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Gianrico Carofiglio

Con los ojos cerrados

Guido Guerrieri 02

Traducción de María Antonia Menini

Título originaclass="underline" Ad occhi chiusi

PRIMERA PARTE

1

Nadie deja de fumar.

Como mucho, se deja en suspenso. Durante unos días. O unos meses; o unos años. Pero nadie deja de hacerlo. El cigarrillo sigue ahí, al acecho. Algunas veces aparece en mitad de un sueño, puede que incluso después de cinco o diez años de haberlo «dejado».

Entonces notas el tacto de los dedos sobre el papel; notas el ligero, sordo y tranquilizador ruido que produce cuando lo golpeas sobre la superficie del escritorio; notas el contacto de los labios con el filtro ocre; notas el chasquido de la cerilla y ves la llama amarilla de base azul.

Notas hasta el golpe en los pulmones y ves el humo que se disipa entre los papeles, los libros, la tacita de café.

Entonces te despiertas. Y piensas que un cigarrillo, uno solo, no puede hacer daño. Que lo podrías encender porque siempre tienes aquella cajetilla de emergencia guardada en el cajón del escritorio o en algún otro sitio. Pero después te dices, naturalmente, que la cosa no funciona de esta manera; que, si enciendes uno, encenderás otro y después otro, etc., etc. A veces funciona; otras no. Pase lo que pase, en aquellos momentos comprendes que la expresión dejar de fumar es un concepto abstracto. La realidad es distinta.

Y, además, hay ocasiones más concretas que los sueños. Las pesadillas, por ejemplo.

Ya hacía varios meses que no fumaba.

Regresaba de la Fiscalía del Estado, donde me había pasado un buen rato examinando las actas de un proceso en el que tenía que constituirme en parte civil. Y sentía unas ganas terribles de entrar en un estanco, comprarme un paquete de cigarrillos ásperos y fuertes -tal vez unos MS amarillos- y fumármelos hasta reventarme los pulmones.

El encargo me lo habían confiado los padres de una niña que había caído en la trampa de un pedófilo. Éste se había acercado a la puerta de una escuela, había llamado a la niña y ella lo había seguido. Ambos habían entrado juntos en el portal de un viejo edificio. Una bedela que había presenciado la escena también entró en el portal. El cerdo estaba restregando la pata sobre el rostro de la niña, que mantenía los ojos cerrados y no decía nada.

La bedela gritó. El cerdo se largó, levantándose el cuello de la chaqueta. Un recurso habitual pero eficaz, pues la bedela no consiguió verle bien la cara.

Cuando la niña habló, con la ayuda de una experta psicóloga, se descubrió que no había sido la primera vez. Y ni siquiera la segunda o la tercera.

Los agentes de la policía hicieron bien su trabajo, identificaron al maníaco y lo fotografiaron a escondidas. Delante de la oficina municipal donde trabajaba como un funcionario modelo. La niña lo reconoció. Señalando la fotografía con el dedo mientras le castañeteaban los dientes y apartando finalmente la mirada.

Cuando fueron a detenerlo, los agentes encontraron una colección de fotografías. De pesadilla.

Las mismas que yo había visto aquella mañana en el expediente.

Tenía ganas de romperle la cara a alguien. Al cerdo, a ser posible. O a su abogado. Había escrito que «las declaraciones de la niña ofrecen una evidente falta de credibilidad, fruto de las fantasías morbosas típicas de ciertos sujetos en edad preadolescente». Le habría partido la cara. También se la habría partido a los jueces que presidieron el recurso de solicitud de la condicional y que habían dejado al preso bajo arresto domiciliario. En aquella resolución se leía que «para evitar el riesgo de reiteración de conductas innegablemente graves como las contempladas en el expediente era suficiente una restricción de la libertad personal en la forma atenuada del arresto domiciliario».

Tenían razón. Técnicamente, tenían razón. Bien lo sabía yo, que era abogado. Yo mismo me había mostrado favorable a aquella medida en numerosas ocasiones. Para mis clientes. Ladrones, estafadores, atracadores, individuos en quiebra e incluso algún que otro camello.

