Al final, me volvió a mirar y me dio un rápido beso.
– De acuerdo. Te puedes quedar a cenar. Lávate las manos. Pon un disco y pon la mesa. En este orden.
Me lavé las manos. Puse a Tracy Chapman. Puse la mesa y me serví un vaso de vino. Todavía me apetecía un cigarrillo, pero por aquel día el peor momento ya había pasado.
3
Después de cenar a ambos nos apetecía salir. Decidimos ir a un local que había abierto unos cuantos meses atrás. Una vieja nave industrial reformada donde se podía comer, se podía beber, se podía coger un libro, o un periódico, o un juego. Sobre todo, había una minúscula sala de cine donde, a partir de medianoche y hasta la madrugada, pasaban viejas películas ininterrumpidamente.
Podías presentarte a cualquier hora de la noche y siempre había gente. Me parecía una especie de avanzadilla contra la trivialidad de los ritmos ordinarios. Día / trabajo / vigilia / gente. Noche / casa / descanso / soledad.
El cine, sobre todo, era precioso. Mi cine ideal.
Había unas cincuenta localidades, no estaba prohibido hablar, la gente se podía mover y se permitía beber. A veces, entre una película y otra, servían espaguetis, o, cerca ya de la madrugada, café con leche en grandes tazas sin asa y croissants rellenos de nocilla.
A la mañana siguiente yo no tenía ninguna vista y, por consiguiente, me lo podía tomar todo con un poco más de calma. Margherita trabajaba las horas que ella quería. Así que nos vestimos y salimos de muy buen humor.
Almacenes de Ultramar, se llamaba el local. Llegamos allí poco después de las once y, como de costumbre, había gente a pesar de que estábamos a media semana. A muchos de los que había sentados alrededor de las mesas los conocía de vista. Más o menos los que se veían en ciertos locales, en ciertos conciertos y en ciertas fiestas. Más o menos como yo.
Yo trataba de darme un aire distante y autoirónico en cuanto a mi presencia en aquellos ambientes -más o menos de izquierdas, más o menos intelectuales, más o menos sin problemas económicos, más o menos por encima de los treinta y por debajo de los cincuenta (bueno, no, también algunos por encima de los cincuenta)-, pero los seguía visitando. Como todos los demás.
Aquella noche la primera película del programa era House of Games. Una de mis diez películas preferidas. Una extraordinaria historia, nocturna y alucinada, de psiquiatras y estafadores.
Faltaban por lo menos tres cuartos de hora para el comienzo de la película. Margherita vio a dos amigas sentadas a una mesa, se acercó a saludarlas y ellas nos invitaron a sentarnos. Las amigas de Margherita eran novias y ambas se llamaban Giovanna. Y hasta se parecían. Ambas llevaban ropa de hombre y ambas se movían con gestos masculinos. Hasta el extremo de que me pregunté cuáles serían sus papeles -si es que los había- en la pareja. Iban al mismo gimnasio de artes marciales que Margherita.
– ¿Os quedáis a ver la película? -preguntó Margherita.
– No, no creo. Mañana Giovanna tiene que madrugar -dijo Giovanna.
– Sí, nos terminamos este ron y nos vamos a dormir -añadió Giovanna.
En cierto modo me ignoraban. Quiero decir que ambas se habían vuelto hacia Margherita, hablaban sólo con ella y habría podido jurar que no la miraban con inocencia.
En determinado momento Giovanna le preguntó a Margherita si había decidido apuntarse con ellas al curso de paracaidismo.
¿Qué curso de paracaidismo?
– Lo estoy pensando. Me encantaría. Es algo que quiero probar desde hace muchos años. Sólo que no estoy segura de que tenga tiempo.
Conseguí meterme en la conversación.
– Perdona, ¿qué es esta historia del curso de paracaidismo?
– Ah, un amigo de las Giovannas es instructor de paracaidismo. Las ha invitado un montón de veces a participar en un curso. Ya sabes, para sacarse el título. Y ellas me han invitado también a mí.
Te han invitado también a ti porque se te quieren tirar. Quieren que te saques el título de lesbiana. Eso es: el título de lesbiana voladora.
No se lo dije así. Claro. Nosotros, los hombres de izquierdas, no decimos estas cosas; como mucho, las pensamos. Y, además, las dos Giovannas parecían muy capaces de arrancarme las pelotas y de jugar con ellas al flipper por mucho menos.
