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Pero la pequeña confesión del embajador sobre su inclinación a la vida mundana había solucionado el problema de mantenerle entretenido, al menos durante el próximo par de días. Si lo que realmente quería Menandros era visitar los barrios bajos de las catacumbas, entonces Maximiliano se convertiría en la solución y no en el problema.

Fausto se recostó en el baño, recreándose en la calidez del agua, disfrutando del dulce aroma de los aceites que flotaban en su superficie. Era en el baño donde los romanos de los viejos tiempos (Séneca, por ejemplo, o Lucano el poeta, o la feroz vieja bruja de Antonia, la madre de Claudio) se cortaban las venas antes que continuar soportando la ineptitud e iniquidades de la sociedad en que vivieron. Pero aquéllos no eran los viejos tiempos, y Fausto no se sentía tan ofendido por la ineptitud y las iniquidades de la sociedad como lo habían estado aquellos magníficos antiguos romanos; por otra parte, bajo ninguna circunstancia la idea del suicidio era algo que tuviera mucho atractivo para él.

Pero la verdad es que sí creía que aquélla era una época triste para Roma. El viejo emperador era como si ya estuviese muerto, el heredero al trono era un tontaina mojigato y el otro hijo del emperador un gandul. Los bárbaros, a quienes se suponía aplastados hacía años, llamaban a la puerta una vez más. Fausto sabía que él mismo no era ningún modelo de las antiguas virtudes romanas (¿quién lo era, cinco siglos después de la época de Augusto?), pero a pesar de toda su debilidad y flaqueza, a veces no podía dejar de lamentar para sus adentros la vileza de los tiempos. «Nos llamamos romanos —pensaba—, y sabemos cómo imitar, hasta cierto punto, las actitudes y poses de nuestros grandes antepasados romanos. Pero eso es todo lo que hacemos: adoptar actitudes e imitar poses. Nos limitamos meramente a desempeñar el papel de romanos y engañarnos a nosotros mismos, tomando en ocasiones la imitación por la realidad. Es una era lamentable.»

El mismo era de sangre real, más o menos. Su propio nombre lo proclamaba: Fausto Flavio Constantino César. Llevaba el cognomen de su famoso antepasado imperial, Constantino el Grande, y también el nombre de la esposa de Constantino, Fausta, la propia hija del emperador Maximiano. La dinastía de Constantino había desaparecido de la escena hacía mucho, pero tras diversos meandros genealógicos, Fausto había podido seguir el rastro de su linaje hasta ella, lo que le daba derecho a incorporar el ilustre nombre de «César» a su colección. Pero aun así, era simplemente un funcionario secundario de la cancillería de Maximiliano II Augusto, y su padre, antes que él, había sido un funcionario de rango insignificante en el ejército del norte, y el padre de éste… bueno, mejor no pensar en ése. La familia había sufrido varios reveses en el curso de los dos siglos desde que Constantino el Grande ocupara el trono. Pero nadie podía negar su linaje, y había ocasiones en que él mismo se sorprendía pensando secretamente en la actual familia real como en unos meros advenedizos, aupados al poder desde la nada. Por supuesto, los antiguos emperadores, César Augusto, Tiberio, Claudio y otros habrían considerado un recién llegado arribista hasta al mismísimo Constantino; y los grandes hombres de la antigua República, Camilo, por ejemplo, o Claudio Marcelo, probablemente pensaran lo mismo de Augusto y Tiberio. La genealogía era un juego insensato, seguía reflexionando Fausto. El pasado existía en Roma en forma de una capa sobre otra, un pasado que tenía, aproximadamente, trece siglos de profundidad. Y, alguna vez, todos habían sido unos recién llegados arribistas, incluso el propio Rómulo, el fundador.

