– A mí esta música vietnamita no me gusta mucho.
Entonces no eres tan tonta como pareces, pensé. Me alegro. A mí tampoco me gusta, es más, se me antoja una serenata para uña y pizarra. Estaba a punto de decir algo por el estilo cuando ella añadió:
– A mí me gusta mucho la música tibetana. Creo que es más adecuada para evocar auténticos momentos de meditación.
Ah, ya. La música tibetana. Perfecto.
– ¿Has escuchado alguna vez música tibetana?
No me miraba a la cara. Estaba sentada con aire muy comedido casi en el borde del sofá, con la mirada dirigida hacia delante. Directamente hacia delante, clavada en un punto indefinido, como una loca. Mientras me disponía a contestar, me di cuenta de que estaba adoptando la misma posición.
– ¿Tibetana? No estoy muy seguro. A lo mejor…
– Pues deberías. Es la mejor para desbloquear los chakras, para dejar libre el paso de la energía. Estando a tu lado, percibo que tienes un aura intensa, un gran potencial energético, pero que no eres capaz de liberarlo.
Me bebí otro buen trago de Folonari ecológico y decidí liberar mi potencial energético. Allí y en aquel momento. Pensé que se lo había buscado.
– Qué raro. Me dijeron algo muy parecido, con otras palabras, claro está, cuando me empecé a interesar por la astrología druídica.
La otra se volvió a mirarme, mostrando ahora en sus ojos algo muy similar a una atención primordial.
– ¿Astrología druídica?
– Pues sí. Es un sistema astrológico de fundamentos esotéricos, elaborada por los sumos sacerdotes de Stonehenge.
– Ah, Stonehenge. Aquella ciudad antigua de Escocia, con aquellas extrañas construcciones de piedra.
Analfabeta. Stonehenge no está en Escocia, sino en Inglaterra, y, como todo el mundo sabe, no es una ciudad.
No lo dije de esta manera. La felicité por el hecho de que conociera Stonehenge, nos presentamos -Silvana se llamaba- y después la ilustré en los principios de la astrología druídica. Disciplina inventada por mí aquella noche en su honor. Le hablé de los ritos astrológicos en las noches del solsticio de verano, de las intersecciones astrales y de las afinidades siderales. Fuese lo que fuera lo que todo eso significaba.
Ahora Silvana se mostraba verdaderamente interesada. Era difícil encontrar a un hombre con aquella pasión y aquellos conocimientos tan profundos, dijo. Y con aquella sensibilidad.
Dijo «sensibilidad» lanzándome una mirada preñada de significados e insinuaciones. Me fui a aprovisionarme de vino ecológico.
– ¿Bebes vino? -preguntó con una leve nota de reproche.
Las chicas new age beben zumos de zanahoria y tisanas de ortiga. Yo ya estaba decididamente alegre.
– Pues claro. El vino tinto es una bebida druídica. Es un medio ritual, útil para inducir estados dionisíacos.
No mentía. Estaba diciendo que beber vino es útil para emborracharse. Y, efectivamente, estaba bebiendo vino y me estaba emborrachando. Y de esta manera, se me ocurrió hablar de un extraordinario método adivinatorio. También inventado por mí. Se trataba de la lectura del codo, practicada por el antiguo y místico pueblo caldeo. De vez en cuando, era también un experto en aquel método, aparte del horóscopo de Stonehenge.
Así que le expliqué el modo en que, sobre la base de la antigua sabiduría caldea, se pueden leer en el codo izquierdo de una persona la estrategia de sus destinos cruzados. La cosa me pareció espléndidamente falta de sentido, pero ella no se dio cuenta.
En lugar de ello, me preguntó si se le podía hacer inmediatamente una prueba de lectura del codo. Le dije que sí, que muy bien. Me eché al coleto el último trago de vino del vaso semivacío y le dije que dejara al descubierto el brazo izquierdo.
Mientras le pellizcaba la piel del codo -sistema indispensable para descubrir las estrategias de los destinos cruzados- reparé en Margherita. De pie delante del sofá. Muy cerca.
– Estás aquí.
– Sí, estoy aquí. Desde hace unos cuantos minutos, en realidad. Pero tú estabas, ¿cómo diría?, más bien ocupado. ¿No me presentas a tu amiga?
