Los hice pasar a mi despacho y allí Tancredi hizo las presentaciones.
– El abogado Guido Guerrieri…
Le tendí la mano, esperando oír algo así como «el agente Fulana o el inspector (en Italia no hay que llamar jamás inspectora a un inspector de policía de sexo femenino: se cabrean como fieras) Zutana». Pero Tancredi no dijo nada de eso.
– …y ella es sor Claudia.
Me volví hacia Tancredi y después volví a mirar a la cara a la chica. Él esbozaba una leve sonrisa, como si le hiciera gracia comprobar mi asombro; ella no sonreía. Me estrechó la mano sin decir ni una sola palabra, mirándome directamente a la cara con una expresión extrañamente concentrada. Sólo en aquel momento presté atención al minúsculo crucifijo de madera que llevaba colgado alrededor del cuello con un cordoncito de cuero.
– Sor Claudia es la directora de Safe Shelter. ¿Has oído hablar de esto?
No había oído hablar de eso y él me explicó lo que era. Sor Claudia permanecía en silencio, sin quitarme los ojos de encima. Desprendía un levísimo perfume que yo no sabía identificar.
Safe Shelter era una comunidad con sede secreta -que siguió siendo secreta incluso después de nuestra conversación- en la que se acogía a mujeres víctimas de trata de blancas, de verdugos, maltratadas por maridos violentos y obligadas a abandonar el domicilio conyugal, ex prostitutas y colaboradoras de la justicia.
Cuando ellos -la policía o los carabineros- necesitaban colocar a alguna de estas personas, sabían que siempre tenían abierta la puerta de Safe Shelter. Incluso de noche o en días festivos.
Tancredi hablaba, yo asentía con la cabeza y sor Claudia me miraba. Estaba empezando a sentirme un poco incómodo.
– Muy bien pues, ¿en qué puedo servirles? -dije, pero ya mientras terminaba de pronunciar la frase me sentí un perfecto imbécil.
Como cuando se me escapan expresiones del tipo «qué hay», o «buen día» o «¿todo bien?», etc.
Tancredi no prestó atención y fue directamente al grano.
– Hay una chica que colabora como operadora voluntaria en la comunidad de sor Claudia. En realidad, colaboraba. Ahora no se encuentra en las mejores condiciones para hacerlo. Bueno, te voy a contar brevemente la historia. Hace unos años esta chica conoce a un tío. Lo conoce después de un difícil período de su vida que, en realidad, jamás ha sido fácil. Este individuo parece un príncipe azul. Amable, atento, enamorado. Rico. E incluso guapo, dicen las mujeres. Prácticamente perfecto. En resumen, a los pocos meses se van a vivir juntos. Por suerte, sin casarse.
Era una historia que ya me habían contado otras veces y no sólo por motivos de trabajo. Por eso me colé en una pausa del relato de Tancredi.
– Y, al cabo de unos cuantos meses de convivencia, él empieza a cambiar. Al principio, ya no es tan amable; después empieza a mostrarse violento, en un primer momento sólo de palabra, pero más tarde también físicamente. En resumen, la convivencia se convierte en un infierno. ¿Es eso?
– Más o menos. Por lo que respecta a la primera parte de la historia. A lo mejor, el resto te lo quiere contar sor Claudia.
Buena idea, pensé. Así dejará de mirarme de esa manera, que ya me está empezando a poner nervioso.
Sor Claudia tenía una voz suave y femenina, casi hipnótica. En contraste con su aspecto, con su cara, con su mirada. Seguro que sabe cantar, pensé mientras ella daba comienzo a su relato.
– Yo digo que no cambió después del inicio de la convivencia. Ya era así antes. Simplemente dejó de fingir porque ya no lo consideraba necesario. A aquellas alturas, ella le pertenecía. Empezó a ofenderla, después a pegarle y, a continuación, a hacerle cosas que ella misma podrá contar, si quiere. Más adelante, a montar guardia cerca de su lugar de trabajo, convencido de que ella tenía un amante. Para pillarla desprevenida. Como es natural, jamás la pilló, porque no había nada que descubrir. Pero eso no lo tranquilizó. Intensificó su maldad. Cuando una noche ella le dijo que ya no podía más y que, si la situación no terminaba, se iría, él la machacó.
