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La mayor parte del tiempo, Maximiliano no parecía identificar los lugares a los que les había conducido Menandros, o no se preocupaba en demostrarlo. Explicar lo que estaban viendo se convirtió en tarea exclusiva de bar-Heap, cuyo conocimiento del mundo subterráneo parecía ser absoluto.

—Esto es el estadio subterráneo —decía el hebreo mientras miraban un agujero negro que parecía extenderse muchas leguas—. Aquí se celebran los juegos a medianoche y todos los combates son a muerte.

Llegaron poco después a una fachada de mármol reluciente y a una gran entrada que conducía a una cámara interior: el templo de Júpiter Imperator, como explicó bar-Heap. El culto instaurado por el emperador Cayo Marcio con la esperanza, no totalmente satisfecha, de identificar al padre de los dioses con el cabeza del Estado a los ojos del pueblo llano, para que éste no se desviara hacia algún tipo de creencia religiosa extranjera que podría debilitar su lealtad al poder establecido.

—Y ésta —dijo bar-Heap, refiriéndose a un templo adyacente al de Júpiter—, es la Casa de Cibeles, donde se adora a la Diosa Madre.

—En el este también existe ese culto —dijo Menandros, y se detuvo para examinar con ojo de entendido la imaginativa decoración de mosaico, hilera sobre hilera de azulejos, rojos y azules, naranjas, verdes y dorados, que proclamaban aquel lugar como la morada de la diosa de pechos henchidos.

—Qué extraordinario es esto —dijo el griego—; construir tal maravilla bajo el suelo, donde apenas puede contemplarse a no ser a la sucia luz de esta antorcha, y ni siquiera así puede apreciarse bien. ¡Qué original! ¡Qué insólito!

—El de Cibeles es un credo muy rico —dijo Maximiliano, dándole un codazo manifiesto a Fausto, como si estuviera recordándole los ópalos robados de la diosa que serían su regalo a la prometida de su hermano.

Menandros siguió arrastrándolos incansable a través de aquel oscuro laberinto. Pasaron por fuentes burbujeantes, silenciosas cámaras funerarias, salas dedicadas al culto con pinturas al fresco, mercados bulliciosos y, finalmente, a través de una abertura en forma de rendija en la pared, a un vacío y vasto espacio. De él surgía una multitud de polvorientos pasillos. Siguieron uno de ellos y más tarde otro, hasta que, en un lugar lleno de penosamente angostos corredores, incluso bar-Heap pareció no estar seguro de dónde se encontraban. El hebreo frunció el ceño. Fausto, que estaba a punto de caerse por la fatiga, también empezó a preocuparse.

De repente no había nadie alrededor y los únicos sonidos que les llegaban eran los ecos de sus propias pisadas. Todo el mundo había oído historias de personas que, deambulando por el mundo subterráneo, habían tomado desvíos imprudentes e irremediablemente se habían perdido en laberintos construidos en la antigüedad para ocultarse de los posibles invasores; telarañas increíblemente intrincadas, de anárquico diseño, cuyas salidas eran casi imposibles de descubrir y ante lo cual sólo cabía esperar la muerte por inanición. Un triste destino para el menudo emisario griego y para el gallardo y audaz príncipe, pensaba Fausto. Un triste destino, también para Fausto.

Pero aquél no era un laberinto de esa clase. Cuatro curvas cerradas, un breve ascenso por una escalera, un giro a la izquierda y ya estaban de regreso en la vía Subterránea aunque, sin duda, muy lejos del lugar por el que habían entrado a las catacumbas aquella mañana. Allí el techo del sótano acababa en punta, y tenía hileras incrustadas de color coral. Una procesión de sacerdotes avanzaba hacia ellos cantando; individuos demacrados con los rostros embadurnados de colorete y los ojos pintados con llamativos círculos amarillos y verdes. Vestían túnicas blancas con estrechas tiras entrecruzadas de color púrpura y altos gorros de color azafrán que portaban el emblema de un único ojo brillante en su parte superior. Iban azotándose unos a otros con energía, con látigos hechos de cuerdas de lana y huesos de caña de oveja ensartados en ellas. Mientras tanto, bailaban y voceaban oraciones en alguna lengua extranjera con sonidos rítmicos, chillones y confusos.