Hice las presentaciones mientras pensaba que, de repente, ya no me lo estaba pasando tan bien. Margherita dijo «encantada» -jamás dice «encantada»- con la amistosa expresión de un tiburón martillo. Silvana dijo «hola» con la intensa expresión de un mero.
Entonces dije que quizá ya iba siendo hora de que nos fuéramos. Margherita dijo que sí, que quizá ya lo iba siendo, en efecto.
Así que me despedí de mi nueva amiga Silvana, que parecía un pelín desorientada.
Nos despedimos de otras pocas personas y diez minutos después ya estábamos en el coche, con el mar a la derecha y los perfiles de los edificios del paseo marítimo unos cuantos kilómetros por delante. Si he de ser sincero, diré que el mar, los edificios y todo lo demás no estaban perfectamente enfocados, pero bueno, yo conseguía sujetar el volante.
– ¿Te has divertido con aquella chica?
Traté de mirarla a la cara sin perder de vista la carretera. Tarea nada fácil.
– Venga, mujer, estaba jugando un poco. Le he hablado del horóscopo druídico.
– Y de la lectura del codo.
– Ah, sí, lo has oído.
– Sí, lo he oído. Y lo he visto.
– Bueno, era sólo para pasar el rato, no he hecho nada malo. En cualquier caso, yo he visto que tú no te has aburrido con aquel Rasputín en traje príncipe de Gales cruzado. ¿Quién era, el secretario administrativo del Círculo Recreativo Asistencial de los filósofos?
Pausa.
– Qué gracioso eres.
– ¿Verdad?
– Muy gracioso. Más o menos como una tortícolis -se detuvo un instante-. Mejor dicho, como un dolor de muelas.
– ¿Te parece más apropiado un dolor de muelas?
– Sí -le estaban entrando ganas de reír, aunque hacía un esfuerzo por contenerse-. Pero cómo se te ocurren esas cosas. La lectura del codo. Estás loco.
– A mí se me ocurren muchas cosas. Ahora, por ejemplo, se me ocurren algunas. A propósito de ti.
– Ah, ¿sí? ¿Cosas interesantes para una chica?
– Pues sí. Creo que sí.
Hizo una pausa momentánea. Yo intentaba mantener los ojos clavados en la carretera, que cada vez me resultaba más escurridiza entre los vapores del vino ecológico. Pero sabía exactamente qué expresión tenía Margherita en aquel momento.
– Bueno, pues a ver si haces caminar este coche, astrólogo druídico, lector del codo. Vamos a casa.
9
El lunes por la mañana fui a la Fiscalía.
Entré en el edificio de los despachos judiciales por la puerta reservada a los magistrados, al personal y a los abogados. Un joven carabinero al que jamás había visto me pidió la documentación. Le dije que era abogado y él me volvió a pedir la documentación. Como es natural, no llevaba el carnet y entonces el joven carabinero me dijo que saliera y volviera a entrar a través de la puerta destinada al público. La que disponía de detector de metales, por si acaso tenía un fusil ametrallador bajo la trenca.
O un hacha. Los detectores de metales se habían instalado después de que un loco hubiera entrado en una sala de justicia con un hacha oculta en los pantalones. Nadie había efectuado ningún control y, una vez dentro, había empezado a destrozarlo todo. Cuando los carabineros consiguieron finalmente inmovilizarlo y desarmarlo, dijo que había acudido allí para hablar con el juez que no le había dado la razón en un juicio por herencia. Debía de ser la idea que él tenía de un recurso.
Estaba a punto de dar media vuelta y hacer lo que me había dicho el carabinero cuando me vio un comandante que prestaba diariamente servicio en los tribunales y me conocía. Le dijo al muchacho que yo era efectivamente un abogado y que me podía dejar pasar.
El vestíbulo estaba lleno de gente; mujeres, muchachos, carabineros, agentes de la policía penitenciaria y abogados, sobre todo de provincias. Se iba a celebrar la primera vista del juicio contra una banda de camellos de Altamura. El ruido de fondo era el que se oye en un teatro antes del comienzo del espectáculo. El olor de fondo era el de ciertas estaciones de tren o de ciertos autobuses abarrotados de gente. O de muchos vestíbulos de tribunales.