Guardé silencio mientras ellas hablaban del curso de paracaidismo y de lo sensacional que iba a ser, del poco tiempo que exigía en realidad -dos horas semanales entre teoría y preparación física- y del hecho de que con sólo tres saltos te daban el título.
Me vino a la cabeza la idea de hacer algún comentario mordaz acerca del carácter imprescindible del título de paracaidista para una joven profesional urbana a la entrada del nuevo milenio. Y, claro, realmente era una suerte que con sólo tres lanzamientos se pudiera sacar aquel título. Pues sí, chicos, sólo tres lanzamientos.
Me quedé callado, e hice muy bien. Porque tener el valor de lanzarme desde un avión en el cielo, en el vacío, sin miedo, era uno de mis sueños más secretos y prohibidos. Un sueño que jamás había tenido el valor de revelar a nadie y que, lo sabía muy bien pasados los cuarenta, jamás tendría el valor de cumplir.
Un sueño que ahondaba en mis miedos y mis fantasías de niño y que estaba allí para recordarme el paso del tiempo. Y el resto de cosas -pequeñas y grandes- que habría querido hacer y que nunca había tenido el valor de hacer. Que nunca habría tenido el valor de hacer.
Consiguieron convencerla de que encontraría tiempo para seguir aquel curso. Se pusieron de acuerdo para verse dos días después en la sede de la asociación de paracaidismo deportivo, donde las tres se matricularían juntas con un descuento gracias al amigo de las dos Giovannas.
– Yo me voy a ver la película. Empieza dentro de dos o tres minutos. Pero tú no te preocupes, quédate charlando tranquila -dije dignamente.
– No, no. Yo también vengo. Ellas ya se van.
Las dos Giovannas asintieron. Una de las dos, con un gesto de auténtico duro de película, apuró lo que quedaba en su vaso. Nos saludaron -en realidad, saludaron a Margherita- y se fueron.
Nosotros entramos en la pequeña sala de cine cuando las luces ya se habían apagado y la película estaba empezando. Antes de abandonarme a las atmósferas nocturnas y surrealistas de David Mamet, pensé, sólo durante un segundo, en lo mucho que me habría gustado lanzarme al vacío desde un avión o desde cualquier otro lugar bien alto.
Al vacío. Sin temor.
4
– ¿Quiere saber de dónde he sacado este dinero, abogado?
Yo no quería saber de dónde había sacado aquel dinero el señor Filippo Abbrescia, apodado Pupuccio el Negro. Era un viejo cliente mío y su oficio consistía en robar y estafar a las aseguradoras, aunque cuando los jueces le preguntaban, decía ser albañil.
A la mañana siguiente teníamos un juicio en el tribunal de apelación. Por asociación ilícita y estafa, precisamente, y había venido para pagar. Por eso yo no quería conocer el origen del dinero que estaba a punto de entregarme. Pero, aun así, él me lo dijo.
– Abogado, he acertado una combinación de tres aciertos, correspondiente a las extracciones de la sede de la Lotto de Bari. La primera vez en mi vida.
Puso una cara muy rara, Pupuccio el Negro. Me dije que era la cara de alguien que se había pasado la vida robando y ahora no se podía creer que hubiera ganado algo. Me dije que, como muchos otros, se dedicaba a robar y a estafar porque no se le había ofrecido otra opción. Me dije que me estaba volviendo gilipollas por momentos y que me deslizaba sin remedio hacia lo patético.
Así que llamé a Maria Teresa y le confié el dinero que él había dejado encima del escritorio; después Pupuccio y yo repasamos lo que ocurriría al día siguiente.
Teníamos dos posibilidades, le dije. La primera era ir a juicio; en primera instancia lo habían condenado a cuatro años -pocos, pensé yo, para todas las estafas que había cometido- y yo podía intentar conseguir que lo absolvieran. Pero si se confirmaba la sentencia no tardaría en regresar a la cárcel. La segunda era cerrar un acuerdo con el sustituto del fiscal general. Por norma, a los fiscales generales sustitutos -y también a los jueces del tribunal de apelación- les gustan los acuerdos. Todo va muy rápido, la vista termina a media mañana y cada cual puede regresar tranquilamente a su casa o a donde le dé la gana.