—Todos ellos son eunucos —dijo bar-Heap con repugnancia—. Adoradores de Dionisio. Háganse a un lado o los tirarán al suelo, pues cuando marchan así, no ceden el paso a nadie.

Inmediatamente detrás de los sacerdotes seguía una procesión de payasos deformes, jorobados o bizcos que también llevaban látigos, pero que sólo simulanban azotarse con ellos. Maximiliano les lanzó un puñado de monedas; Menandros hizo lo mismo y en seguida rompieron la formación escarbando con frenesí en la penumbra para recogerlas. A lo lejos, el hebreo señaló una cámara que identificó como una capilla a Príapo, y Menandros ya se disponía a ir a inspeccionarla cuando Maximiliano dijo en seguida:

—Creo que deberá ser otro día, excelencia. Hay que estar fresco para diversiones tales y ahora debéis de sentiros fatigado después de esta primera expedición a los avernos.

El embajador pareció contrariado. Fausto se preguntaba qué deseo prevalecería: el del diplomático de visita, cuyos caprichos debían ser respetados, o el del hijo del emperador, quien no esperaba que nadie osara a llevarle la contraria. Pero tras un momento de vacilación, Menandros se mostró de acuerdo en que había llegado el momento de regresar arriba. Quizá consideró acertado contener de momento su voraz curiosidad o, simplemente, le pareció mejor ceder a la petición del príncipe.

—Hay una vía de salida por allí —dijo bar-Heap, señalando a su derecha.

Con rapidez sorprendente emergieron a cielo abierto. Era ya de noche. El dulce aire fresco, como siempre al salir al exterior, parecía mil veces más fresco y tonificante que el del mundo de las profundidades. A Fausto le pareció divertido que se encontraran no muy lejos de los Baños de Constantino, tan sólo a algunos cientos de metros del lugar por el que habían entrado. Sin embargo, tenía las piernas muy doloridas, como si aquel día hubieran caminado muchas leguas. Dedujo que debían de haber marchado describiendo un enorme círculo por el subsuelo.

Ansiaba su propio baño, una cena decente y, después de un masaje, a la muchacha numidia.

Maximiliano, con la indiferente arrogancia de un príncipe imperial, detuvo una litera con distintivos senatoriales que por allí pasaba, y la requisó para su propio uso. Su ocupante, un hombre medio calvo de quien Fausto conocía el rostro pero no su nombre, se apresuró a acceder, quedándose sumido en la noche sin una protesta. Fausto, Menandros y César se apretujaron a bordo, mientras el hebreo, sin más despedida que un irreverente y brusco movimiento con la mano, desapareció en la oscuridad de las calles.

A casa de Fausto no había llegado ningún mensaje anunciando el regreso a la ciudad del príncipe Heraclio. Había esperado recibir noticias. Así pues, al día siguiente les aguardaba otra agotadora jornada en las profundidades.

Durmió mal, pese a que la joven numidia se empleó a fondo para aplacar sus nervios.

Esta vez penetraron en el mundo subterráneo más hacia el oeste, entre la columna de Marco Aurelio y el templo de Isis y Sarapis. Ése era, dijo bar-Heap, el acceso más rápido al mercado de los hechiceros, el cual Menandros tenía un especial interés en visitar.

Diligente guía como era, el hebreo les mostró las curiosidades más destacables a lo largo del camino: la Galería de los Rumores, donde incluso el más débil de los sonidos podía oírse a gran distancia; los Baños de Plutón, una serie de piletas termales humeantes que despedían un increíble hedor a azufre y que, sin embargo, contaban con numerosos clientes incluso entonces, a mediodía; y el río Estigia en las proximidades, la negra corriente que seguía un tortuoso curso a través de la ciudad subterránea hasta que emergía en el Tíber, justo un poco más arriba del gran sumidero de la Cloaca Máxima.