—Muy hermoso —dijo Fausto—. ¿Lo has ganado todo en el juego? ¿O has comprado todas esas chucherías para alguna de tus damas?
—¡Chucherías! —exclamó Maximiliano—. Pero ¡si son las joyas de Cibeles! ¡El tesoro de las sumas sacerdotisas de la Gran Madre! ¿No son una maravilla, Fausto? El hebreo las acaba de traer. Son robadas, por supuesto. Del santuario más sagrado de la diosa. Se las voy a ofrecer a mi cuñada como regalo de boda.
—¿Robadas? ¿Del santuario? ¿Qué santuario? ¿Qué hebreo? ¿De qué estás hablando, Maximiliano?
El príncipe sonrió y, con cierta presión, depositó uno de los colgantes más grandes en la rolliza palma de la mano izquierda de Fausto, cerrándole los dedos firmemente sobre la alhaja. El príncipe le guiñó.
—Quédatelo. Tócalo. Siente la magia palpitante de la diosa derramarse en ti. ¿Ya se te ha puesto dura? Eso es lo que debería ocurrir, Fausto. Éstos son amuletos de la fertilidad. De una tremenda eficacia. Las sacerdotisas los llevaban en el santuario y cualquiera que los tocara se convertía en una furiosa masa de energía procreativa. La princesa de Heraclio concebirá un heredero para él la primera vez que él la penetre. Está prácticamente garantizado. La continuidad de la dinastía. Éste será mi pequeño favor a mi frío y asexuado hermano. Le explicaré todo esto a su amada y ella sabrá qué hacer, ¿eh? ¿Qué te parece? —Maximiliano le dio una amistosa palmadita a Fausto en la barriga—. ¿Qué estás sintiendo por ahí abajo, viejo?
Fausto le devolvió el colgante.
—Lo que estoy sintiendo es que creo que esta vez has ido un poco demasiado lejos. ¿De quién has sacado todo esto? ¿De Daniel bar-Heap?
—De bar-Heap, por supuesto. ¿De quién si no?
—¿Y de dónde las ha sacado él? Las ha robado del templo de la Gran Madre, ¿verdad? Se dio un paseo por la gruta una noche oscura y se deslizó en el interior del santuario cuando las sacerdotisas no estaban presentes, ¿no es así? —Fausto cerró los ojos, puso la mano sobre las joyas y dejó escapar el aliento entre los labios apretados, produciendo una ruidosa explosión de asombro y desaprobación. Estaba incluso un poco escandalizado. Era una emoción insólita para él. Maximiliano era el único hombre del reino capaz de hacerle sentirse como un tipo aburrido y mojigato—. ¡En el nombre de Júpiter todopoderoso, Maximiliano, explícame cómo se te ha ocurrido que puedes ofrecer bienes robados como presente de bodas! ¡Y para una boda real, nada menos! ¿No crees que las protestas se oirán desde aquí a la India cuando las sumas sacerdotisas descubran que todo esto ha desaparecido?
Maximiliano, mostrando a Fausto su taimada y circunspecta sonrisa, volvió a guardar todas las joyas en la bolsa.
—Te estás atontando con la edad, viejo. ¿Acaso crees que estas joyas fueron robadas ayer del santuario? La verdad es que ocurrió durante el reinado de Marco Anastasio, el cual fue… ¿hace doscientos cincuenta años?; y el santuario de donde fueron robadas desde luego no estaba aquí, sino que se hallaba en algún lugar de Frigia. Desde entonces, las joyas han tenido por lo menos cinco legítimos propietarios, lo que es suficiente para que, a estas alturas, no puedan ser consideradas como bienes robados. Y da la casualidad también de que pagué una buena cantidad de dinero por ellas. Le dije al hebreo que necesitaba un bonito regalo de bodas para la novia del hijo mayor de César y me contestó que esta pequeña colección estaba a la venta; yo le dije que estupendo, que me las consiguiera, y le entregué bastantes monedas de oro como para ganar en peso a dos gordos Faustos. Daniel fue a la gruta de los joyeros anoche mismo, cerró el trato y aquí están. Quiero ver la expresión del rostro de mi querido hermano cuando le entregue estos tesoros a su amada prometida Sabbatia. Es un regalo realmente digno de una reina.Y después también, cuando le diga los poderes especiales que se supone que tienen. «Amado hermano —recitó Maximiliano en tono alto y aflautado de salvaje desdén—. Pensé que podrías necesitar alguna ayuda para consumar tu matrimonio, por lo que te aconsejo que hagas que tu prometida se ponga este anillo en la noche de bodas, y también este brazalete en la muñeca; además invita a tu amada a colocarse este colgante entre los pechos…»
Fausto sintió que le empezaba un dolor de cabeza. Había ocasiones en que los desenfrenados disparates de César eran demasiado incluso para él. En silencio se sirvió un poco más de vino y lo bebió con sorbos profundos, pausados y reflexivos. Después, se acercó caminando a la ventana y se quedó allí de pie, dándole la espalda al príncipe.
