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Afuera, seguía la fiesta. Accionando sus martillos de bronce, daban la hora los “mori”

de la torre del Orologio.

VII

Y los “mori” de la torre del Orologio volvieron a dar las horas, atentos a su ya muy viejo oficio de medir el tiempo, aunque hoy les correspondiera martillar entre grisuras de otoño, envueltos en una lluvia neblinosa que, desde el amanecer, asordinaba las voces del bronce. Al llamado de Filomeno, el Amo salió de un largo sueño tan largo que parecía cosa de años. No era ya el Montezuma de la víspera, puesto que llevaba una afelpada bata de dormir, gorro de dormir, calcetas de dormir, y el traje de anoche no estaba ya en la butaca donde acaso lo hubiese dejado -o lo hubiesen puesto- con los collares, las plumas y las sandalias de correas doradas que tanto lucimiento habían dado a su persona.-“Se llevaron el disfraz para vestir al Signor Massimiliano Miler -dijo el negro, sacando ropas del armario-: Y dese prisa, que ya va a empezar el último ensayo, con luces, maquinarias, y todo”… ¡Ah! ¡Sí! ¡Claro! Los bizcochos mojados en vino de Malvasía le refrescaron la memoria. El sirviente lo rasuró prestamente y, ya hecho un caballero, bajó las escaleras del albergue, acabando de ajustarse las mancuernas a los puños de encaje. Hiciéronse escuchar nuevamente los martillos de los “mori” – “mis hermanos”, los llamaba Filomeno-, pero ahora el sonido de sus martillos se confundió con el de los presurosos martillazos de los tramoyistas del Sant´Angelo que, tras del telón de terciopelo encarnado, acababan de colocar la gran decoración del primer acto. Afinaban cuerdas y trompas los músicos de la orquesta, cuando el indiano y su servidor se instalaron en la penumbra de un palco. Y, de pronto, cesaron los martillazos y afinaciones, se hizo un gran silencio y, en el puesto del director, vestido de negro, violín en mano, apareció el Preste Antonio, más flaco y narigudo que nunca, pero acrecido en presencia por la ceñuda tensión de ánimo que, cuando había de enfrentarse con tareas de arte mayor, se le manifestaba en una majestuosa economía de gestos -parquedad muy estudiada para hacer resaltar mejor las resueltas y acrobáticas arremetidas que habrían de magnificar su virtuosismo en los pasajes concertantes. Metido en lo suyo, sin volverse para mirar a las pocas personas que, aquí, allá, se habían colado en el teatro, abrió lentamente un manuscrito, alzó el arco -como “aquella noche”y, en doble papel de director y de ejecutante impar, dio comienzo a la sinfonía, más agitada y ritmada acaso- que otras sinfonías suyas de sosegado tempo, y se abrió el telón sobre un estruendo de color. Recordó de pronto el indiano el tornasol de flámulas y gallardetes que hubiese contemplado, cierto día, en Barcelona, con esa encendida selva de velámenes y estandartes que, sobre proas de naves, alegraban el lado derecho del escenario, mientras, a la izquierda, empavesando las macizas murallas de un palacio, eran oriflamas y banderolas de púrpura y amaranto. Y, sobre un brazo de agua venido de la laguna de México, un puente de esbelta arcada (harto parecido, tal vez, a ciertos puentes venecianos) separaba el atracadero de los españoles de la mansión imperial de Montezuma. Pero, bajo tales esplendores, quedaban evidentes vestigios de una reciente batalla: lanzas, flechas, escudos, tambores militares, esparcidos en el piso. Entraba el Emperador de los Mexicanos, con una espada en la mano, y atento al arco del Maestro Antonio, clamaba:

“Son vinto eterni Dei! tutto in un giorno Lo splendor de´miei fasti, e l´alta Gloria Del valor Messican cade svenata…”

Vanas fueron las invocaciones, los ritos, los llamados al Cielo, ante los embates de un sino adverso. Hoy todo es dolor, desolación y desplome de grandezas: “Un dardo vibrato nel mio sen”… “Y aparece la Emperatriz con traje entre Semíramis y dama del Ticiano, guapa y valiente mujer, que trata de reanimar los arrestos de su derrotado esposo, puesto por un “falso ibero” en tan aciago trance.-“No podía faltar en el drama -sopla Filomeno a su amo-: Es Anna Giró, la querida del Fraile Antonio. Para ella es siempre el primer papel.” – “Aprenda a respetar” -dice el indiano, severo, a su fámulo. Pero en eso, agachando la cabeza bajo las oriflamas aztecas que cuelgan sobre las tablas del espectáculo, aparece Teutile, personaje mencionado en la “Historia de la Conquista de México” de Mosén Antonio de Solís, que fuera Cronista Mayor de Indias.-“¡Pero resulta que aquí es hembra!” -exclama el indiano, advirtiendo que le abultan las tetas bajo la túnica ornada de grecas.-“Por algo la llaman “la alemana” -dice el negro-: Y usted sabe que, en eso de ubres, las alemanas…”-“Pero esto es grandísimo disparate -dice el otro-: Según Mosén Antonio de Solís, Teutile era “general” de los ejércitos de Montezuma.”-“Pues aquí se llama Giuseppa Pircher, y para mí que se acuesta con Su Alteza el Príncipe de Darmstadt, o Armestad, como dicen otros, que mora, por aburrido de nieves, en un palacio de esta ciudad.”-“Pero Teutile es un hombre y no una mujer.” – “¡Cualquiera sabe! -dice el negro-: Aquí hay gente de mucho vicio… O si no, mire esto.” Y resulta que Teutile quería casarse con Ramiro, hermano menor del Conquistador Don Hernán Cortés, cuyo papel de varón nos canta ahora la Signora Angiola Zanuchi… – “Otra que se acuesta con Su Alteza el Príncipe de Darmstadt” insinúa el negro.-“Pero… ¿aquí todo el mundo se acuesta con todo el mundo?” -pregunta el indiano, escandalizado.-“¡Aquí la gente se acuesta con todo Dios!…Pero, déjeme escuchar la música, pues está sonando un pasaje de trompeta que mucho me interesa” -dice el negro. Y el indiano, desconcertado por el trastrueque de apariencias, empieza a perderse en el laberinto de una acción que se enreda y desenreda en sí misma, con enredos de nunca acabar. Montezuma pide a la Emperatriz Mitrena -pues así la llaman- que inmole a su hija Teutile (“¡pero si Teutile, carajo, era un general mexicano!”…) antes de que la doncella sea mancillada por los torvos apetitos de un invasor. Pero (y aquí los “peros” se tienen que multiplicar al infinito…) la princesa prefiere darse muerte en presencia de Cortés. Y cruza el puente, que ahora resulta sorprendentemente parecido al de Rialto, y, pura y digna, clama ante el Conquistador: