—Sí, por supuesto que es posible. Pero lo principal, la gran alianza… ¿es tan importante, Fausto? Si los hediondos bárbaros han regresado para otro asalto, ¿por qué no podemos rechazarlos nosotros solos? Mi padre hizo un buen trabajo cuando andaban merodeando por nuestras fronteras en el cuarenta y dos, ¿verdad? Por no mencionar lo que le hizo su abuelo a Atila y a sus hunos unos cincuenta años antes de eso.
—Del cuarenta y dos hace mucho tiempo —dijo Fausto—. Ahora tu padre está viejo y enfermo. Y actualmente andamos un poco escasos de grandes generales.
—¿Y qué me dices de Heraclio? Podría asombrarnos a todos.
—¿Heraclio? —dijo Fausto. Menuda ocurrencia…, el distante, irascible y ascético Heraclio César liderando un ejército en el campo de batalla. Incluso Maximiliano, frivolo, indisciplinado y pendenciero como era, sería un candidato más verosímil para el papel de héroe militar que el pálido Heraclio.
Con un burlón resoplido de altivez, Maximiliano dijo:
—Te recuerdo, mi señor Fausto, que somos una dinastía de luchadores. Mi hermano y yo llevamos en las venas la sangre de poderosos guerreros.
—Sí, Heraclio el poderoso guerrero —dijo ácidamente Fausto y los dos se rieron.
—De acuerdo, entonces. Tú ganas. Necesitamos la ayuda de Justiniano, supongo. Mi hermano desposa a la princesa fea, el hermano de la princesa nos ayuda a aplastar a los greñudos sujetos del norte de una vez por todas y todo el Imperio inicia un futuro de paz eterna, excepto quizá por alguna que otra pelea con los persas, quienes son problema de Justiniano, no nuestro. Bien, pues que así sea. En cualquier caso, ¿por qué deberíamos preocuparnos por el aspecto de la mujer de Heraclio? Probablemente, ni siquiera lo haga él.
—Cierto.
El heredero al trono no destacaba por su interés hacia las mujeres.
—Las joyas de la Gran Madre, si su reputación posee algún fundamento, le ayudarán a engendrar un pequeño cesar. Confiemos en ello. Después de lo cual, es probable que nunca vuelva a poner un dedo sobre ella, para alivio de ambos, ¿eh?
Maximiliano saltó de su diván para servir más vino para los dos.
—A propósito, ¿es cierto que ha ido al norte a inspeccionar las tropas? Al menos, ése es el cuento que he oído.
—Y yo —dijo Fausto—. Es la versión oficial, pero tengo mis dudas. Es más probable que se haya ido algunos días de caza a sus bosques tratando de eludir el tema de su matrimonio mientras pueda. —Ése era el único divertimento conocido del cesar Heraclio, la incansable y aburrida persecución de venados y jabalíes, zorros y liebres—. Te diré que el embajador griego se ha sentido algo más que un poco ofendido al enterarse de que el príncipe ha escogido la misma semana de su llegada para abandonar la ciudad. Me ha mostrado bien a las claras lo molesto que se siente. Lo que me lleva, de hecho, a la razón principal de mi visita. Tengo trabajo para ti. Tu labor y la mía será mantener entretenido al embajador hasta que Heraclio se digne regresar aquí.
Maximiliano reaccionó encogiéndose de hombros perezosamente.
—Ése quizá sea tu trabajo, pero ¿por qué ha de ser el mío, viejo amigo?
—Porque creo que te gustará, cuando sepas lo que estoy pensando. Y, además, ya te he comprometido en él y no te atreverás a fallarme. El embajador quiere llevar a cabo un recorrido turístico por Roma, pero no por los centros habituales de interés. A él le gustaría echar una mirada al mundo subterráneo.
Los ojos de César se abrieron como platos.
—¿En serio? ¿Un embajador, allí abajo?
—Es joven. Es griego. Es posible que sea un pervertido o, de lo contrario, sencillamente sienta cierto morbo. Le dije que tú y yo le mostraríamos los templos y palacios y él me pidió que le mostráramos las grutas y los lupanares. El mercado de los hechiceros. «Tengo cierta inclinación por la vida mundana», eso fue lo que me dijo. —Y Fausto hizo una aceptable imitación de la voz arrastrada de Menandros y del acento oriental de su latín—. «Las oscuras y sórdidas entrañas de la ciudad», fue la frase exacta que empleó. «Todos esos chismes por los que Roma es tan famosa.»