¿Podía confiar en lo que le estaba diciendo Maximiliano acerca del origen de aquellas joyas? ¿Habían sido sustraídas del santuario hacía años o un ladrón se había hecho con ellas justo el día anterior? «Sería precisamente lo que nos haría falta ahora —pensó—. Justo en medio de las negociaciones para una alianza que necesitamos desesperadamente y que está previsto que tenga lugar tras el matrimonio del príncipe occidental y la princesa oriental, el pío y en extremo virtuoso Justiniano, descubre que el hermano de su nuevo cuñado, alegremente, le ha dado a su hermana un regalo de bodas robado y sacrilego. Un regalo que incluso ahora podría ser objeto de una intensa búsqueda policial.»
Maximiliano seguía hablando de las joyas. Fausto le prestaba poca atención. Una suave corriente de aire fresco llegó hasta él desde el crepúsculo, transportando una mezcla de olores deliciosamente variada: canela, pimienta, nuez moscada, carne asada, vino fuerte, fragancias acres, el penetrante olor de las rodajas de limón, todos los extraordinarios aromas de algún banquete que se celebraba en las proximidades. Resultaba bastante estimulante.
Bajo la influencia dulce y benigna de aquella perfumada brisa procedente del exterior, Fausto sintió cómo su pequeño acceso de escrupulosidad empezaba a desvanecerse. No había nada de que preocuparse en todo el asunto, en realidad. Era muy probable que la transacción hubiera sido legítima. Pero incluso si los ópalos acababan de ser robados del santuario de la Gran Madre, había poco que las ultrajadas sacerdotisas pudieran hacer, puesto que no había la más mínima probabilidad de que la investigación policial llegase a la casa imperial. Y que el regalo de Maximiliano tuviera presuntos poderes afrodisíacos sería una buena broma para su remilgado y estirado hermano.
Fausto sintió que lo invadía un repentino sentimiento de amor por su amigo Maximiliano. Una vez más, el príncipe le había demostrado que, pese a tener la mitad de sus años, estaba sobradamente a su altura en materia de maldades; lo cual ya era decir mucho.
—A propósito, ¿te ha mostrado el embajador un retrato de ella? —preguntó Maximiliano.
Fausto lo miró.
—¿Por qué iba a hacer eso? Yo no soy quien se va casar con ella.
—Era sólo curiosidad. Me preguntaba si es tan fea como se dice. La información es que tiene exactamente la misma cara que su hermano, ¿sabes? Y Justiniano tiene cara de caballo. Además es mucho mayor que Heraclio.
—¿Ah, sí? No lo había oído.
—Justiniano tiene unos cuarenta y cinco, ¿no es así? ¿Crees probable que ella pueda tener dieciocho o veinte?
—Podría tener veinticinco, quizá.
—Lo más probable que tenga treinta y cinco. O incluso más. Heraclio tiene veintinueve. Mi hermano va a casarse con una mujer fea y vieja. Y que incluso podría no estar ya en edad fértil…, ¿ha reparado alguien en ello?
—Si en efecto se trata de una mujer fea y vieja, seguirá siendo la hermana del emperador oriental —subrayó Fausto— y, en consecuencia, creará un vínculo de sangre entre las dos mitades del reino, lo que nos resultará muy útil cuando le pidamos a Justiniano que nos preste algunas legiones para ayudarnos a rechazar a los bárbaros en el norte, ahora que nuestros amigos godos y vándalos nos están volviendo a tocar las narices. Si está o no en edad fértil, es secundario. Siempre pueden adoptarse herederos al trono, ya lo sabes.