En realidad, a los abogados también les gustan los acuerdos en el tribunal de apelación. Todo se hace muy rápido y cada cual puede regresar tranquilamente a su despacho o a donde le dé la gana. Pero eso no se lo dije a Pupuccio.
– Y, si llegamos a un acuerdo, ¿cuánto tendré que cumplir, abogado?
– Pues mira, creo que podríamos intentar acordar dos años y medio. No será fácil porque el ministerio público es muy duro, pero lo podemos intentar.
Estaba mintiendo. Conocía al sustituto del fiscal general que al día siguiente estaría en la Audiencia. Sería capaz de pactar dos meses con tal de irse y no hacer una mierda. No podía decirse que fuera muy trabajador. Pero eso no se lo podía decir a Pupuccio el Negro o a los que eran como él.
La secuencia en casos como éste era la siguiente: decir que el ministerio público era muy duro; decir que se intentaría llegar a un acuerdo, pero que no sería nada fácil y no podía garantizarse; plantear como hipótesis una condena decididamente superior a la que yo tenía previsto conseguir; llegar al acuerdo que ya tenía previsto alcanzar desde un principio, confirmar mi fama de abogado cojonudo y de confianza; embolsarme el resto de los honorarios.
– ¿Dos años y medio? ¿Y vale la pena llegar a un acuerdo, abogado? Ya casi da lo mismo ir a juicio.
– Sí, claro, lo podríamos intentar -dije en tono pausado y ecuánime-. Pero si se confirman los cuatro años, vuelves al trullo. Eso lo tienes que saber.
Pausa profesional. Después añadí:
– Por debajo de tres años, está la libertad bajo custodia prestando servicios sociales a la comunidad. Tú verás.
Pausa del cliente ahora.
– Vale, abogado, pero procure que sean menos de dos años y medio. Cualquiera diría que he matado a alguien. Dos o tres estafas habré cometido.
Yo pensé que, en resumidas cuentas, habría cometido por lo menos doscientas estafas, aunque los carabineros sólo hubieran descubierto unas quince; también había formado parte de aquella asociación para delinquir que precisamente se encargaba de cometer estafas a escala industrial; y tenía unos bonitos antecedentes penales, llenos de eso que se llama antecedentes especiales. No me parecía oportuno entrar en detalles al respecto con el señor Filippo Abbrescia.
– Muy bien, Pupuccio. Tú me firmas ahora el poder y mañana no vayas a la Audiencia.
De esta manera, no me veré obligado a montar numeritos y nos arreglaremos en un momento con el sustituto del fiscal general, pensé.
– Vale, abogado, pero por lo que más quiera, procuremos que sea lo mínimo.
– No te preocupes, Pupuccio. Y después ven a mi despacho y te digo cómo ha acabado. Y, cuando salgas, que mi secretaria te dé la minuta.
Ya se había levantado, pero aún se encontraba delante del escritorio.
– ¿Abogado?
– Dime.
– Abogado, pero, ¿por qué hace la minuta? Después tendrá que pagar impuestos sobre ese dinero. ¿Vale la pena? Recuerdo que cuando venía a verle al principio, usted no hacía minutas.
Yo me quedé mirándolo desde mi asiento, de abajo a arriba. Era cierto. Durante muchos años, buena parte del dinero que había ganado había sido en negro. Después, cuando cambiaron tantas cosas en mi vida, empecé a avergonzarme de semejante conducta. No se trataba de una reflexión lúcida acerca del tema. Simplemente me avergonzaba defraudar a Hacienda y entonces -casi siempre y conforme a una valoración personal de lo justo que era pagar al erario público para cumplir con mi deber- extendía minutas y pagaba un montón de dinero en concepto de impuestos. Era uno de los cuatro o cinco abogados más ricos de Bari. Según la declaración de la renta.