—Un turista —dijo Maximiliano, con desdén—. Lo único que quiere es un recorrido ligeramente diferente del oficial.
—Es posible. En todo caso, he de mantenerle entretenido, y con tu hermano escondido en los bosques y tu padre enfermo, necesito recurrir a otro miembro de la familia imperial para que le haga de anfitrión, y ¿quién más hay aparte de ti? No hace ni medio día que ha llegado a la ciudad y Heraclio ya ha conseguido ofenderlo, eso sin estar aquí siquiera. Cuanto más molesto se sienta, más difícil será llegar a algún buen acuerdo cuando tu hermano aparezca. Es más duro de lo que parece y es peligroso subestimarlo. Si le dejo rumiar su propia irritación durante los próximos días, podemos tener grandes problemas.
—¿Problemas? ¿De qué clase? No puede suspender el matrimonio sólo porque se sienta desairado.
—No, supongo que no puede. Pero si así lo desea, puede decirle a Justiniano que el próximo emperador occidental es un chiflado insensato al que no merece la pena cederle soldados, y menos a su hermana. La princesa Sabbatia regresa discretamente a Constantinopla dos meses después de la boda y nosotros tenemos que vérnoslas con los bárbaros con nuestros únicos medios. Quiero pensar que se podría evitar todo eso si se logra entretener al embajador durante una o dos semanas mostrándole un poco de sórdida diversión en las catacumbas. Y tú puedes ayudarme. Lo hemos pasado bien allí abajo tú y yo, ¿eh, amigo mío? Podemos enseñarle alguno de nuestros sitios favoritos. ¿Sí? ¿Estás de acuerdo?
—¿Podrá acompañarnos el hebreo? —preguntó Maximiliano—. Para que nos haga de guía. Él conoce las catacumbas mejor incluso que nosotros.
—¿Te refieres a Daniel bar-Heap?
—Sí, a bar-Heap.
—Por supuesto —dijo Fausto. Cuantos más, mejor.
La noche estaba ya demasiado entrada cuando Fausto dejó a Maximiliano en su palacio como para ir a los baños públicos. En vez de eso, regresó a sus propias dependencias y pidió un baño caliente, un masaje y, a continuación, a la esclava Oalatea; la morena, ágil y menuda numidia de dieciséis años con quien el único lenguaje que tenía en común era el de Eros.
Había sido un largo día, una dura y fatigosa jornada. A su regreso de Ostia con el embajador oriental, Fausto no esperaba encontrarse con que Heraclio se hubiera marchado, dado el precario estado de salud del viejo emperador Maximiliano y que el plan había sido que el embajador griego cenara con el príncipe Heraclio en su primera noche en la capital. Pero poco después de que Fausto se fuera a Ostia, Heraclio se había largado abruptamente de la ciudad con la endeble excusa de la inspección de las tropas del norte. Con el emperador enfermo y Heraclio ausente, no quedaba nadie disponible de rango apropiado para ejercer las funciones de anfitrión oficial en una cena de Estado, excepto el tunante del hermano de Heraclio, Maximiliano, y ninguno de los funcionarios de la casa real tuvo la audacia suficiente como para proponer tal alternativa antes de obtener primero la aprobación de Fausto. De modo que la cena de Estado simplemente había sido suspendida, algo que Fausto no supo hasta su regreso del puerto. Entonces ya era demasiado tarde para hacer algo al respecto que no fuera enviar un desesperado mensaje al príncipe desaparecido implorándole que regresara a la ciudad de Roma tan rápidamente como le fuera posible. Si era cierto que Heraclio se había ido de caza, el mensaje le llegaría a su pabellón forestal en los bosques, más allá del lago Nemorensis, y quizá, sólo quizá, aquél le prestaría atención. Si, contra todo pronóstico, se hubiera dirigido en verdad a la frontera militar, era poco probable que regresara pronto. Y eso dejaba al cesar Maximiliano como único candidato posible para la tarea. Lo que podía ser un asunto peligroso.