Interrumpió bruscamente su relato. Su rostro decía que habría querido estar presente cuando ocurrieron los hechos. Y no para quedárselos mirando.
– Al día siguiente, ella cogió algunas de sus cosas, sólo las que podía llevar sin ayuda, y se fue a casa de su madre. Antes vivía en su propio apartamento, pero lo había dejado al irse a vivir con él. A partir de aquel momento empezó la persecución. Delante del despacho. Delante de casa de su madre. Por la mañana. Por la noche. La seguía. La llamaba al móvil. La llamaba a casa. A todas horas del día y, sobre todo, de la noche.
– ¿Qué le decía?
– De todo. Dos veces le pegó por la calle. Una mañana se encontró el coche completamente arañado con un destornillador. Como es natural, no hubo pruebas de que hubiera sido él. En cualquier caso y resumiendo, su vida, tal como usted ha dicho, abogado, se convirtió en un infierno. Yo y las chicas de la comunidad estamos tratando de ayudarla. Cuando podemos, la acompañamos y la vamos a recoger al trabajo. Durante unas cuantas semanas, estuvo viviendo en la casa-refugio, que por lo menos es un lugar que él no conoce y en el que no la puede encontrar. Pero eso no son soluciones. Ya no tiene vida, no puede salir de noche, no puede salir a dar un paseo, ir a comprar al supermercado, nada sin el terror de encontrárselo delante. O a su espalda. Y, en efecto, ya no sale. Vive encerrada en casa, como si estuviera en la cárcel. En cambio, él puede andar por ahí tranquilamente.
– Pero ¿ha presentado una denuncia, esta chica?
Contestó Tancredi.
– Ha presentado tres. Una a los carabineros, una a nosotros en la comisaría y la tercera directamente a la Fiscalía del Estado. Por suerte, esta última le fue asignada a la Mantovani, que trabajó en el caso como Dios manda. Hizo las investigaciones que se podían hacer, escuchó a la chica, obtuvo los listados de los teléfonos y los certificados médicos y después solicitó la captura sin pérdida de tiempo del animal.
– ¿Con qué cargos?
– Malos tratos y actos de violencia con agravantes. Pero fue inútil. El juez rechazó la petición señalando que no había motivos para adoptar medidas preventivas. Y ahora llegamos a la parte más interesante del asunto. Porque sor Claudia ha venido para preguntarte si estás dispuesto a asumir la defensa de esta chica y a constituirte en parte civil en su nombre. Después de que otros dos compañeros tuyos se hayan negado a hacerlo. Un malpensado diría: «por la misma razón que ha inducido al juez a no detener a ese caballero».
Le pedí que me lo explicara mejor y él se limitó a pronunciar un nombre. Me lo hice repetir para estar seguro de que había oído bien. Cuando tuve la certeza de que estábamos hablando de la misma persona, solté una especie de silbido. Sin decir nada.
Tancredi me contó el resto. La fiscal sustituta Mantovani, inmediatamente después de haber recibido la negativa a la petición de medidas preventivas, había solicitado el envío a juicio. Él había recibido la citación para la vista y había ido a ver a la chica a la puerta de su casa.
Le dijo que lo denunciara todas las veces que quisiera, total, a él no le iba a pasar nada. Porque nadie tendría el valor de tocarlo. Y añadió que, de paso, la haría picadillo.
Por eso ella necesitaba un abogado. Porque tenía miedo, pero no quería echarse atrás. Tancredi también me reveló quiénes eran mis dos compañeros de profesión a los que había recurrido la muchacha antes que a mí. Uno había dicho que lo sentía, pero que tenía por principio no asumir la defensa de la parte civil. Yo sabía muy bien quién era y me pregunté si conocía siquiera el significado de la palabra principio.
El otro había dicho que estaba desbordado de trabajo y que, por desgracia, no podía aceptar el caso. Por desgracia, claro. En aquel momento, la muchacha estaba desesperada y aterrorizada. No sabía qué hacer. Había hablado con sor Claudia y ésta había hablado con Tancredi. Para pedirle consejo. Éste le había mencionado mi nombre. Y ambos habían ido a verme. Sin la chica. Ni siquiera le habían hablado de la reunión porque, si yo también me negaba, sor Claudia no quería que la chica lo supiera.