Pero estas cosas no se las podía contar al señor Filippo Abbrescia, llamado Pupuccio el Negro. No lo habría comprendido; es más, habría pensado que estaba un poco mal de la cabeza y habría cambiado de abogado. Cosa que yo no quería. Era un buen cliente y, en resumidas cuentas, un hombre de bien que pagaba con puntualidad. Algunas veces incluso con dinero que no procedía de un delito.
– La Policía Fiscal, Pupuccio, la Policía Fiscal. En estos momentos los abogados la tenemos encima. Tenemos que andarnos con cuidado. Montan guardia cerca de los despachos, ven cuándo baja un cliente y después comprueban si tiene la minuta. Si no la tiene, entran en el despacho y efectúan la comprobación. Y entonces se acaba el trabajo. Yo prefiero no correr el riesgo.
Pupuccio pareció aliviado. Yo era un poco gallina, pero, en el fondo, pagaba los impuestos para evitar males peores. Él no lo habría hecho, pero podía comprenderlo.
Esbozó una especie de saludo militar, acercando la mano a una imaginaria visera. Adiós, abogado; adiós, Pupuccio.
Después dio media vuelta y se fue.
Cuando hubo transcurrido por lo menos un minuto y estuve seguro de que ya había abandonado el despacho, me puse a hablar solo en voz alta.
– Soy un gilipollas. De acuerdo, soy un gilipollas. ¿Hay alguna ley que lo prohíba? ¿No? Pues entonces me comportaré como un gilipollas todo lo que me dé la gana.
Después apoyé la cabeza contra el respaldo del sillón y me quedé contemplando un punto indefinido del techo.
Permanecí de aquella guisa un tiempo indeterminado hasta que sonó el teléfono.
5
Maria Teresa contestó, como siempre, al tercer timbrazo. Al momento oí el zumbido de la línea interna.
– ¿Qué hay?
– El inspector Tancredi, de la Brigada Móvil.
– Pásamelo.
Tancredi era casi un amigo. Sin que jamás nos hubiéramos tratado, yo tenía -y creo que él también la tenía- la sensación de que había algo en común entre nosotros. La clase de policía que desearías encontrar cuando eres la víctima de un delito; la que desearías evitar como la peste si el delito lo has cometido tú. Sobre todo, cierto tipo de delitos. Tancredi se encargaba de maníacos, violadores, pedófilos y similares. Ninguno de ellos se había alegrado de que Tancredi se hubiera encargado de él.
– Carmelo. ¿Cómo estás?
– Hola, Guido. Estoy bien, más o menos. ¿Y tú?
Hablaba en voz baja, con un ligero acento siciliano. Oyéndolo hablar por teléfono sin conocerlo, uno habría podido imaginarse a un hombretón alto, grueso y barrigudo. Tancredi no medía más de metro setenta, era delgado y llevaba el cabello un poco largo y siempre alborotado y tenía un poblado bigote negro. Despachamos rápidamente los cumplidos y después me dijo que tenía que verme. Un asunto de trabajo, especificó. ¿Del mío o el suyo? Del mío y del suyo, en cierta manera. Quería ir a verme al despacho con una persona. No dijo quién era la persona ni yo se lo pregunté. Le dije que nos podíamos ver pasadas las ocho, cuando yo me quedara solo en mi despacho. Le iba bien y quedamos así.
Llegaron sobre las ocho y media. Ya se habían ido todos y fui yo mismo a abrir la puerta.
Tancredi iba acompañado de una treintañera o poco más. Debía de medir por lo menos un metro setenta y cinco y llevaba el cabello recogido en una coleta, vestía unos vaqueros desteñidos y un gastado chaleco de piel negra.
Una compañera de Tancredi, pensé, aunque jamás la había visto. Típico estilo masculino de agente femenina de la brigada antitironeros o de la de lucha contra la droga. Debía de haberla liado y ahora necesitaba un abogado. Al verla -con aquella cara de alguien con quien no desearías pelearte-, pensé que podía haber llegado a maltratar a algún sospechoso o un detenido. Son cosas que ocurren en los cuarteles y las comisarías.