Pero no violadores de niños.

En cualquier caso, quería romperle la cara a alguien.

O fumar.

O hacer cualquier otra cosa que no fuera regresar a mi despacho y ponerme a trabajar.

2

Pero regresé al despacho y trabajé sin hacer ninguna pausa, ni siquiera para ir a comer algo, hasta bien entrada la tarde. Después le dije a Maria Teresa que tenía algo urgente que hacer y me fui a la librería.

Estuve dando vueltas entre las estanterías hasta la hora del cierre y fui el último en salir, cuando la persiana metálica ya estaba medio bajada y los dependientes permanecían todos en fila junto a la caja, mirándome sin la menor simpatía.

Llamé al timbre de casa de Margherita y esperé a que me abriera.

Tenía las llaves, pero casi nunca las utilizaba. Lo mismo hacía ella con mi apartamento, dos pisos más abajo.

Cada uno conservaba su vivienda, con los libros, los pósters, los discos y todo lo demás; el desorden, concretamente en mi pequeño apartamento. El suyo era un ático grande, bonito y ordenado. No de manera obsesiva. El orden propio de quien controla con serenidad la situación. Entre nosotros dos, el control lo ejercía ella, pero a mí me parecía bien.

El único cambio tuvo lugar en su casa. Compramos una cama enorme. La más grande que había, y la colocamos en su dormitorio. Me apropié del rincón de un armario y dejé allí unas cuantas cosas mías. Después ocupé un estante del cuarto de baño. Y nada más.

A menudo me quedaba a dormir en su casa. Pero no siempre. A veces me apetecía quedarme a ver la televisión hasta muy tarde -cada vez menos- y a veces quería leer hasta muy tarde. A veces era ella la que quería dormir sola, sin nadie a su alrededor. A veces, uno de los dos salía con sus amigos. A veces ella viajaba por asuntos de trabajo y yo me quedaba en mi casa. No entraba nunca en la suya cuando ella no estaba. Y la echaba de menos a las pocas horas de haberse ido.

Volví a pulsar el timbre justo en el momento en que se abría la puerta.

– ¿Nervioso?

– ¿Sorda?

– Si quieres quedarte en ayunas, basta con que lo digas. No es necesario andarse con indirectas ni rodeos.

No quería quedarme en ayunas y desde el interior del apartamento me llegaban los deliciosos efluvios de una comida recién preparada. Levanté las manos a la altura del pecho, le enseñé las palmas en señal de rendición y entré pasando entre su cuerpo y el marco de la puerta.

– ¿Te he dado permiso para entrar?

– Te he comprado un libro.

Ella me miró las manos vacías y yo me saqué del bolsillo de la trenca la bolsita de la librería. Entonces cerró la puerta.

– ¿Qué es?

– Constantinos Kavafis. Es un poeta griego. Escucha esto: Ítaca.

Abrí el librito blanco, me senté en el sofá y leí.

– Tienes que desear que el camino sea largo. / Que sean muchas las mañanas de verano / cuando en los puertos -al final y con cuánta alegría- / tú toques tierra por vez primera: / detente en los emporios fenicios y compra nácares corales y ámbares / valiosas mercancías todas ellas, también perfumes / penetrantes de todas clases, todos los embriagadores / perfumes que puedas, / visita muchas ciudades egipcias / aprende muchas cosas de los sabios. / Que tengas siempre Ítaca en la mente / que llegar a ella sea tu constante pensamiento. / Por encima de todo, no apresures el viaje, / cuida de que dure mucho tiempo, años…

Margherita me quitó el libro de las manos. Marcando la página con un dedo, miró la tapa -ninguna ilustración, sólo una poesía, también allí-, pasó los dedos por la cartulina blanca y lisa; leyó la contraportada. Después regresó al poema que yo le estaba leyendo y vi que movía en silencio los labios.