio—. Su majestad el emperador, de hecho. Herido. Un accidente de caza, esta mañana. Está en su refugio. Los cirujanos imperiales han sido llamados.

—¿Herido? ¿Cómo de herido? ¿Con qué gravedad?

Licinio respondió con la expresión perdida.

—Herido, dice. Eso es todo: herido. El cesar ha resultado herido mientras estaba cazando. El emperador. Él es nuestro emperador ahora, ¿verdad?

El canciller parecía paralizado como si le hubiera dado un ataque. Le dijo al correo:

—¿Sabes tú algo más? ¿Está malherido? ¿Lo llegaste a ver? ¿Quién está al cargo del refugio?

Pero el mensajero no sabía nada. Un miembro de la guardia del cesar le había dado el mensaje y le había dicho que lo llevara de inmediato a la capital. Eso era todo lo que podía decir.

Cuatro horas más tarde, cenando con Menandros en las habitaciones del embajador en el Palacio Severino, Fausto dijo:

—Los mensajes han continuado llegando del lago durante toda la tarde. Primero estaba herido. Después, herido de gravedad. Más tarde una descripción de la herida: había sido lanceado en el estómago por uno de sus propios hombres. En medio de cierta confusión, cuando se aprestaban a caer sobre su presa, un jabalí, el caballo de alguien se encabritó en el peor momento. Media hora después, el siguiente mensaje decía: los cirujanos imperiales son optimistas. A continuación: el cesar Heraclio se está muriendo.Y finalmente: el cesar Heraclio ha muerto.

—El emperador Heraclio, ¿no deberías llamarlo así? —preguntó Menandros.

—No está claro quién murió antes, si el emperador Maximiliano en Roma o el cesar Heraclio en el lago Nemorensis. Supongo que podrán averiguarlo más adelante. Pero ¿qué diferencia hay? Excepto para los historiadores. Muerto significa muerto. Tanto si murió como Heraclio César o como Heraclio Augusto está muerto, y su hermano es nuestro próximo emperador. ¿Puedes creerlo? ¡Maximiliano va a ser nuestro próximo emperador! Se regodea contigo en una orgía en la pileta de los baptai e instantes después está sentado en el trono. ¡Maximiliano! Lo último que hubiera imaginado! ¡Convertido en emperador!