Por eso la era del gran Constantino había surgido y había desaparecido, y aquí estaba su lejano descendiente Fausto Flavio Constantino César, convirtiéndose en un anciano, gordo y calvo, trabajando sin descanso en los escalafones medios de la cancillería imperial. El mismo Imperio parecía también estar envejeciendo enormemente. En los últimos años del reinado de Maximiliano II, todo se hacía con laxitud. Los grandes días de Tito Galio y su dinastía, de Constantino y suya, del primer Maximiliano y de su hijo y nieto parecían algo sacado de las leyendas de la antigüedad, pese a que el segundo Maximiliano todavía ocupara el trono. En una o dos décadas, las cosas habían cambiado. El Imperio ya no parecía tan seguro como lo había sido. Y ese mismo año, por todas partes, en los pasadizos sombríos del mercado de los hechiceros, habían corrido muchos rumores acerca de misteriosas profecías del oráculo, descubiertas últimamente en un manuscrito recién hallado en los Libros Sibilinos, que indicaban que Roma había entrado en el último de sus siglos, después del cual sobrevendría el fuego, el caos apocalíptico, la ruina de todo.

«Si es así —pensaba Fausto—, aún nos quedan veinte o treinta años. Si después llega el fin del mundo, ya me preocuparé entonces.»

Pero toda esta chachara sobre el fin de la Roma eterna era algo nuevo. Durante cientos de años, siempre había habido algunos grandes hombres dispuestos a tomar las riendas y salvar al Imperio en las épocas de crisis. Hacía más de trescientos años, allí estuvo Septimio Severo, para rescatar al Imperio del loco Cómodo. Una generación más tarde, cuando el hijo de Severo, Caracalla (aún más trastornado que Cómodo) había llevado a cabo toda clase de nuevos estragos, surgió el soberbio Tito Galio, asumió el mando y reparó los daños. Por aquel entonces, los bárbaros estaban empezando a causar serios problemas en las fronteras del Imperio, pero una y otra vez emperadores fuertes los rechazaron. Primero fue Tito Galio, después su sobrino Cayo Marcio y después de él, Marco Anastasio y más tarde Diocleciano, el primer emperador que dividió el reino entre los emperadores dominantes agrupados y Constantino, quien fundó una segunda capital en Oriente. Y así hasta los tiempos presentes. Pero ahora el trono, a efectos prácticos, estaba vacante y todo el mundo podía apreciar que su sucesor en ciernes era un inútil. ¿De dónde, se preguntaba Fausto, saldría el próximo gran salvador del reino?

El príncipe Maximiliano tenía razón al afirmar que su dinastía había estado constituida por una sucesión de poderosos guerreros. Maximiliano I (que, procedente del norte, no era en absoluto un romano de Roma, remontaba sin embargo sus raíces hasta la antigua raza etrusca) había fundado aquella dinastía al autoproclamarse sucesor al trono imperial del gran emperador Teodosio. Como el enérgico y joven general que fue, Maximiliano hizo retroceder a los godos, que estaban amenazando la frontera norte de Italia y, después, en el otoño de sus años, se unió a Teodosio II, del Imperio Oriental, para aplastar a los invasores hunos acaudillados por Atila. Después llegó el hijo de Maximiliano, Heraclio I, quien mantuvo incólumes todas las fronteras. Y cuando la siguiente oleada de godos, y sus parientes los vándalos, comenzaron a arrasar la Galia y las fronteras germánicas, el hijo de Heraclio, el joven emperador Maximiliano II, los hizo pedazos con un fiero contraataque que parecía haber acabado con su amenaza para siempre.

Pero no: parecía no haber fin para los godos, los vándalos y otras tribus nómadas similares. Ahora, cuarenta años después de que Maximiliano marchara con veinte legiones por el Rin hasta la Galia y les infligiera una derrota decisiva, se estaban concentrando para lo que parecía el ataque más grande desde los días de Teodosio. Sin embargo, en esos momentos, Maximiliano II estaba viejo y débil y, muy probablemente, moribundo. Lo mejor que podía decirse era que el emperador vivía en reclusión en algún lugar donde solamente los doctores le visitaban. Pero circulaban numerosas historias poco fidedignas acerca de su paradero: quizá se encontraba en Roma, quizá estaba en la isla de Capri, hacia el sur, o quizá incluso en Cartago, enVolubilis o en alguna otra soleada ciudad africana. Hasta puede que estuviera muerto y sus ministros, presas del pánico, temieran dar la noticia. No sería la primera vez en la historia de Roma que esto ocurría.